Sobreviviendo al horror del Palacio de Justicia
Jaime Paredes Tamayo, quien fue magistrado y presidente del Consejo de Estado, sobrevivió al holocausto del Palacio de Justicia. Treinta y siete años han pasado desde lo sucedido y sus cuatro hijos reconstruyen, con sus experiencias y recuerdos, cómo vivieron el 6 y el 7 de noviembre de 1985.
María José Noriega Ramírez
Primero fue la Radio Nacional, donde leía boletines y reproducía música, luego tuvo una oferta para trabajar en la BBC, pero su familia siempre fue lo primero, la razón principal para decirle no a Londres. Desde muy joven, asumió el papel de papá, primero con sus hermanos, después con sus cuatro hijos, y con aquellos con quienes no compartió sangre, como sus sobrinos políticos, pero a quienes consideró como tales, e hizo del derecho su vida. Porque si bien dedicó parte de su tiempo al sector privado, como vicepresidente del Banco del Comercio, del derecho público recibió un llamado especial. Por eso, siempre sintió el centro de Bogotá como propio. Disfrutaba La Candelaria de arriba abajo, aprovechando el sabor de un pastel de yuca o de unos huesos de marrano, y recorrer la Plaza de Bolívar era parte de su quehacer diario, que no era diferente a estar rodeado del poder público y ejercer dentro de él, como algo a lo que le debía respeto y se lo dio a lo largo de su vida.
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Primero fue la Radio Nacional, donde leía boletines y reproducía música, luego tuvo una oferta para trabajar en la BBC, pero su familia siempre fue lo primero, la razón principal para decirle no a Londres. Desde muy joven, asumió el papel de papá, primero con sus hermanos, después con sus cuatro hijos, y con aquellos con quienes no compartió sangre, como sus sobrinos políticos, pero a quienes consideró como tales, e hizo del derecho su vida. Porque si bien dedicó parte de su tiempo al sector privado, como vicepresidente del Banco del Comercio, del derecho público recibió un llamado especial. Por eso, siempre sintió el centro de Bogotá como propio. Disfrutaba La Candelaria de arriba abajo, aprovechando el sabor de un pastel de yuca o de unos huesos de marrano, y recorrer la Plaza de Bolívar era parte de su quehacer diario, que no era diferente a estar rodeado del poder público y ejercer dentro de él, como algo a lo que le debía respeto y se lo dio a lo largo de su vida.
A él, Jaime Paredes Tamayo, no le gustaba lo ostentoso; al contrario, era más bien una persona de bajo perfil. Ya fuera sentado en la mesa del comedor de su casa con un cigarrillo en la mano, adelantando el trabajo que se llevaba de su despacho, creyendo que rendía más al fumar, cuando la verdad era que el cigarrillo se iba consumiendo por sí solo, o escabulléndose del esquema de seguridad que el Estado le puso, pues en su oficina se emitían conceptos sobre temas delicados, como la extradición, prefería no ser el centro de atención. Igual, en su intimidad, se daba uno que otro gusto. Su amor por Europa, por ejemplo, lo llevó a decorar su oficina con réplicas de esculturas y cuadros que traía del viejo continente. De eso, sin embargo, no quedó casi nada después del 6 de noviembre de 1985. Lo único material que sobrevivió fue un pedazo de candelabro, que hoy está en la casa de uno de sus hijos, y de forma inmaterial, la historia de cómo salió de allí y sobrevivió al horror.
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Luis Fernando Paredes García, el segundo de su descendencia, trabajaba en el Banco de Crédito. Su oficina quedaba en la carrera séptima con calle 26. Además de tener agendada una reunión con el comité de crédito, su plan era encontrarse con su papá en la oficina que él, al ser magistrado del Consejo de Estado, tenía en el segundo piso del Palacio de Justicia, en el ala nororiental. La cita era a las 11:00 a.m., pero se retrasó. Sobre el escritorio dejó lo que tenía en las manos, le dijo a su secretaria que iba de salida, que más tarde se comunicaba. Sin embargo, mientras esperaba el ascensor, ella lo detuvo, o, mejor dicho, la llamada de uno de sus hermanos lo hizo. En un principio pensó en hacer caso omiso: “Dígale que ya salí”, le pidió a su asistente. Sin embargo, ella insistió en que era una emergencia.
