Stalin: fuerza de acero

El georgiano, educado en Tiflis, proveniente de una familia humilde, mostró sus grandes dotes de liderazgo y su compromiso revolucionario ganándose la confianza del mismo Lenin y sus camaradas. A pesar de Trotski, que lo consideraba un hombre resentido y mediocre, supo hacerse más grande que todos sus contradictores.

Ángela Martín Laiton
13 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
Stalin murió el 5 de marzo de 1953. / Ilustración: Fernando Carranza
Stalin murió el 5 de marzo de 1953. / Ilustración: Fernando Carranza

Enérgico despertó aquella mañana el tirano, buscó su vieja parka y la vistió, se montó en un par de esquíes y se colgó un fusil de caza. Caminó trece kilómetros, de pronto divisó 24 perdices en las ramas de un árbol, con sigilo las contó: 1, 2, 3… llegó a 24. No cabía duda, era el número al que había llegado desde el principio. ¡Qué mala suerte! Justo había traído doce cartuchos, pero el impasse no lo detuvo en su ambición. Empuñó el arma, apuntó con el silencio de una fiera ávida de alimento, sonaron doce disparos que dieron en el blanco, mató a doce, volvió a casa por los mismos 13 kilómetros, recogió cartuchos rápidamente y se encaminó al árbol lleno de perdices. Cuando regresó las doce que faltaban continuaban allí intactas, disparó con frialdad y las mató a todas.

Reina el silencio en la sala, nadie se atreve a reír, mucho menos a contradecir la heroica historia que el tirano acaba de narrar a su séquito de colaboradores. Todos ellos comparten el baño, con excepción del zar rojo, quien cuenta con uno propio; acabada la reunión van al baño y refunfuñan contra la historia de las perdices, los ha creído estúpidos a todos, por quién los toma, es obvio que ningún animal por tonto que parezca se quedará esperando la vuelta del cazador, no cabe siquiera la frase cerebro de pájaro para tildarlos de idiotas, porque hasta los pájaros se irían. El dictador ríe con la picardía de un niño que burla a otros: está tras la puerta, espiándolos, gozando de la airada discusión, regocijándose en el miedo que infunde, ninguno se atrevería a refutarle una broma, ni siquiera a disfrutarla. La risa es su privilegio.

La anécdota fue recuperada con grandeza por Milan Kundera en una de sus novelas. Pertenece a las memorias de Nikita Jrushchov, el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, quien lo sucedería después de esa noche en que, igual que a Lenin y Roosevelt, un derrame cerebral lo dejara en cama. Todos estaban a su alrededor, presenciando la caída del hombre de acero, “la stal”, “soy de acero”, gritaba en sus discursos. El camarada Stalin, el hombre que edificó el sueño industrializador de Rusia, el que sacralizó sus ansias de expansión, quien la subió al podio de superpotencia, quien erigió el sueño comunista de los proletarios del mundo ante los ojos perplejos del capitalismo. Él, el sucesor de Lenin, el enemigo de los traidores, el que encontró traidores en cada rincón, el totalitarista, el ambicioso, el anticristo, al que acusaron de psicópata. Estaba muriendo ante la impotencia de sus hombres de confianza. Cruel y certera es la narración de su hija Svetlana, que describe el hecho en Veinte cartas a un amigo: “Mi padre tuvo una muerte terrible y difícil. La agonía fue angustiosa. Se extinguía a los ojos de todos. De improviso, en el último minuto, abrió los ojos y dirigió una mirada a toda la asistencia, una mirada extraña, furiosa, llena de temor ante la muerte, así como ante los rostros desconocidos de los médicos que se inclinaban sobre él. Su mirada se posó en todos los presentes en una fracción de minuto y, entonces, en un gesto horroroso que aún hoy no puedo comprender, ni tampoco puedo olvidar, levantó la mano izquierda, la única que podía mover...”.

Años atrás, Svetlana Alliluyeva huiría del Kremlin, asfixiada por los espías y la persecución de su padre en todos los ámbitos de su vida. Aquella niña sin madre contemplaba la soledad y la desdicha después de descubrir que su progenitora se había disparado en la sien a causa de su papá. Le habían mentido siempre, la quisieron al margen de los enemigos políticos de su familia, pero esto era imposible para la hija de Stalin. Sintió ganas de correr y lo hizo, salió de las manos poderosas de su familia mientras atrás le gritaban acusándola de alta traición a la patria. Rebelde como la sangre que le corría por las venas, huyó dejando sus dos hijos atrás, buscando su libertad, como un felino en fuga, asustado entre alguna jauría esteparia. Fuera del poder de los soviets, con su apellido e historia a cuestas, el mundo le estrelló en el rostro la realidad; no existía un lugar del planeta donde pudiera huir del karma de ser ella misma.

A Yakov, el mayor de sus hijos, lo envió a la guerra en defensa de la causa soviética frente a la invasión alemana. Durante la batalla de Smolensko fue capturado y trasladado a un campo de concentración nazi. Sus camaradas se mantuvieron leales sin que nadie lo delatara como el hijo de Stalin durante dos años. Una riña con un compañero de celda lo llevaría directo a las altas esferas nazis: el hijo del mismísimo Stalin era prisionero. En la afrenta de Stalingrado, y al ver perdida la guerra contra las indómitas estepas rusas, Alemania propuso el canje de Yakov Stalin por el del general Friedrich von Paulus, hombre cercano a Hitler. La respuesta de Stalin dejó sin aliento hasta a sus enemigos: “Yo no tengo ningún hijo llamado Yakov. Además, es ridículo canjear soldados por generales”.

Lo advirtió Lenin hablando de la enfermedad infantil del izquierdismo en los albores de la revolución, y años después lo dejó explícito en su testamento político, en donde aclaró que, a pesar de considerar a Stalin como un hombre brillante y valiente, era demasiado brusco, “y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el cargo de secretario general. Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otros puestos y de nombrar para este cargo a otro hombre que aventaje al camarada Stalin en todos estos aspectos; que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc.”. Aun así, llegado el momento cumbre de la revolución proletaria, nadie se atrevería a mencionar esto al déspota dictador.

El georgiano, educado en Tiflis, proveniente de una familia humilde, mostró sus grandes dotes de liderazgo y su compromiso revolucionario ganándose la confianza del mismo Lenin y sus camaradas. A pesar de Trotski, que lo consideraba un hombre resentido y mediocre, supo hacerse más grande que todos sus contradictores y llevar el proyecto ruso a magnitudes inimaginables, tal como sus atrocidades. En defensa casi impersonal de su grandeza podría afirmarse que es imposible cohesionar con tanto éxito un país del tamaño de la Unión Soviética sin el uso de la fuerza, el miedo y el terror. Protagonista de la lucha y el auge del que se convertiría en un sueño revolucionario inspirador para las clases obreras del mundo, terminó sus días huraño y desconfiado, después de sufrir la traición o la sospecha al menos de todos los que lo rodeaban.

Satíricamente narrado por George Orwell en Rebelión en la granja, uno de los escritores que más se opusieron al régimen y el expansionismo soviético. Orwell construye una historia de animales que cansados de trabajar para los hombres organizan su propio proyecto revolucionario comandado por los cerdos, quienes después del triunfo de la rebelión poco a poco van traicionando sus propios ideales. Esta crítica directa a los totalitarismos del siglo XX, señalando de asesinos tanto a los gulags como los nacionalismos exacerbados, terminó fulminante:

“No existía duda de lo que sucediera a las caras de los cerdos. Los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién”.

Por Ángela Martín Laiton

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