“Sólo el amor nos permite saber de qué estamos hechos realmente”: Lilly de Ungar
En agosto de 2021, la librera austriaca Lilly de Ungar cumple 100 años. Su historia al frente de la Librería Central, en Bogotá, es una de las más apasionantes del sector libresco en Colombia.
Santiago Díaz Benavides - @santiescribe_
Para la familia Ungar, que me acogió.
Uno nunca sabe a ciencia cierta hacia dónde lo llevarán sus pasos. Se puede coquetear, vagamente, con la idea de que todo se encuentra planeado de antemano, pero lo cierto es que vamos por ahí como ciegos a merced de un lazarillo. A veces, sin haberlo previsto, nos tropezamos con algún bache. No sabemos si podremos levantarnos, pero lo hacemos. Creemos que se trata de algo malo, terrible, que no tenía por qué habernos ocurrido, pero es justo ese tipo de circunstancias las que nos permiten, con el tiempo, entender lo que somos y lo que hemos venido a hacer en este mundo. Claro, es imposible tener una certeza total sobre nuestra labor en esta vida, pero no es difícil comprender que todos estamos aquí para recorrer un camino hasta finalizarlo. Esos baches con los que tropezamos ella y yo, cada uno en su momento, con varios años y kilómetros de diferencia, y esos pasos que alguna vez nos guiaron, nos llevaron, sin sospecharlo siquiera, a encontrarnos un día.
Cuando la guerra estalló, Austria decidió aliarse con Alemania y los Bleier entendieron rápidamente que si querían salvarse, lo único que podían hacer era exiliarse en un país que estuviera fuera del alcance del führer. La suya era la realidad de muchos judíos que tuvieron que verse obligados a dejarlo todo para sobrevivir. El primero en llegar a Colombia, un paraje más que desconocido, fue Raoul, el hermano mayor. Gracias a él, los demás pudieron venir. El padre y las dos hermanas mellizas, Gertrude y Lilly. La madre había fallecido un tiempo atrás. Era el año de 1938.
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Una vez acoplados a su nueva realidad, la familia tuvo que hacérselas para lograr encajar en un país tan distinto al suyo. Se establecieron, primero en Medellín, y luego en Bogotá. Con Raoul ya adaptado a las dinámicas de trabajo, las hermanas salieron a buscar la forma de sustentarse a sí mismas y contribuir con el hogar. Lilly, bastante joven para ese momento, había nacido en Viena, el 30 de agosto de 1921, hablaba inglés con fluidez, además del alemán, y tenía ya algunas bases del español. Así se lanzó a buscar trabajo en lo que fuera y un día, al interior de un ascensor de un edificio al que había ido porque le dijeron que allí podrían darle trabajo, se encontró con Norman Echavarría Olózaga, el presidente de la empresa Fabricato. Como todavía no habla muy bien el español y necesita algunas indicaciones para llegar al sitio indicado, se dirige al hombre en inglés y le dice que va para donde los austriacos, que está buscando trabajo. Echavarría le entiende y le pregunta qué sabe hacer. “Si usted necesita que le maneje un avión, aprendo”, responde ella. Y es así como consigue su primer trabajo, manejando las cuentas de la compañía, especialmente las que venían del extranjero.
Tan solo unos meses después, en un tren rumbo a Útica, conoce a quien sería el amor de su vida, padre de sus hijos, y compañero hasta el final de sus días: Hans Ungar. El resto es historia ya conocida. Juntos, ambos inmigrantes austriacos, después de un tiempo de idas y venidas, se hicieron cargo de la Librería Central, tras la muerte de Paul Wolf en 1946, quien había dirigido el lugar casi que desde su fundación.
La Librería Central fue fundada en 1936 por el poeta mexicano Gilberto Owen, quien se encontraba en el país cumpliendo funciones de diplomático. Al momento de abrir el lugar pensó en el nombre 1936, por el año de la apertura, y así empezó todo. Catorce meses después tuvo que vender el sitio, pues necesitaba regresar a México, y fue Paul Wolff, también inmigrante austriaco, quien le puso el nombre con el que se conoce hoy. Tras su muerte, la esposa de este le ofreció a Hans Ungar, habitual visitante de la librería, la posibilidad de dirigirla, y así pasó.