Quedó en shock. En medio de la conmoción, trató de poner en orden sus ideas, a pesar de que, como dice, miles de pensamientos lo invadieron en ese momento. “Tenía que ser más eficiente, más cerebral, menos visceral”, comenta en el estudio de su casa en Bogotá, después de más de treinta años de lo sucedido, en los cuales el silencio ha predominado. Cuenta que sintonizaba la radio y hablaba con su papá cada media hora, mientras alcanzaba a escuchar los sonidos propios de la guerra que en ese momento se libraba en la Plaza de Bolívar. Decidió ir al centro de la capital cuando escuchó a Yamid Amat, en Caracol Radio, decir que había rehenes; después se supo que sumaban más de 300, entre magistrados, empleados y visitantes. “Empecé a marcar de nuevo a su oficina, pero ya no hubo respuesta. Me angustié y decidí tratar de llegar como fuera a la plaza”.
Rodrigo, su hermano, recuerda haber hablado dos o tres veces con su papá, quien le dijo que, igual que su secretaria, estaba acurrucado contra los muebles de su despacho, tratando de buscar algo de protección. Su oficina estaba cerca de la de Jaime Betancur, hermano del entonces presidente, Belisario Betancur. “Yo le preguntaba cómo estaba, cómo se sentía, qué pasaba. Le pedía que se cuidara, que no fuera a cometer ninguna imprudencia”. Si bien no podía acercarse al palacio y la plaza estaba acordonada, el colegio de su suegro, la Casa Cultural Moreno y Escandón, que quedaba diagonal a la Biblioteca Luis Ángel Arango, fue un buen lugar para refugiarse y estar atento a lo que iba sucediendo. “De hecho, nos bajábamos a la esquina de la Casa del Florero y ahí veíamos los disparos que, me imagino, se daban de lado y lado”.
La confusión reinó entre ellos, aunque poco a poco fueron entendiendo que la guerrilla del M-19 se había tomado el Palacio de Justicia hacia las 11:00 a.m. de ese día, con la intención de enjuiciar públicamente al presidente de la República. Tras lo sucedido, la fuerza pública intervino, dando paso a la retoma del Palacio, a pesar de que algunas voces desde adentro, como la de Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia, pedían que cesaran las acciones violentas y se abriera un espacio de diálogo. Las imágenes de los tanques sobre la Plaza de Bolívar apuntando hacia el edificio judicial, y el palacio en llamas, no se olvidan, como tampoco el dolor y el desasosiego que han vivido las familias de los más de cien fallecidos y desaparecidos (once a manos del Ejército, entre ellos empleados de la cafetería y visitantes ocasionales, de acuerdo con las investigaciones realizadas por varios juzgados, el Consejo de Estado y la Fiscalía; una más era guerrillera del M-19).
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“Un segundo en el palacio era casi un siglo de vida”, diría Eduardo Matson Ospino tiempo después ante la Fiscalía. Su testimonio, como el de muchas personas más, fue recopilado en el libro El palacio sin máscara, de Germán Castro Caycedo. En él también se lee que Eduardo Suescún Monroy, consejero de Estado, afirmó: “Todo lo que se diga sobre la cantidad de disparos es poco. Paraba por unos momentos y después, cuando uno empezaba a creer que las cosas iban a mejorar, volvían los disparos, las ráfagas, los estallidos, las bombas”.
Suescún recordaba que estaba frente a la calle doce y la terraza de salida del Banco Comercial Antioqueño. “Pasaban las horas y nuestra angustia seguía creciendo. No podíamos sentarnos porque al momento se sentían nuevas ráfagas y otra vez al piso. En un momento creímos que, como nuestra oficina quedaba un poco aislada, ya habían sobrevivido los demás y se habían olvidado de nosotros”. Corriendo agachado, también arrastrándose por el piso, con la necesidad de atravesar todo el corredor del segundo piso hasta el sur, cuenta que llegó a la oficina de Álvaro León Cajiao, donde, tendidos en el piso, se encontró con un grupo de consejeros de Estado, entre ellos Jaime Betancur Cuartas, Mario Enrique Pérez y Jaime Paredes Tamayo. Ahí estuvieron una hora, hasta que, entre fuego y fuego, lograron llegar al primer piso y salir del palacio.
