Soledad y la obra fotográfica de Linda Esperanza Aragón
La obra fotográfica de Linda Esperanza Aragón recupera el silencio como modelo, como protagonista de su lente. En este texto, escrito por Alfredo Padilla, esta idea sobre la ausencia del ruido se narra con los detalles, las formas, sombras y presencias de cada uno de los protagonistas de las caturas de Aragón.
Alfredo Padilla
La mayor vocación de la fotografía es explicar el hombre al hombre, escribe Susan Sontag en su ensayo de 1977, Sobre la fotografía, en el que la autora relaciona la cámara [máquinas que cifran fantasías y crean adicción] con la literatura. La obra fotográfica de Linda Esperanza Aragón (Barranquilla, Colombia, 1995) lanza redes en mares literarios; sus retratos me remiten, en este sentido, al relato La dama frente al espejo, de Álvaro Menen Desleal, que concibe a la mujer como un microcosmos cuya culminación espiritual resulta de la multiplicación del ser: “Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse a sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquél millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito”. El espejo principal de la cámara fotográfica de Linda Esperanza Aragón [el recurso más confiable para el inicio de una mirada objetiva] busca reflectar a la misma artista, descubrirse en la mirada profunda de los barranquilleros, los ojos de los pescadores y la vida anfibia de las poblaciones bordeadas por la ciénaga de Zapayán en Magdalena, Colombia; las dinámicas de la gente y su relación con el agua en lugares como Bocas de Ceniza y Puerto Colombia en un mimetismo de luz, un sincretismo de plata, fotosensibilidad y censores digitales. En el otro halla su reflector fotográfico y se encuentra a sí misma, mirándose de frente.
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La fotografía de Aragón no encuadra en arquitecturas ostentosas sino en la edificación de los cuerpos imperfectos, aquellos ajados por el sol de los puertos menos visitados, donde el turismo curioso no se hace presente. Enmarca efigies de niños jugando a la pelota con las olas del mar o en los barrios amurallados de cemento y cal, donde el afecto prevalece aún más que en la zona urbana del hedonismo. Encuadra las figuras de los ancianos que sostienen al mundo con sus pláticas por la tarde –y que cuando éstos dejen de hacerlo el universo dejará de existir también–; en los pies danzantes de cumbia, farota y soré sé-sé; en las mujeres que sumergidas medio cuerpo a la mar, transportan víveres apoyados en su cabeza. Es la voz del río, el mar, la marea y la marginación decodificada en luz. Una fotógrafa peregrina de todos los mares, marinera de todos los puertos, noctámbula de todas las noches, que decide quitarse las vendas de los ojos para poder mirar para siempre, anulando también nuestra propia ceguera.
Si es verdad que ser marinero es ser mar, como sentencia Luis Cernuda en Los placeres prohibidos (1931), entonces para Linda Esperanza Aragón ser fotógrafa es ser fotografía.
La soledad no es tan triste; ser es también no haber sido. La soledad es, para mí, una condición del trabajo, un trabajo de tres turnos; la muerte del tiempo. Una soledad que se hace sola para poder escribir. Sin embargo, en el trabajo de Aragón, la soledad es el naufragio de todos los puentes y aún así, encuentra la mirada fuerte y retadora de la vida, la de un náufrago de mares expansivos, de puertas abiertas. Es la soledad lo que me une al trabajo de la fotógrafa barranquillera; porque nadie debe caer en las profundidades de su propio mar, debemos ser ríos que comunican y dan de beber.
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Escribo no sólo desde la soledad, sino también desde el pueblo de la Soledad –la metasoledad–, en San Luis Potosí, México, a 1850 metros de altitud sobre el nivel de la tristeza, sobre el nivel del mar. El viento sopla a 18 km/h con una humedad de 41% en el kilómetro 0, al norte de la ciudad de los acomodados, en medio de baldíos antes azotados por el sol, donde al día de hoy se yerguen construcciones desproporcionadamente pequeñas para familias grandes. El fantasma de los solares sigue ahí, como la basura que deja rastro de las fiestas patronales. Soledad es un municipio en el que los primitivos construyeron una ermita para venerar a una virgen antigregaria, la virgen del destierro, una deidad española que representa a María en soledad, aislada de todo tras sepultar los restos de su hijo. Alquería de menestrales y carretoneros, obreros de la bazofia que veían en los desechos un patrimonio. En un principio, a esta zona sólo llegaban dos tipos de personas: los soñadores y los gitanos, de los primeros nos vino la casta, de los cíngaros la fiesta. Estercolero de la gran ciudad y destino de las aguas residuales de la urbe; un pueblo de gastronomías fáciles y niños difíciles. Extranjeros desemejantes en el extrarradio de nuestro solar materno, la patria chica de nuestra razón.
