Stephen King y “aquel maldito Buick Roadmaster”
Fragmento de “Buick 8, un coche perverso”, la historia de un coche con su propia vida, perversa y maliciosa. Sello editorial Debolsillo.
Stephen King * / Especial para El Espectador
Pensilvania, 1979. Llega un extraño a una gasolinera para repostar. Conduce un Buick modelo 1954 pero en perfecto estado. El conductor va al baño y nunca reaparece. La policía se hace cargo del coche, que ahora no funciona, y lo guarda en una nave detrás de la comisaría. Fragmento del primer capítulo:
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Pensilvania, 1979. Llega un extraño a una gasolinera para repostar. Conduce un Buick modelo 1954 pero en perfecto estado. El conductor va al baño y nunca reaparece. La policía se hace cargo del coche, que ahora no funciona, y lo guarda en una nave detrás de la comisaría. Fragmento del primer capítulo:
Apoyé la frente contra el cristal (como tantas veces) y me hice pantalla con las manos para eliminar el poco reflejo que pudiera haber en un día nublado. En efecto, parecía un Buick de los de antes, pero casi como nuevo, tal como había dicho el chaval. La típica y reconocible rejilla Buick de los cincuenta, que me recordaba la boca de un cocodrilo metálico. El adorno de los guardabarros traseros, que siempre nos parecía «tan guapo». La franja blanca en los neumáticos. Con lo oscuro que estaba el interior del cobertizo B, cualquiera habría dicho que era negro. En realidad era azul oscuro, lo que se llama «azul medianoche».
Es verdad que en 1954 Buick fabricaba Roadmasters en azul oscuro —lo había verificado Schoondist—, pero no de ese modelo exacto. A la pintura se le veía una especie de textura irregular, como de coche repintado de adolescente.
Aquí dentro es zona de terremotos, dijo Curtis Wilcox.
Me llevé un susto tan grande que retrocedí. Llevaba un año muerto, pero me había hablado directamente en el oído izquierdo. O él o algo.
—¿Qué pasa? —preguntó Ned—. Pareces haber visto un fantasma.
Estuve a punto de decir he oído uno, pero mi respuesta fue otra:
—Nada.
—¿Seguro? Has dado un brinco.
—Es que me ha dado un escalofrío. Pero no me pasa nada.
—Bueno, y ¿del coche qué me dices? ¿De quién es?
Vaya preguntita.
—No lo sé —dije.
—Pues ¿por qué está aquí dentro tan a oscuras? ¡Anda, que si tuviera yo un modelito así, con tantos accesorios, lo iba a dejar en esta porquería de barraca! ¡Encima antiguo! —Se le ocurrió algo—. ¿Qué pasa, es el coche de algún delincuente? ¿Es una prueba de algún caso?
—Se podría decir que está embargado. Robo de servicios.
Era el argumento que habíamos usado nosotros. No mataba, pero ya había dicho el propio Curtis que para colgar el sombrero solo se necesita un clavo.
—¿Qué servicios?
—Siete dólares de gasolina.
No tuve el coraje de decirle quién la había puesto en el depósito.
—¿Solo siete dólares?
—Hombre —dije yo—, para colgar el sombrero solo se necesita un clavo.
Me miró con cara de perplejidad. Yo también le miré, pero no dije nada.
—¿Podemos entrar? —acabó preguntando—. Para verlo más de cerca.
Volví a apoyar la frente contra la ventana y leí el termómetro colgado en la viga, redondo y soso como la luna. Lo había comprado Tony Schoondist en el Tru-Valer de Statler, y lo había pagado de su propio bolsillo, no con la calderilla del cuartel. El padre de Ned lo había colgado de la viga. Como un sombrero en un clavo.
A pesar de que fuera, donde estábamos nosotros, había como mínimo treinta grados, y ya se sabe que en los cobertizos mal ventilados siempre hace más calor, la aguja roja del termómetro estaba justo entre el uno y el tres de 13.
—No, ahora no —dije.
—¿Por qué? —Y añadió, como dándose cuenta de que era una respuesta un poco descortés, por no decir ligeramente grosera—. ¿Qué pega hay?
—Ahora mismo no es seguro.
Me observó varios segundos, en el transcurso de los cuales se le borró de la cara el interés y la curiosidad y volvió a ser el mismo niño a quien tantas veces había visto yo en el cuartel, y nunca más claro que el día de conseguir plaza en Pitt. El niño sentado en el banco de fumadores con lágrimas en las mejillas, y ganas de saber lo que quiere saber cualquier niño del mundo cuando le arrebatan a un ser querido: ¿Por qué ha pasado? ¿Por qué me ha pasado justo a mí? ¿Hay alguna razón o solo es una especie de ruleta desquiciada? Si tiene algún sentido, ¿cómo reacciono? Si no, ¿cómo lo aguanto?
—¿Tiene algo que ver con mi padre? —preguntó—. ¿Era su coche?