La radio les informó que el magistrado Paredes Tamayo había salido de allí. Rodrigo se acercó a un militar, pidiéndole que por favor le dijera a su papá que lo estaba esperando, que estaba listo para llevárselo a la casa, y para que no cupiera duda de que, efectivamente, era su hijo, le entregó su cédula al oficial. Su papá vio el documento y corroboró su identidad. Hacia las 6:30 p.m. o 7:00 p.m., pues no recuerda la hora exacta, dado que el tiempo ha hecho lo suyo, a su papá lo sacaron de la Casa del Florero. Juntos se dirigieron hacia la CC, como le decían al colegio de su suegro, y en el camino recuerda que se toparon con el periodista Javier Ayala, a quien le dio una breve declaración. Algo que quedó marcado por siempre en su mente, así como en la de sus hermanos, es que una y otra vez le escuchó decir a su papá: “Tengo dolor de patria”.
Esa sensación se sintió incluso más allá de las fronteras y del continente. Jaime Francisco, otro de sus hijos, estaba en Suecia tratando de convencer a los inversionistas extranjeros de Skandia de mantener su interés en Colombia, cuando interrumpieron su reunión para mostrarle las imágenes del horror que transmitían por televisión. Recuerda haber tenido que pagar una cuenta telefónica de un par de miles de dólares. “El país y las personas no volvimos a ser los mismos después de eso. Sigue habiendo mucho dolor e injusticia. Hay una crisis de valores”, confiesa.
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Ese dolor, ese desgarro del alma, no cesó ahí, y quizá nunca lo hizo. Conforme pasaron los días, vino la despedida de los amigos y colegas, algo que, entre sus ojos cristalinos y con algo de voz temblorosa, recuerda su hijo Mauricio, el menor de ellos, pues, al también ser abogado y compartir el gusto por el derecho público, vivió con él la tristeza de perder a varios conocidos y recordar el dolor por el que atravesaron otros tantos que sobrevivieron a la masacre. A Ricardo Medina Moyano, magistrado de la Corte Suprema de Justicia y papá de una compañera suya del Rosario, y a Fabio Calderón Botero, padre de Camilo Calderón, amigo suyo, los recuerda como algunos de quienes perdieron la vida allí. Y Humberto Murcia Ballén, su profesor de Derecho Procesal Civil, es uno de los sobrevivientes, pues para salir de allí tuvo que arrastrarse por los suelos, después de perder la prótesis que tenía en una pierna.
“Con el libro de Castro Caycedo uno se da cuenta de que lo sucedido en el Palacio de Justicia fue casi una crónica de una toma anunciada”, dice Mauricio, quien en 1985, estrenándose como abogado, cuando estaba preparando los exámenes para su grado, trabajaba en el edificio Murillo Toro, en el Ministerio de Comunicaciones. “El país perdió muchas personas valiosas allí y no se tomaron las medidas necesarias; no entiendo por qué. Creo que hubo varias manifestaciones de las presidencias de las instituciones pidiendo protección, y la realidad es que el Palacio de Justicia no estaba protegido, a pesar de que había rumores de que algo iba a pasar. Eso no debió haber sucedido. La retoma del Palacio de Justicia, a sangre y fuego, de alguna manera, llevó a que se cometieran muchos abusos, a que muchos de los muertos no se sepan hoy en día de dónde provinieron, si de las balas del Ejército o de las de los guerrilleros”, repara, y enfatiza en su condena a las acciones de los insurgentes.
Cuenta que la tristeza de su papá se perpetuó en el tiempo, pero que su convicción por lo público no cesó ante ella. Al contrario, se mantuvo firme. La esperanza de que se escribiera un nuevo capítulo en la historia del país lo acompañó hasta sus últimos días, y en la memoria de él, como en la de sus hermanos, aún permanecen esas imágenes de su papá como alguien que gozó la vida, recitaba poemas de Neruda, teniendo de fondo música clásica; se aventuraba en el Neusa a pescar y jugaba bádmington en una finca en La Vega. Lo recuerdan como un amante de la música romántica y alguien, que, según Mauricio, vivió a su manera, como cantó Frank Sinatra.
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