A unos cuantos kilómetros de la cabecera municipal, puede sentirse esa condición de refugiado, exótico a la urbanización del tercer mundo; inmigrante de la vanguardia, ajeno al hormigón y el embaldosado. El habitante de Carcosa, el que peregrina los caminos de tierra; que se mide la valentía con el hierro de las vías del tren; el que conoce las sendas de su barrio como a las líneas de su mano; el que vaga, con el popular don de la pata de perro y la inabarcable capacidad de asombro.
Crecimos en este territorio descalabrado por el que damos todo. Formamos parte de una comunidad con nombre de poema de Federico García Lorca, sentimos el filo punzante del acero, nos tatuamos la cartografía del arrabal para no perdernos, para no perder la cabeza ni los lazos de pertenencia con las costumbres y las tradiciones de los sobrevivientes. Gente de ganaderías y haciendas rotas, donde no cabe la colectividad del Estado sino la de las botas de campo. Dependientes del abismo del sueño, el tormento y la tormenta en el lugar donde impera la soledad, en el mundo fuera del mundo.
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En la serie fotográfica Cátedra sobre cómo estar solo, de Linda Esperanza Aragón, se retrata la misma narrativa: personas al borde de la nada o la nada al borde de las personas. Encuadradas por el mar en ángulos desprovistos. La escala de grises agrava la nostalgia y los recluye en el abandono. Son los pies ligeros de la desdicha ¿o quizá la dicha se encuentra en la luz desvanecida y la tibieza de la soledad?
Esta serie es un consuelo para el espíritu afligido, el acueducto de todos los fracasos. El silencio es cierto y Aragón nos ha enseñado que también puede retratarse. Pienso en el silencio como un modelo más para su fotografía, un protagonista, un cuerpo de piedra. El marinero, la barrendera, el pescador, la lavandera, el que espera, el bañista, el que se protege de la tormenta con la bandera del desamparo, el niño y el cáliz de su inocencia perdida, las vendedoras de pescado, el anciano que recoge sus huellas, el danzante del viento, la tejedora de redes, las garzas vigilantes en las puntas de las canoas, la ola que rompe, nosotros, los ríos más profundos, los náufragos de puertas afuera.
Para Linda Esperanza Aragón, su obra consiste en llevar la fotografía como se lleva un bote al mar. Navegar el mensaje, el entusiasmo sobre las personas y rostros tan parecidos al suyo, ese es el voltaje que la empuja sobre las montañas de la servidumbre, tan necesaria para producir la fotografía definitiva, y en ella está la energía. Al final, como escribiría John Donne: “Ningún hombre es una isla, completo por sí mismo. Cada cual es una pieza del Continente, una parte del Océano”.
La mayor vocación de la fotografía es explicar el hombre al hombre, escribe Susan Sontag en su ensayo de 1977, Sobre la fotografía, en el que la autora relaciona la cámara [máquinas que cifran fantasías y crean adicción] con la literatura. La obra fotográfica de Linda Esperanza Aragón (Barranquilla, Colombia, 1995) lanza redes en mares literarios; sus retratos me remiten, en este sentido, al relato La dama frente al espejo, de Álvaro Menen Desleal, que concibe a la mujer como un microcosmos cuya culminación espiritual resulta de la multiplicación del ser: “Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse a sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquél millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito”. El espejo principal de la cámara fotográfica de Linda Esperanza Aragón [el recurso más confiable para el inicio de una mirada objetiva] busca reflectar a la misma artista, descubrirse en la mirada profunda de los barranquilleros, los ojos de los pescadores y la vida anfibia de las poblaciones bordeadas por la ciénaga de Zapayán en Magdalena, Colombia; las dinámicas de la gente y su relación con el agua en lugares como Bocas de Ceniza y Puerto Colombia en un mimetismo de luz, un sincretismo de plata, fotosensibilidad y censores digitales. En el otro halla su reflector fotográfico y se encuentra a sí misma, mirándose de frente.
