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Sobre los conciertos de 2022: oferta, presencia e identidad

Un análisis sobre la discusión más reciente con respecto a la oferta de conciertos para este año: sensación de sobreoferta, precios altos, relevancia y valor de la música en vivo, además de los procesos culturales y de identidad que se tejen alrededor de estos encuentros.

Laura Camila Arévalo Domínguez
31 de enero de 2022 - 02:00 a. m.
Según algunas de las voces tenidas en cuenta para este texto, cuando se da la interacción entre el músico y su público es cuando realmente tiene sentido el proceso creativo.
Según algunas de las voces tenidas en cuenta para este texto, cuando se da la interacción entre el músico y su público es cuando realmente tiene sentido el proceso creativo.
Foto: Archivo El Espectador.
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Desde que comenzaron a anunciarse los conciertos programados para 2022, la ansiedad fue aumentando, pero no se sentía mal, o no, por lo menos, en la mayoría: era el aviso de que la vida, como la conocíamos, volvía. Los conciertos, entonces, eran la promesa de que, por fin, reconquistaríamos nuestra normalidad.

Ahora, en enero, esa ansiedad dejó de ser tan estimulante. Para muchos, pasó a parecerse a la frustración y a la reconfirmación de que, además de que la comida y demás elementos básicos subieron de precio debido a la inflación, los conciertos serían otra cosa que muchos no experimentarían.

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Artistas como Harry Styles, Dua Lipa, Miley Cyrus, Coldplay, Bad Bunny, Gorillaz, Zoé y Kiss, entre otros, además, de festivales como Estéreo Picnic y el Jamming, sacaron sus carteles y publicaron sus fechas. Revisemos precios: para la sección General Admission (no muy cerca del escenario), la boleta para asistir al concierto de la británica Dua Lipa cuesta: $1′390.800. En Platino (en frente del escenario), la boleta vale $1′506.700. Y estos precios fueron los más bajos. Cuando se refresca la página web en la que se ofrecen las boletas, van bajando los números de disponibilidad, pero, además, van saliendo opciones en las mismas localidades a precios que duplican los mencionados. En cuanto a festivales, Estéreo Picnic ofrece el combo de los tres días en general, por un precio de $880.000. Por su parte, el Jamming está cobrando $700.000.

Muchos dicen que hay una sobreoferta de conciertos en 2022. Se sienten abrumados y, además, frustrados, ya que muchos no lograrán asistir a ninguno de estos encuentros: la industria de la música y los bolsillos de los colombianos atravesaron la misma crisis que padeció el mundo.

Nicolás Romero, de la empresa de producción Árbol Naranja, no cree que haya una sobreoferta. “El encierro genera una sensación de agobio. Las mismas cosas que están pasando este año, probablemente, habrían pasado en 2020 si no hubiese habido pandemia. La industria venía por un camino interesante, pero el cambio de valores en boletería (porque sí ha habido un cambio) se debe a la subida del dólar. Si tenías una deuda en 2020 en dólares, que en ese momento estaba a $3.500, calcula cuánto tendrás que pagar ahora”.

Gabriel García, CEO de Páramo Presenta (dueña de Estéreo Picnic), coincide con Romero: el mercado venía creciendo muy favorablemente y lo que se está ofreciendo en 2022 es el resultado de dos años de espectáculos represados.

Es común oír reclamos por los precios de las boletas y una supuesta “falta de empatía” de los promotores, pero, además, de los artistas con respecto a la situación económica del país. Se quejan de no tener en cuenta la inflación (para 2021, el dato más reciente fue de 5,62 %) y la crisis que aún se padece. A la pregunta de si una promotora de eventos, empresa privada, tendría que preguntarse o tener en cuenta asuntos como el salario mínimo de un país o el poder adquisitivo del público que potencialmente asistiría, Romero respondió que sí, pero aclaró que había que considerar el tipo de artista y el público al que se le ofrecía. García también dijo que se debía tener en cuenta, pero no se podía olvidar que la mayoría de los artistas venían de países dolarizados.

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¿El artista tiene algo que ver con estas decisiones: cuánto se cobra por la entrada, qué ciudades visita y demás detalles?

Nicolás Romero (Árbol Naranja): Hay ambos tipos de artistas: los que se preocupan y los que no. Hay algunos que entienden los números y costos asociados a un espectáculo, entonces trabajan con el promotor en pro de encontrar un punto medio, pero hay otros a los que no les interesa. Cobran una suma porque saben que venderán sus boletas.

Gabriel García (Páramo): Algunos sí, otros no tanto. Todos saben que si quieren determinada plata por su presentación, uno como promotor debe cobrar precios que pueden percibirse altos. Se les informa el precio que se cobrará y algunos piden que no se superen ciertos montos. Un artista que pone un límite en el valor de las boletas sabe que también debe poner un límite en lo que cobra.

* * *

La producción de eventos impacta en asuntos como, por ejemplo, el empleo. Según Páramo, el Festival Estéreo Picnic genera más de 10.000 empleos en cada una de sus ediciones a lo largo de su cadena productiva: artistas, promotores, patrocinios, mercadeo, ventas, producción, permisos, logística, recintos, aseo y movilidad. Árbol Naranja aseguró que cuando se deja de hacer un show en el Movistar Arena para 15.000 espectadores, se dejan de emplear directamente a unas 200 personas.