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Ochenta y cinco años después, la Central es una de las librerías tradicionales de Bogotá. En la década de los 50 fue uno de los puntos de encuentro cultural más importantes del país. Fue uno de los pocos sitios que contó en esa época con una amplia selección de títulos en alemán, además de revistas importadas desde Europa y Estados Unidos. Antiguamente ubicada en el Pasaje Santa Fe (hoy Plazoleta del Rosario), la librería albergó, también, una de las primeras galerías de arte del país. La Galería El Callejón fue la primera de la ciudad, fundada en 1946 en asocio de Casimiro Eiger, uno de los personajes más importantes en el ambiente artístico de la Bogotá de aquella época. Por esa galería desfilaron importantes artistas de Colombia: Botero, Obregón, Grau, Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann, entre otros. Hicieron allí sus primeras muestras individuales, siempre apoyados por los dueños de la librería. Mientras que Hans se encargaba de abastecer el catálogo del sitio, Lilly llevaba las relaciones comerciales. Los dos se complementaron siempre de manera especial, tanto en su vida familiar como en el trabajo.
Luego de unos años, a causa de la venta del edificio al Banco de la República, la librería y la galería se trasladaron al norte de Bogotá, en la Avenida 82 con carrera 11, para luego moverse una vez más, en el año 1994, a la altura de la calle 94 con carrera 13. En este espacio funciona actualmente la librería, fiel a su estilo inicial, y pese a la muerte de Ungar en 2004, Lilly Bleier se mantuvo firme al frente del lugar. De hecho, desde aquel día en el ascensor, no había parado de trabajar. Todas las mañanas se despertaba para venir a la librería y atender a los visitantes. Entre las 9:30 y las 18:30 se le podía ver sentada en su silla, recibiendo alguna visita, recomendando algún libro, o de pie, moviéndose entre las mesas, ordenando y delegando. Siempre estaba ofreciendo algo: chocolates, manzanas, gomitas de dulce, tinto. Con ella, en la librería siempre había tinto. En las tardes, cuando no había mucha gente, salía a tomar el sol a la entrada de la librería y saludaba a quienes caminaban por ahí. Siempre mantuvo intacta su hospitalidad y vitalidad. De no ser por el arribo de la pandemia del Covid-19, ella aún estaría yendo a la librería, pero a todos nos cambió la vida en aquel momento. A la fecha, ya son casi dos años sin poder visitar el lugar que la mantiene con vida.
Amante de los perros y las flores. Lilly Bleier ha pasado más de la mitad de su vida trabajando como librera. Uno de sus postres favoritos es el brownie, y tiene una debilidad declarada por el chocolate. Disfruta como nadie que le lean y se entusiasma mucho cuando alguien aprende algo gracias a su consejo. Madre de dos hijos, abuela de cinco nietos, y bisabuela de siete bisnietos, en agosto de 2021 cumple 100 años. Su historia al frente de la Librería Central es una de las más apasionantes del sector libresco en Colombia. Su influencia en la educación, la política, el arte y la literatura colombianas ha sido de gran valía. Es una de las primeras mujeres libreras de nuestra historia y una inspiración para muchos.
La conocí en noviembre de 2019. En esa época, yo recién había cumplido 25 años y ella ya rondaba los 98. Recuerdo que en la primera conversación que sostuvimos me vi en la necesidad de levantar la voz para que alcanzara a escucharme. Todo en ella se encontraba de maravilla, considerando su edad, a excepción de su oído y sus pulmones. “Siéntese”, me dijo. Era lo que solía decirles a todos los visitantes que llegaban a la librería. Lo que ella no sabía, desde luego, era que yo no venía para visitarla, sino que comenzaría a trabajar allí, como el librero encargado de la Librería Central.