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La fotografía de Aragón no encuadra en arquitecturas ostentosas sino en la edificación de los cuerpos imperfectos, aquellos ajados por el sol de los puertos menos visitados, donde el turismo curioso no se hace presente. Enmarca efigies de niños jugando a la pelota con las olas del mar o en los barrios amurallados de cemento y cal, donde el afecto prevalece aún más que en la zona urbana del hedonismo. Encuadra las figuras de los ancianos que sostienen al mundo con sus pláticas por la tarde –y que cuando éstos dejen de hacerlo el universo dejará de existir también–; en los pies danzantes de cumbia, farota y soré sé-sé; en las mujeres que sumergidas medio cuerpo a la mar, transportan víveres apoyados en su cabeza. Es la voz del río, el mar, la marea y la marginación decodificada en luz. Una fotógrafa peregrina de todos los mares, marinera de todos los puertos, noctámbula de todas las noches, que decide quitarse las vendas de los ojos para poder mirar para siempre, anulando también nuestra propia ceguera.
Si es verdad que ser marinero es ser mar, como sentencia Luis Cernuda en Los placeres prohibidos (1931), entonces para Linda Esperanza Aragón ser fotógrafa es ser fotografía.
La soledad no es tan triste; ser es también no haber sido. La soledad es, para mí, una condición del trabajo, un trabajo de tres turnos; la muerte del tiempo. Una soledad que se hace sola para poder escribir. Sin embargo, en el trabajo de Aragón, la soledad es el naufragio de todos los puentes y aún así, encuentra la mirada fuerte y retadora de la vida, la de un náufrago de mares expansivos, de puertas abiertas. Es la soledad lo que me une al trabajo de la fotógrafa barranquillera; porque nadie debe caer en las profundidades de su propio mar, debemos ser ríos que comunican y dan de beber.
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Escribo no sólo desde la soledad, sino también desde el pueblo de la Soledad –la metasoledad–, en San Luis Potosí, México, a 1850 metros de altitud sobre el nivel de la tristeza, sobre el nivel del mar. El viento sopla a 18 km/h con una humedad de 41% en el kilómetro 0, al norte de la ciudad de los acomodados, en medio de baldíos antes azotados por el sol, donde al día de hoy se yerguen construcciones desproporcionadamente pequeñas para familias grandes. El fantasma de los solares sigue ahí, como la basura que deja rastro de las fiestas patronales. Soledad es un municipio en el que los primitivos construyeron una ermita para venerar a una virgen antigregaria, la virgen del destierro, una deidad española que representa a María en soledad, aislada de todo tras sepultar los restos de su hijo. Alquería de menestrales y carretoneros, obreros de la bazofia que veían en los desechos un patrimonio. En un principio, a esta zona sólo llegaban dos tipos de personas: los soñadores y los gitanos, de los primeros nos vino la casta, de los cíngaros la fiesta. Estercolero de la gran ciudad y destino de las aguas residuales de la urbe; un pueblo de gastronomías fáciles y niños difíciles. Extranjeros desemejantes en el extrarradio de nuestro solar materno, la patria chica de nuestra razón.
A unos cuantos kilómetros de la cabecera municipal, puede sentirse esa condición de refugiado, exótico a la urbanización del tercer mundo; inmigrante de la vanguardia, ajeno al hormigón y el embaldosado. El habitante de Carcosa, el que peregrina los caminos de tierra; que se mide la valentía con el hierro de las vías del tren; el que conoce las sendas de su barrio como a las líneas de su mano; el que vaga, con el popular don de la pata de perro y la inabarcable capacidad de asombro.
Crecimos en este territorio descalabrado por el que damos todo. Formamos parte de una comunidad con nombre de poema de Federico García Lorca, sentimos el filo punzante del acero, nos tatuamos la cartografía del arrabal para no perdernos, para no perder la cabeza ni los lazos de pertenencia con las costumbres y las tradiciones de los sobrevivientes. Gente de ganaderías y haciendas rotas, donde no cabe la colectividad del Estado sino la de las botas de campo. Dependientes del abismo del sueño, el tormento y la tormenta en el lugar donde impera la soledad, en el mundo fuera del mundo.
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En la serie fotográfica Cátedra sobre cómo estar solo, de Linda Esperanza Aragón, se retrata la misma narrativa: personas al borde de la nada o la nada al borde de las personas. Encuadradas por el mar en ángulos desprovistos. La escala de grises agrava la nostalgia y los recluye en el abandono. Son los pies ligeros de la desdicha ¿o quizá la dicha se encuentra en la luz desvanecida y la tibieza de la soledad?
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Para Linda Esperanza Aragón, su obra consiste en llevar la fotografía como se lleva un bote al mar. Navegar el mensaje, el entusiasmo sobre las personas y rostros tan parecidos al suyo, ese es el voltaje que la empuja sobre las montañas de la servidumbre, tan necesaria para producir la fotografía definitiva, y en ella está la energía. Al final, como escribiría John Donne: “Ningún hombre es una isla, completo por sí mismo. Cada cual es una pieza del Continente, una parte del Océano”.