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                                                                                                                                Soñado en 1987 (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                Parece increíble que Jair Calvo haya muerto de un infarto. Que yo sepa, no era obeso ni tenía males cardiacos. Pero sí era hombre de placeres desbordados, o mundanos, como decía mi madre. De la pandilla inseparable y venturosa de nueve forajidos ya no hay nada. Solo tres habíamos conseguido sobrevivir a esa adolescencia huérfana y pendenciera. Ahora quedamos Danilo y yo. Sé que él vive en España y pinta casas para mantenerse.

                                                                                                                                Juan Sebastián Padilla Suárez

                                                                                                                                "Meses después tuve aquel sueño. Estábamos en el patio del colegio, los nueve, riéndonos a carcajadas no sé de qué".
                                                                                                                                Foto: Pixabay
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Una noche planeamos atracar la casa de los Hernández, la familia más acomodada del barrio; no eran ricos, pero comían bien. Tenían familiares en Londres que mensualmente giraban dinero. No era la primera vez, lo hacíamos con frecuencia en otras casas. Eran pillerías de chicos, no entrabamos armados, no amordazábamos a nadie ni decíamos quietos, esto es un asalto. Tampoco robábamos cosas de valor, era una suerte de pacto: cada uno podía llevarse algo, pero respetando el código de saqueo. Piratas modestos, o marineros de agua dulce, más bien. Por ejemplo, cuando entrabamos a la casa de Arturo, el costeño, yo me llevaba algunos pesos de colección. A Danilo le gustaban los lapiceros finos, porque se los vendía a los profesores del colegio; a César, las navajas curiosas, con talles extraños o vainas de cuero. El azar es caprichoso: años después, César murió de una puñalada que le arrimaron por la espalda.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La señal era un silbido raro que yo sabía hacer tapándome una fosa nasal. Todos llegaron. Después, mientras el resto fingíamos hablar en círculo, Orlando, el más flaco —y feo—, intentaba abrir la puerta con dos alambres cruzados. Logramos entrar y lo primero que hicimos fue ir a la cocina. Arrasamos con la nevera. Luego nos acostamos en la sala a ver televisión. Nos sentíamos como los Hernández: bien comidos y apoltronados, a la espera de la remesa de Londres.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Fue inevitable que nos vieran. Nos escondimos creyendo que tal vez era uno de los Hernández (Armando, el borracho, por ejemplo) que había olvidado ir al baño. Pero no fue así. La puerta del patio se abrió y vimos a la vieja Ruth, una vecina que les ayudaba con el aseo. Era gorda y tenía el cuello tieso. Apretamos los labios y respiramos despacio. No le quitábamos la mirada de encima. Por un momento sospeché que nos habíamos salvado, y les hacía gestos de calma con las manos. La vieja caminaba de un lugar a otro; hacía esto y aquello; iba de salida pero dudó y se regresó; regó las matas y descolgó una ropa. Otra vez iba de salida, pero había olvidado colgar de nuevo los ganchos; al regresar a sujetarlos en la cuerda nos vio, ahí, acurrucados, y pálidos, por supuesto.

                                                                                                                                La gorda Ruth nos odiaba a muerte desde que César hizo abortar a la hija pegándole un balonazo en la barriga. No dudamos que nos iba a delatar y que le iba a contar a todo el barrio, porque era chismosa, además. Aunque fuimos malos muchachos teníamos familias decentes (algunos, no todos), y siempre nos preocupó que nos sorprendieran robando.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Podría interesarle leer: Sin corona (Cuentos de sábado en la tarde)

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                                                                                                                                Me desperté sudando, muy confundido. Quería contarle el sueño a Jair y reírme de lo patético que estuve. Salí a buscarlo, pero no fue necesario ir hasta su casa, Jair estaba al frente de la mía, esperándome con una piedra en cada mano y mirándome con ojos de rencor.

                                                                                                                                "Meses después tuve aquel sueño. Estábamos en el patio del colegio, los nueve, riéndonos a carcajadas no sé de qué".
                                                                                                                                Foto: Pixabay
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Una noche planeamos atracar la casa de los Hernández, la familia más acomodada del barrio; no eran ricos, pero comían bien. Tenían familiares en Londres que mensualmente giraban dinero. No era la primera vez, lo hacíamos con frecuencia en otras casas. Eran pillerías de chicos, no entrabamos armados, no amordazábamos a nadie ni decíamos quietos, esto es un asalto. Tampoco robábamos cosas de valor, era una suerte de pacto: cada uno podía llevarse algo, pero respetando el código de saqueo. Piratas modestos, o marineros de agua dulce, más bien. Por ejemplo, cuando entrabamos a la casa de Arturo, el costeño, yo me llevaba algunos pesos de colección. A Danilo le gustaban los lapiceros finos, porque se los vendía a los profesores del colegio; a César, las navajas curiosas, con talles extraños o vainas de cuero. El azar es caprichoso: años después, César murió de una puñalada que le arrimaron por la espalda.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Fue inevitable que nos vieran. Nos escondimos creyendo que tal vez era uno de los Hernández (Armando, el borracho, por ejemplo) que había olvidado ir al baño. Pero no fue así. La puerta del patio se abrió y vimos a la vieja Ruth, una vecina que les ayudaba con el aseo. Era gorda y tenía el cuello tieso. Apretamos los labios y respiramos despacio. No le quitábamos la mirada de encima. Por un momento sospeché que nos habíamos salvado, y les hacía gestos de calma con las manos. La vieja caminaba de un lugar a otro; hacía esto y aquello; iba de salida pero dudó y se regresó; regó las matas y descolgó una ropa. Otra vez iba de salida, pero había olvidado colgar de nuevo los ganchos; al regresar a sujetarlos en la cuerda nos vio, ahí, acurrucados, y pálidos, por supuesto.

                                                                                                                                La gorda Ruth nos odiaba a muerte desde que César hizo abortar a la hija pegándole un balonazo en la barriga. No dudamos que nos iba a delatar y que le iba a contar a todo el barrio, porque era chismosa, además. Aunque fuimos malos muchachos teníamos familias decentes (algunos, no todos), y siempre nos preocupó que nos sorprendieran robando.

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