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Ahora que ha pasado algo de tiempo, mi memoria, de repente, se ha hecho más ligera, como si intentara deshacerse de recuerdos para cargarse con nuevas experiencias. Y antes de que se me escapen estos que rememoran mis días al interior de esa librería, escribo esto. Uno de estos recuerdos me permite caer en la cuenta de que antes de ese encuentro aquella tarde lluviosa, Lilly y yo ya nos habíamos conocido. En algún momento, y puede que mi memoria lo haya inventado, puede que yo esté creyendo en una ilusión, cuando tenía 12 o 14 años, visité por primera vez la librería. No sabía nada acerca de su historia y tampoco intuía nada de lo que vendría después. Yo sólo era un muchacho que caminaba por ahí y cada tanto se refugiaba entre los libros. Esa vez entré al lugar porque, seguramente, me había perdido. La recuerdo a Lilly estando ahí, sentada al fondo del salón, con aquel mapa a su espalda y las fotos familiares adornando el contorno. Sus ojos verdes no se dejaron ver demasiado, pero bastó para que me fijara en su mirada. Eran los ojos más hermosos que había visto, pero también los más severos. Yo pensé, en ese instante, que me iba a reprender por haber entrado sin saludar. Antes tenía la idea de que no debía hablarle a nadie que no conociera, solo por el hecho de que un día me habían dicho que no se debía confiar en extraños. Pero, allí, en ese momento, Lilly Bleier no era una extraña para mí. Cuando la vi tuve la sensación de que ya la conocía, que algo nos unía. “Siga. Está en su casa”, dijo. No recuerdo si le respondí en ese momento, sólo sé que me sentí en casa después de esas palabras, en una casa como la que yo quería tener, llena de libros. “Aquí puede sentarse a leer lo que quiera. Nadie lo va a molestar”. De repente, sus ojos verdes se tornaron más amables y no recuerdo otro instante en que una mirada me haya resultado más fascinante. Me fui de allí, después de un rato, sin saber que con los años regresaría para ver a diario esos ojos.
Fui el librero de ese lugar durante año y medio, y aunque poco fue el tiempo que pude compartir con la llamada “Decana de los libreros en Colombia”, su historia de vida impactó de maneras insospechadas en mí. Hoy la recuerdo, como casi a diario, por ser la mujer que me enseñó que sólo el amor, más que cualquier otra cosa, nos permite saber de qué estamos hechos realmente. Espero que estos 100 años se conviertan en 105, y luego en 110, así hasta llegar a los 200, porque lo cierto es que, en el momento en que llegue a faltar Lilly de Ungar en nuestra vida cultural, un gran pedazo de nuestra historia se habrá desmoronado. Yo ansío que no ocurra.
Para la familia Ungar, que me acogió.
Uno nunca sabe a ciencia cierta hacia dónde lo llevarán sus pasos. Se puede coquetear, vagamente, con la idea de que todo se encuentra planeado de antemano, pero lo cierto es que vamos por ahí como ciegos a merced de un lazarillo. A veces, sin haberlo previsto, nos tropezamos con algún bache. No sabemos si podremos levantarnos, pero lo hacemos. Creemos que se trata de algo malo, terrible, que no tenía por qué habernos ocurrido, pero es justo ese tipo de circunstancias las que nos permiten, con el tiempo, entender lo que somos y lo que hemos venido a hacer en este mundo. Claro, es imposible tener una certeza total sobre nuestra labor en esta vida, pero no es difícil comprender que todos estamos aquí para recorrer un camino hasta finalizarlo. Esos baches con los que tropezamos ella y yo, cada uno en su momento, con varios años y kilómetros de diferencia, y esos pasos que alguna vez nos guiaron, nos llevaron, sin sospecharlo siquiera, a encontrarnos un día.
Cuando la guerra estalló, Austria decidió aliarse con Alemania y los Bleier entendieron rápidamente que si querían salvarse, lo único que podían hacer era exiliarse en un país que estuviera fuera del alcance del führer. La suya era la realidad de muchos judíos que tuvieron que verse obligados a dejarlo todo para sobrevivir. El primero en llegar a Colombia, un paraje más que desconocido, fue Raoul, el hermano mayor. Gracias a él, los demás pudieron venir. El padre y las dos hermanas mellizas, Gertrude y Lilly. La madre había fallecido un tiempo atrás. Era el año de 1938.
