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Soñado en 1987 (Cuentos de sábado en la tarde)

Parece increíble que Jair Calvo haya muerto de un infarto. Que yo sepa, no era obeso ni tenía males cardiacos. Pero sí era hombre de placeres desbordados, o mundanos, como decía mi madre. De la pandilla inseparable y venturosa de nueve forajidos ya no hay nada. Solo tres habíamos conseguido sobrevivir a esa adolescencia huérfana y pendenciera. Ahora quedamos Danilo y yo. Sé que él vive en España y pinta casas para mantenerse.

Juan Sebastián Padilla Suárez
19 de junio de 2021 - 06:44 p. m.
"Meses después tuve aquel sueño. Estábamos en el patio del colegio, los nueve, riéndonos a carcajadas no sé de qué".
"Meses después tuve aquel sueño. Estábamos en el patio del colegio, los nueve, riéndonos a carcajadas no sé de qué".
Foto: Pixabay
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Hay recuerdos de la adolescencia que fácilmente se amontonan en olvido, pero hay otros que se clavan en la memoria como un verso viejo. Pienso en el señor Arcesio, el abuelo de Danilo, mientras agonizaba entre lentos parpadeos y débiles ahogos. Arrodillado, al pie de su cama, le pedí que regresara a contarme qué hay después de cruzar la luz. Nunca regresó. Y recuerdo, con cierto horror, el sueño que tuve una mañana de 1987. No sé si Jair lo recordó antes de morir. La cosa sucedió más o menos como voy a contarla.

Una noche planeamos atracar la casa de los Hernández, la familia más acomodada del barrio; no eran ricos, pero comían bien. Tenían familiares en Londres que mensualmente giraban dinero. No era la primera vez, lo hacíamos con frecuencia en otras casas. Eran pillerías de chicos, no entrabamos armados, no amordazábamos a nadie ni decíamos quietos, esto es un asalto. Tampoco robábamos cosas de valor, era una suerte de pacto: cada uno podía llevarse algo, pero respetando el código de saqueo. Piratas modestos, o marineros de agua dulce, más bien. Por ejemplo, cuando entrabamos a la casa de Arturo, el costeño, yo me llevaba algunos pesos de colección. A Danilo le gustaban los lapiceros finos, porque se los vendía a los profesores del colegio; a César, las navajas curiosas, con talles extraños o vainas de cuero. El azar es caprichoso: años después, César murió de una puñalada que le arrimaron por la espalda.

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Escogimos un sábado, o domingo, no recuerdo bien, en todo caso era fin de semana, porque los Hernández salían cada viernes a pasear. Acordamos entrar a la casa a las nueve de la mañana; también distribuimos lo roles: quién sería el campanero, quién el cerrajero y quiénes los rateros. Yo tenía una misión importante: dar aviso cuando los Hernández salieran. El día del atraco me desperté a las ocho, un poco ansioso. Le dije a mis padres que estaría en la cancha, y llevé el balón para que fuera creíble. Salí y me senté a dos casas, con el balón en las piernas, para fingir. No veía movimiento en la casa, entonces me acerqué al garaje y vi por una hendija que el carro no estaba. Ya habían salido.

La señal era un silbido raro que yo sabía hacer tapándome una fosa nasal. Todos llegaron. Después, mientras el resto fingíamos hablar en círculo, Orlando, el más flaco —y feo—, intentaba abrir la puerta con dos alambres cruzados. Logramos entrar y lo primero que hicimos fue ir a la cocina. Arrasamos con la nevera. Luego nos acostamos en la sala a ver televisión. Nos sentíamos como los Hernández: bien comidos y apoltronados, a la espera de la remesa de Londres.

Nos cansamos y empezamos a recorrer la casa. Unos se quedaron en la planta baja y otros subimos. Nos tardamos poco más de una hora. Volvimos a la sala y pusimos todo lo que encontramos encima de una mesa. Después de hacer un trueque planeamos la huida. No podíamos salir todos al mismo tiempo, tampoco uno por uno, como habíamos entrado, porque ya eran más de las once y podían vernos. Decidimos salir por el patio y rodear la avenida hasta llegar al barrio. Pero cuando empezamos a saltar la verja sentimos abrir la puerta principal.

No podíamos continuar porque las latas tronaban cada que trepábamos. Cinco alcanzaron a volarse. Los que no alcanzamos nos agachamos debajo del lavadero; juramos —ingenuos— que la persona que había entrado volvería a salir pronto. Seguíamos allí, escondidos, y escuchamos unos pasos torpes y pesados.

Fue inevitable que nos vieran. Nos escondimos creyendo que tal vez era uno de los Hernández (Armando, el borracho, por ejemplo) que había olvidado ir al baño. Pero no fue así. La puerta del patio se abrió y vimos a la vieja Ruth, una vecina que les ayudaba con el aseo. Era gorda y tenía el cuello tieso. Apretamos los labios y respiramos despacio. No le quitábamos la mirada de encima. Por un momento sospeché que nos habíamos salvado, y les hacía gestos de calma con las manos. La vieja caminaba de un lugar a otro; hacía esto y aquello; iba de salida pero dudó y se regresó; regó las matas y descolgó una ropa. Otra vez iba de salida, pero había olvidado colgar de nuevo los ganchos; al regresar a sujetarlos en la cuerda nos vio, ahí, acurrucados, y pálidos, por supuesto.

La gorda Ruth nos odiaba a muerte desde que César hizo abortar a la hija pegándole un balonazo en la barriga. No dudamos que nos iba a delatar y que le iba a contar a todo el barrio, porque era chismosa, además. Aunque fuimos malos muchachos teníamos familias decentes (algunos, no todos), y siempre nos preocupó que nos sorprendieran robando.

Pero la vieja no tuvo tiempo de pronunciar palabra, antes de abrir la boca, Jair se paró de un salto y la empujó. Aunque estiró los brazos para tratar de amortiguar el golpe, cayó en seco contra un sardinel. La sangre espesa le salía de la cabeza y caía por las escaleras. Jair nos miró con el miedo agolpado en la cara. Rompió a llorar. Trepamos la verja y corrimos. Al otro lado, en la avenida, nos esperaban los que salieron primero. Les contamos todo. La cuestión se terminó ahí: prometimos guardar silencio y no volver a robar.

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Meses después tuve aquel sueño. Estábamos en el patio del colegio, los nueve, riéndonos a carcajadas no sé de qué. Les dije que me alegraba dejar atrás el accidente en casa de los Hernández. No respondieron. Algo no está bien, pensé, y me aparté. Nada estaba bien. Cuando volví con ellos, la policía le cerraba las esposas a Jair. Los otros me señalaban y farfullaban insultos. Sentí un vértigo frío. Corrí detrás de los policías y les traté de impedir el camino. Jair lloraba, como el día que mató a la gorda Ruth. Yo también lloraba y les decía que por favor lo soltaran. No pude seguirlos porque después de unas escaleras los perdí de vista.

Me desperté sudando, muy confundido. Quería contarle el sueño a Jair y reírme de lo patético que estuve. Salí a buscarlo, pero no fue necesario ir hasta su casa, Jair estaba al frente de la mía, esperándome con una piedra en cada mano y mirándome con ojos de rencor.

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

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