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Sofía Monsalve: “Hay gente que no quiere vivir, sino haber vivido”

La obra inmersiva “Espectros, una cartografía de la peste”, que cuenta con funciones hasta el 15 de octubre, se desarrolla en una sociedad pospandémica en donde el contacto ha sido prohibido.

Danelys Vega Cardozo
06 de octubre de 2022 - 12:00 p. m.
Sofía Monsalve estudió Antropología en la Universidad de Roma La Sapienza.
Sofía Monsalve estudió Antropología en la Universidad de Roma La Sapienza.
Foto: Óscar Pérez
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¿Cómo fue el proceso creativo de “Espectros, una cartografía de la peste”?

Fue un proceso que empezó hace muchos años, uno de esos que uno inicia y no se da cuenta. Yo he tenido varios acercamientos a la ciudad desde una antropología performativa y surrealista. Mi tesis de maestría fue sobre antropología urbana y una serie de exploraciones performáticas en la ciudad. Luego, llegó la pandemia y la ciudad se transformó completamente (todos lo vivimos muy fuertemente). Al retomar las calles, al volver a habitar estos espacios, surgió una necesidad de narrar algo de eso que había cambiado y también ese posible futuro distópico. Entonces, empezamos con todo el equipo del Teatro de la Memoria a hacer exploraciones en torno a la antropología performativa. Yo quería que la gente se moviera, que habitara el espacio, ya que en ese momento no podíamos ir al teatro. Bogotá se prestaba para eso, porque tiene mucha incertidumbre y variedad; es una ciudad poco organizada en realidad, lo que da mucho espacio al caos, que finalmente es fuente de narraciones y posibles historias. El equipo empezó a hacer recorridos, pero siempre con esta mirada extracotidiana: dilatando un poco la mirada, abriéndola y tratando de encontrar detalles que normalmente vas pasando por ahí y no los notas porque estás enfocado en tu destino y no en el recorrido. Lo que nos interesa es que el espectador observe la ciudad bajo una nueva mirada.

¿Por qué?

Yo creo que es fundamental que no entremos en los automatismos de la cotidianidad. Pienso que habitar el momento presente significa ser muy conscientes en cada momento y los automatismos hacen, a veces, que construyamos barreras perceptivas en donde no podemos reconocer al otro, verlo y ser realmente empático con él. Entonces, nos englobamos cada vez más en pequeñas pantallas; cada vez estamos más solos, aunque creemos que estamos más conectados, pero la relación que uno tiene con su vecino, con el señor que pasa por la calle que te pide dinero es cada día más distante, enajenada, alienada de lo que es el real contacto y la convivencia, no solo con las otras personas, sino también con los árboles, los animales, la montaña... Entonces, a veces en la vida urbana, en donde todo está enfocado a la productividad, perdemos la posibilidad de vivirla durante su recorrido. En realidad, ¿cuántas veces nos paramos a ver la montaña?

Sí, a veces nos concentramos en producir y perdemos conexión con lo valioso…

Y para eso valioso no hace falta esperar el momento, porque si no nunca va a llegar. Creo que la pandemia nos enseñó a valorar las pequeñas cosas; por ejemplo, hacer un pastel en la casa, porque ver tantas personas que morían, a quienes no podíamos muchas veces ni siquiera hacer el luto, dejó el aprendizaje de que no podemos seguir viviendo como antes; de alguna manera algo tiene que cambiar, sino no hemos aprendido nada. Y creo que ese cambio está en las pequeñas cosas, en las micropolíticas y microrresistencias: desde cómo atraviesas una calle, vas en un transmilenio, te paras y respiras (…). “Espectros” pone a la gente a caminar con una mirada atenta, como cuando estás tratando de descubrir algo en un terreno nuevo (…). Lo primero que te dicen en la obra es “haz de cuenta que todos aquí están muertos, que son espectros, pero no entendieron que habían muerto y quisieron seguir viviendo como antes”. Cuando tú observas el septimazo bajo esa visión, hay una reflexión muy profunda: “No nos damos cuenta de lo que tenemos, cuando lo tenemos”.

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¿Y cuál era la intención detrás de agregar ese componente de los espectros a la obra?

Para mí era muy importante relacionarnos con la muerte, porque una de las consecuencias nefastas de la pandemia, desde mi punto de vista, es que la muerte se volvió un número; uno cada vez más creciente, perdiendo así ese valor simbólico. La muerte no es solo datos. Recordemos cuando salió el primer muerto por coronavirus: a los dos meses era un número más, un conteo infinito, pero no importaba aquello que representaba esa vida, lo que significaba en un tejido social que se rompe y al que no puedes hacerle el debido proceso simbólico para retejerlo a través del luto. Había una sensación de que la muerte estaba invadiendo las calles y de que todos éramos potenciales portadores de esa muerte, también potenciales asesinos. Fue el momento en que la responsabilidad se dio tanto en el individuo, una responsabilidad social, pero al mismo tiempo una culpabilización: si querías respirar y te quitabas el tapabocas te sentías culpable. La peste puede que ya no sea un virus, pero sigue siendo una indiferencia a la vida.