Además de referirse a los empleos, Camilo Herrera, economista y fundador de Raddar, explicó que no necesariamente los promotores tendrían que preguntarse por el salario mínimo o la inflación. Es decir, es relativamente fácil conseguir un número de personas que estén dispuestas a pagar por ir a conciertos y eso incluye a los que eligen una tarjeta de crédito y amortizan el pago en cuotas: sacrifican entretenimiento futuro por entretenimiento presente. “Esto permite que el mercado funcione. Las industrias de entretenimiento, creativas y de contenido son industrias. Que algunas de ellas tengan contenidos patrimoniales y culturales que deben ser mantenidos y defendidos, claro, hace parte del acervo cultural de la nación, pero no toda expresión artística es parte de ese patrimonio. En muchos casos, la oferta de los sectores culturales no necesariamente se refiere a temas sociales y patrimoniales de manera puntual, sino a un mundo de entretenimiento, creación y divertimento de las personas”, agregó. “Hay que asumir este hecho: traer, por ejemplo, a Dua Lipa, cuesta muchísimo dinero. Este no es un trabajo social y suena duro, pero es así”.

García, Romero y Herrera no creen que haya sobreoferta, pero el economista aclaró que aunque los conciertos sí ayudan a aliviar en algo la falta de empleo, no alcanzan a tener unas grandes magnitudes en el porcentaje de este renglón: el déficit de empleo en Colombia es cercano a los tres millones.

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Y esta discusión no es solo un asunto que ahora afecte a los bolsillos colombianos. Es decir, el problema no es solamente económico. Hay una cantidad de elementos antropológicos y sociales que hacen que la gente quiera y esté dispuesta a pagar por estos conciertos. “A los seres humanos nos gusta vivir la experiencia. Nos gusta ser espectadores, así que hay una demanda por espectáculos”, agrega Herrera.

También tendríamos que detenernos en algo que el fundador de Raddar llamó “el yo fui parte de...”: además de que hay personas dispuestas a pagar la suma que les pidan por el palco o la entrada de su artista favorito, están los que se endeudan para pagar la boleta más económica por, simplemente, estar ahí. “El ‘yo fui parte de...’ es un proceso de identidad y es un problema complejísimo a nivel humano. Eso, en psicología de consumo, se llama necesidad de compra. La gente tiene altas necesidades de comprar cosas que la identifican emocionalmente a nivel tribal, que le dan contenido de identidad y de personalidad. Y esto ocurre en cualquier categoría de gasto: hay personas que se ganan un mínimo, pero van a un restaurante a pagar $100.000 por un plato para probarlo o para, simplemente, decir que estuvieron ahí”.

Herrera, por ejemplo, prefiere escuchar música en su casa que ir a un concierto, pero, así parezca obvio, hay que aclararlo: no es lo mismo. La música, así como el cine, son producidas para la presencia. El cine, para la gran pantalla y la música, para el en vivo.

Alejandro Araújo Larrahondo, exintegrante de la banda Montaña e ingeniero de sonido, lo explicó: el concierto es donde se termina el ciclo. “La grabación es un registro, se ha vuelto un arte en sí mismo, pero cuando se da la interacción entre el músico y su público es cuando realmente tiene sentido. Además, es el momento y el lugar en el que la gente tiene acceso a, en realidad, las formas en las que se pensaron esos sistemas de audio. Es la versión más real de cómo se pensó que debía sonar una guitarra, por ejemplo”.

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Y ese fue su punto de vista como músico, pero como ingeniero de sonido, mencionó otro ángulo para evaluar a la hora de comprar o no la boleta de un concierto: desde el auge del streaming o el internet, vender música dejó de ser una opción de entradas económicas significativas para los artistas. Los conciertos se convirtieron entonces en la entrada real de dinero además de la mercancía y la publicidad.

Además de ser una alternativa económica para los creadores, los conciertos, como lo explicó la antropóloga Catalina Ceballos, tienen unos componentes de ritual y celebración que nos enriquecen culturalmente: muchas personas distintas y desconocidas se juntan gracias a un gusto similar. Se disponen a mirar hacia arriba, la tarima, a cantar, bailar y agradecer por la experiencia.

A pesar de que Ceballos cree que en Bogotá siempre ha habido más oferta que demanda, está convencida de que las vibraciones que se producen alrededor de la música son necesarias e irremplazables: “Como individuos, anhelábamos recuperar nuestra cotidianidad. Lo que yo espero es que nos acerquemos a lo que ocurre en sociedades un poco más desarrolladas: entender que la música es compañía. Que es una opción ir a un festival de música desconocida a comer algo y disponerse a conocer. El consumo cultural no solamente puede ser fiesta o una excusa para tomar trago”.

Las películas se hicieron para las pantallas grandes, para los cines. Su Dolby y su imagen para gran escala pueden verse en casa, pero se diseñaron para la presencia. La música, por su parte, se produce con el anhelo de ser compartida en medio de personas dispuestas a recibir la obra y devolverle al artista la confirmación de que su mensaje, finalmente, ha llegado. Se produce con el fin de completar un proceso que solo puede concretar el público.

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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