Le sugerimos: “Changó, el gran putas”: Sentido de cooperación vs. prurito de acumulación (II)
Una vez acoplados a su nueva realidad, la familia tuvo que hacérselas para lograr encajar en un país tan distinto al suyo. Se establecieron, primero en Medellín, y luego en Bogotá. Con Raoul ya adaptado a las dinámicas de trabajo, las hermanas salieron a buscar la forma de sustentarse a sí mismas y contribuir con el hogar. Lilly, bastante joven para ese momento, había nacido en Viena, el 30 de agosto de 1921, hablaba inglés con fluidez, además del alemán, y tenía ya algunas bases del español. Así se lanzó a buscar trabajo en lo que fuera y un día, al interior de un ascensor de un edificio al que había ido porque le dijeron que allí podrían darle trabajo, se encontró con Norman Echavarría Olózaga, el presidente de la empresa Fabricato. Como todavía no habla muy bien el español y necesita algunas indicaciones para llegar al sitio indicado, se dirige al hombre en inglés y le dice que va para donde los austriacos, que está buscando trabajo. Echavarría le entiende y le pregunta qué sabe hacer. “Si usted necesita que le maneje un avión, aprendo”, responde ella. Y es así como consigue su primer trabajo, manejando las cuentas de la compañía, especialmente las que venían del extranjero.
Tan solo unos meses después, en un tren rumbo a Útica, conoce a quien sería el amor de su vida, padre de sus hijos, y compañero hasta el final de sus días: Hans Ungar. El resto es historia ya conocida. Juntos, ambos inmigrantes austriacos, después de un tiempo de idas y venidas, se hicieron cargo de la Librería Central, tras la muerte de Paul Wolf en 1946, quien había dirigido el lugar casi que desde su fundación.
La Librería Central fue fundada en 1936 por el poeta mexicano Gilberto Owen, quien se encontraba en el país cumpliendo funciones de diplomático. Al momento de abrir el lugar pensó en el nombre 1936, por el año de la apertura, y así empezó todo. Catorce meses después tuvo que vender el sitio, pues necesitaba regresar a México, y fue Paul Wolff, también inmigrante austriaco, quien le puso el nombre con el que se conoce hoy. Tras su muerte, la esposa de este le ofreció a Hans Ungar, habitual visitante de la librería, la posibilidad de dirigirla, y así pasó.
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Ochenta y cinco años después, la Central es una de las librerías tradicionales de Bogotá. En la década de los 50 fue uno de los puntos de encuentro cultural más importantes del país. Fue uno de los pocos sitios que contó en esa época con una amplia selección de títulos en alemán, además de revistas importadas desde Europa y Estados Unidos. Antiguamente ubicada en el Pasaje Santa Fe (hoy Plazoleta del Rosario), la librería albergó, también, una de las primeras galerías de arte del país. La Galería El Callejón fue la primera de la ciudad, fundada en 1946 en asocio de Casimiro Eiger, uno de los personajes más importantes en el ambiente artístico de la Bogotá de aquella época. Por esa galería desfilaron importantes artistas de Colombia: Botero, Obregón, Grau, Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann, entre otros. Hicieron allí sus primeras muestras individuales, siempre apoyados por los dueños de la librería. Mientras que Hans se encargaba de abastecer el catálogo del sitio, Lilly llevaba las relaciones comerciales. Los dos se complementaron siempre de manera especial, tanto en su vida familiar como en el trabajo.
Luego de unos años, a causa de la venta del edificio al Banco de la República, la librería y la galería se trasladaron al norte de Bogotá, en la Avenida 82 con carrera 11, para luego moverse una vez más, en el año 1994, a la altura de la calle 94 con carrera 13. En este espacio funciona actualmente la librería, fiel a su estilo inicial, y pese a la muerte de Ungar en 2004, Lilly Bleier se mantuvo firme al frente del lugar. De hecho, desde aquel día en el ascensor, no había parado de trabajar. Todas las mañanas se despertaba para venir a la librería y atender a los visitantes. Entre las 9:30 y las 18:30 se le podía ver sentada en su silla, recibiendo alguna visita, recomendando algún libro, o de pie, moviéndose entre las mesas, ordenando y delegando. Siempre estaba ofreciendo algo: chocolates, manzanas, gomitas de dulce, tinto. Con ella, en la librería siempre había tinto. En las tardes, cuando no había mucha gente, salía a tomar el sol a la entrada de la librería y saludaba a quienes caminaban por ahí. Siempre mantuvo intacta su hospitalidad y vitalidad. De no ser por el arribo de la pandemia del Covid-19, ella aún estaría yendo a la librería, pero a todos nos cambió la vida en aquel momento. A la fecha, ya son casi dos años sin poder visitar el lugar que la mantiene con vida.