Lo que mencionaba sobre la muerte como número, me imagino que está relacionado con la normalización y la imposibilidad de ver que hay un rostro detrás de las cifras…

Sí… ¿Cómo normalizamos eso tan rápido? Cincuenta años de violencia entiendo por qué se normaliza. Somos unos seres de hábitos y ellos a veces nos ganan, pero también está en la libertad del individuo decir: “Yo no quiero aceptar esto tan masticadito como me lo están dando”, creo que en eso el teatro tiene una función muy importante. No pienso en “Espectros” estar en algún momento poniendo un juicio de valor sobre los estándares de salud o control, en realidad se trata de iluminar un pedazo de la reflexión que tal vez no habíamos vistos, porque estamos muy embebidos por cotidianidades. También, los medios te dicen cosas y uno las da por ciertas, y el arte tiene el poder de mostrarte las fisuras; los otros ángulos.

¿En qué medida se relaciona esta obra con la novela “La peste” de Camus?

Fue nuestra primera inspiración. La novela de Camus es en realidad bastante utópica, porque versa mucho sobre la red de relaciones sociales que se generan en un momento de crisis y cómo eso genera un orden y una vida que estaba escondida. Entonces, en ese sentido para nosotros era muy importante tomar ese pretexto y ver cuál es la verdadera peste, porque Camus dice, hacia el final, “la peste no es el virus, es la automatización de nuestras vidas”. Esa es la primera enseñanza, pero, por otro lado, en la novela de Camus las ratas son lo primero y lo último, lo que me llevaba a una cosa que también ha sido fundamental en las reflexiones que hemos tenido desde el teatro: hay una cosa en la vida animal y natural, que como no está mediada por las construcciones socioculturales como el lenguaje, la razón o el intelecto, es más sensible y abierta al mundo. Hicimos también la asociación entre las ratas y los ladrones, pues son personas que tienen una atención muy distinta sobre la ciudad, porque saben “por dónde”; una atención que creo que todos deberíamos de alguna manera tener, porque uno también va muy automatizado. ¿Cuántas veces uno no se dio cuenta que pasó por ese lugar o qué estaba esa persona ahí?

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Eso que menciona me hace pensar en las veces que roban a alguien y uno no se da cuenta…

Claro, ni cuenta nos damos y es como “no es conmigo”, esa es la peste y el virus más grande, cuando en realidad somos un tejido, entonces lo que le pase al otro me afecta. Yo recuerdo que cuando volví aquí, después de muchos años de vivir en Dinamarca, un “ñero” me pidió plata; yo no tenía, pero lo vi a los ojos, nos miramos los dos, nos reconocimos, y me dijo: “No, mamita, tranquila”. Yo dije: “Qué hermoso, en realidad, porque es una persona que está en otro océano, pero podemos vernos a los ojos y reconocernos” (…) No es una cuestión de darle la plata para que se desaparezca, sino de reconocer, que creo que es tan necesario, ¿no?

¿Cree que el teatro le ha permitido no vivir en automático?

Sí, totalmente, porque una escena no es creíble si la dices automáticamente, tu presencia escénica no es potente si no sabes cómo estar parado, y de alguna manera eso está conectado con la vida afuera del teatro. Creo que “Espectros” también a uno lo lleva a eso: a mirar las calles y darse cuenta de que somos nosotros quienes las vemos como solo escenarios.

Esta es una obra de teatro inmersivo. ¿Qué aporta este tipo de teatro en comparación con el tradicional?

Por un lado, la libertad que tienes como espectador de seguir una narrativa propia, porque hay una propuesta, pero tú puedes escoger qué miras y cómo interpretas eso que estás mirando. Por otro lado, señalamos y pasamos por lugares que normalmente no pasas. Entonces, “Espectros” es más una invitación a la autorreflexión y a ser consciente de cómo te mueves, con qué paso vas. Otro de nuestros presupuestos de base es que esa separación entre el individuo y aquello que lo rodea es también una ficción, porque nosotros estamos en constante interconexión con lo que nos rodea

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Hablemos un poco del significado que adquiere el amor como un acto de rebelión en esta obra y cómo esto se relaciona con la sociedad actual y el miedo de las personas a ser vistas como seres vulnerables.

Imagínate si tú no pudieras tocar al otro porque estás arriesgando tu propia vida… ¡Qué soledad!, ¿no? Muchas veces me he encontrado con personas que dicen: “Yo no me enamoro porque voy a sufrir”. ¡Qué triste! Hay gente que no quiere vivir, sino haber vivido; que no quiere amar, sino haber amado.

¿Por qué cree que eso es una tendencia en el ser humano?

Yo creo que hay mucha construcción social sobre el deber ser: no es lo que es, sino lo que debería ser. Considero que vivimos muy rotos, solos y con mucha información mental.

Danelys Vega Cardozo

Por Danelys Vega Cardozo

Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

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