Su intuición daba miedo. No, no había sido el coche de su padre… ¿Cómo iba a serlo, si en realidad ni siquiera era un coche? Pero sí, había sido el coche de su padre. Y mío… de Huddie Royer… de Tony Schoondist… de Ennis Rafferty… Quizá de Ennis del que más. De Ennis en un sentido que nunca habíamos podido entender ninguno de los otros. Ni querido. Ned había preguntado de quién era el coche. Supuse que la auténtica respuesta era que de Troop D, de la policía estatal de Pensilvania. Pertenecía a todos los polis, de antes y de ahora, que estaban al corriente de lo que guardábamos en el cobertizo B. Sin embargo, durante casi todos los años que había estado en nuestra custodia, el Buick había sido propiedad especial de Tony y del padre de Ned. Eran sus conservadores, los eruditos del Roadmaster.
—No es que fuera de tu padre —dije, consciente de haber dudado demasiado—, pero él estaba al tanto.
—¿Al tanto de qué? ¿Y mi madre? ¿También lo sabía?
—Ahora solo lo sabemos nosotros —dije.
—Quieres decir Troop D.
—Exacto. Y seguirá siendo así. —Tenía un cigarrillo en la mano, pero casi no me acordaba de haberlo encendido. Lo tiré al asfalto y lo aplasté—. No es cosa de nadie más.
Respiré hondo.
—Ahora, que si tienes muchas ganas de saberlo te lo cuento. Ya eres de los nuestros. Aunque te falte un poco de rodaje. —Era una frase habitual de su padre, de esas que se te pegan—. Hasta puedes entrar y mirar.
—¿Cuándo?
—Cuando suba la temperatura.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver la temperatura que haga dentro?
—Hoy salgo a las tres —dije, y señalé el banco—. Si no llueve, quedamos aquí; si llueve, en el piso de arriba, o si tienes hambre en el Country Way. Supongo que tu padre habría querido que lo supieras.
¿Era verdad? Confieso que no tenía ni idea, pero mi impulso de contárselo era bastante fuerte para merecer el calificativo de intuición, y a saber si de orden directa del más allá. No soy religioso, pero vaya, que en esas cosas un poco sí que creo. Y me acordé de lo que se decía antes: o te cura o te mata; démosle una buena dosis de satisfacción a este gato tan curioso.
¿Saber satisface? En general, que yo sepa, no, pero no quería que Ned se fuera a Pitt en septiembre estando igual que en julio, con un carácter alegre que se encendía y se apagaba como las bombillas mal enroscadas. Me pareció que tenía derecho a conocer algunas respuestas. Ya sé que a veces no las hay, pero tuve ganas de intentarlo. Me pareció que estaba obligado, a pesar de los riesgos.
Terremotos —me dijo al oído Curtis Wilcox—. Cuidado, que aquí dentro es zona de terremotos.
—¿Qué, Sandy, otro escalofrío? —me preguntó el chaval.
—Sí, parece que sí —dije.
No llegó a llover. Cuando salí a reunirme con Ned en el banco que está de cara al aparcamiento y al cobertizo B, encontré a Arky Arkanian fumándose un cigarrillo y hablando con él de béisbol. Al aparecer hizo ademán de marcharse, pero le dije que se quedara.
—Voy a contarle a Ned lo del Buick que guardamos allí dentro —dije, señalando el desvencijado cobertizo con la cabeza—. Así, si se le ocurre avisar a los de blanco porque el sargento jefe de Troop D ha perdido la chaveta, me respaldas tú, que por algo también estabas.
A Arky se le borró la sonrisa. Se había levantado una brisa caliente que le alborotaba el pelo gris.
—Sargento, ¿seguro que es buena idea?
—La curiosidad mató al gato —dije—, pero…
—… la satisfacción lo resucitó —terminó Shirley a mi espalda—. Como decía el agente Curtis Wilcox, «con una buena dosis». ¿Se puede, o está reunido el club de los hombres?
—En el banco de fumadores no hay discriminación de sexos —dije—. Siéntate, por favor.
Shirley, como yo, acababa de terminar el turno, y la había relevado Steff Colucci en comunicaciones.
Se sentó al lado de Ned, le sonrió efusivamente y se sacó del bolso una cajetilla de Parliament. Corría el año 2002, estábamos informados desde hacía mucho tiempo y seguíamos suicidándonos sin manías. Increíble. Claro que, teniendo en cuenta que vivimos en un mundo donde los borrachos pueden atropellar a polis del estado justo al lado de un camión de dieciocho ruedas, y donde de vez en cuando aparecen Buicks falsos en gasolineras de verdad, tampoco es tan increíble. El caso es que entonces, para mí, tanto daba.
Entonces tenía una historia que contar.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Stephen King. Sus títulos más recientes son Holly, Cuento de Hadas, Billy Summers, Después, La sangre manda, El Instituto, Elevación, El visitante (cuya adaptación audiovisual se estrenó en HBO en enero de 2020), La caja de botones de Gwendy (con Richard Chizmar), Bellas durmientes (con su hijo Owen King), El bazar de los malos sueños, la trilogía Bill Hodges (Mr. Mercedes, Quien pierde paga y Fin de guardia), Revival y Doctor Sueño. La novela 22/11/63 (convertida en serie de televisión en Hulu) fue elegida por The New York Times Book Review como una de las diez mejores novelas de 2011 y por Los Angeles Times como la mejor novela de intriga del año. Los libros de la serie La Torre Oscura e It han sido adaptados al cine, así como gran parte de sus clásicos, desde Misery hasta El resplandor pasando por Carrie, El juego de Gerald y La zona muerta.