Amante de los perros y las flores. Lilly Bleier ha pasado más de la mitad de su vida trabajando como librera. Uno de sus postres favoritos es el brownie, y tiene una debilidad declarada por el chocolate. Disfruta como nadie que le lean y se entusiasma mucho cuando alguien aprende algo gracias a su consejo. Madre de dos hijos, abuela de cinco nietos, y bisabuela de siete bisnietos, en agosto de 2021 cumple 100 años. Su historia al frente de la Librería Central es una de las más apasionantes del sector libresco en Colombia. Su influencia en la educación, la política, el arte y la literatura colombianas ha sido de gran valía. Es una de las primeras mujeres libreras de nuestra historia y una inspiración para muchos.
La conocí en noviembre de 2019. En esa época, yo recién había cumplido 25 años y ella ya rondaba los 98. Recuerdo que en la primera conversación que sostuvimos me vi en la necesidad de levantar la voz para que alcanzara a escucharme. Todo en ella se encontraba de maravilla, considerando su edad, a excepción de su oído y sus pulmones. “Siéntese”, me dijo. Era lo que solía decirles a todos los visitantes que llegaban a la librería. Lo que ella no sabía, desde luego, era que yo no venía para visitarla, sino que comenzaría a trabajar allí, como el librero encargado de la Librería Central.
Le sugerimos: “Amnesia in litteris”
Ahora que ha pasado algo de tiempo, mi memoria, de repente, se ha hecho más ligera, como si intentara deshacerse de recuerdos para cargarse con nuevas experiencias. Y antes de que se me escapen estos que rememoran mis días al interior de esa librería, escribo esto. Uno de estos recuerdos me permite caer en la cuenta de que antes de ese encuentro aquella tarde lluviosa, Lilly y yo ya nos habíamos conocido. En algún momento, y puede que mi memoria lo haya inventado, puede que yo esté creyendo en una ilusión, cuando tenía 12 o 14 años, visité por primera vez la librería. No sabía nada acerca de su historia y tampoco intuía nada de lo que vendría después. Yo sólo era un muchacho que caminaba por ahí y cada tanto se refugiaba entre los libros. Esa vez entré al lugar porque, seguramente, me había perdido. La recuerdo a Lilly estando ahí, sentada al fondo del salón, con aquel mapa a su espalda y las fotos familiares adornando el contorno. Sus ojos verdes no se dejaron ver demasiado, pero bastó para que me fijara en su mirada. Eran los ojos más hermosos que había visto, pero también los más severos. Yo pensé, en ese instante, que me iba a reprender por haber entrado sin saludar. Antes tenía la idea de que no debía hablarle a nadie que no conociera, solo por el hecho de que un día me habían dicho que no se debía confiar en extraños. Pero, allí, en ese momento, Lilly Bleier no era una extraña para mí. Cuando la vi tuve la sensación de que ya la conocía, que algo nos unía. “Siga. Está en su casa”, dijo. No recuerdo si le respondí en ese momento, sólo sé que me sentí en casa después de esas palabras, en una casa como la que yo quería tener, llena de libros. “Aquí puede sentarse a leer lo que quiera. Nadie lo va a molestar”. De repente, sus ojos verdes se tornaron más amables y no recuerdo otro instante en que una mirada me haya resultado más fascinante. Me fui de allí, después de un rato, sin saber que con los años regresaría para ver a diario esos ojos.
Fui el librero de ese lugar durante año y medio, y aunque poco fue el tiempo que pude compartir con la llamada “Decana de los libreros en Colombia”, su historia de vida impactó de maneras insospechadas en mí. Hoy la recuerdo, como casi a diario, por ser la mujer que me enseñó que sólo el amor, más que cualquier otra cosa, nos permite saber de qué estamos hechos realmente. Espero que estos 100 años se conviertan en 105, y luego en 110, así hasta llegar a los 200, porque lo cierto es que, en el momento en que llegue a faltar Lilly de Ungar en nuestra vida cultural, un gran pedazo de nuestra historia se habrá desmoronado. Yo ansío que no ocurra.