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Delante de mis ojos aparece un nombre: Vincent. Es una firma hecha con pintura negra. Aparece de nuevo, esta vez en color rojo. En segundos, la sala está inundada de luz y el nombre se multiplica incontables veces. Imágenes de diferentes tamaños y colores, son esquinas de cuadros célebres que Van Gogh reclama como propios. El artista se negaba a utilizar su apellido, pues temía que fuese muy difícil de pronunciar. Recurrió entonces a firmar sus piezas como Vincent. La música que acompaña la muestra cambia, los nombres se difuminan y, en su lugar, aparece el rostro de su portador. Es su autorretrato más célebre, y seguramente el último que realizó. Un fondo de óleos azules, él mirando al espectador, vestido de traje. Pero esta imagen es ligeramente diferente a la que se encuentra en el Museo de Orsay, en París. Esta vez Van Gogh parpadea, está vivo, como todo lo que lo rodea.
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Beyond Van Gogh presenta 300 piezas del artista neerlandés. Todas cobran vida. Rayos de luz amarillos se deslizan por las paredes, se congregan y arremolinan, y de a pocos nace la luna de La noche estrellada. Los molinos, de la serie Moulin de la Galette, también se mueven como si en realidad soplara el viento parisino. La idea de este montaje surgió en Canadá, con un grupo de creativos que se dedicó durante un año a construir la muestra. De acuerdo con Leo Zarrabeitia, el productor general de Beyond Van Gogh, cada 30 segundos de animación digital es el resultado de un trabajo de tres meses, debido al gran tamaño y a la alta resolución de las imágenes.
La exposición inmersiva cuenta, a través de fragmentos de cartas con su hermano, la historia del pintor. “El amor siempre causa problemas, es verdad, pero hay que aceptar a su favor que da energía”, es la primera frase que se lee, una carta que le escribió el artista a Theo van Gogh, en marzo de 1884. Las letras cuentan, de manera íntima, su vida y la inagotable búsqueda por encontrar un oficio que lo apasionara. Van Gogh trató de ejercer como comerciante de arte, como su hermano, y predicador, hasta que finalmente, en 1880, encontró, en el ejercicio de pintar, un sentido de vida. Lo inevitable. “En la vida y también en la pintura puedo prescindir fácilmente de Dios, pero no puedo, sufriendo como lo hago, prescindir de algo más grande que yo, que es mi vida, el poder de crear”, escribió en 1888.
Las cartas, que comienzan a intercambiar los hermanos en 1872, narran algunos de los hitos vitales del posimpresionista: su llegada a París y el anhelo siempre constante de estar en contacto con el campo y la naturaleza; su traslado a Arles, en el sur de Francia; el incidente de su oreja; su ingreso al manicomio en Saint-Rémy-de-Provence, donde pintó La noche estrellada, para morir conocer el alcance de su trabajo.
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La exhibición evoca la idea de libertad. No solo por aquella licencia creativa que permite el formato, como afirman en una de las salas, “una exposición sobre un pintor de renombre sin las pinturas mismas: una tarea imposible transformada aquí en una oportunidad increíble. La improbable combinación de lo digital y lo clásico le permite a uno sumergirse en ese mundo de la pintura, para experimentarlo desde adentro, vibrar con él”, sino también por la libertad que defendía el mismo Van Gogh. “No apagues tu inspiración y poder de imaginación, no te conviertas en un esclavo del modelo”, escribió.
La eternidad, o si se quiere ser menos ambicioso, la atemporalidad. Esa es una de las grandes conclusiones que me quedan al salir de Beyond Van Gogh. A mi alrededor, decenas de personas pudieron admirar de primera mano obras pintadas hace 150 años. Algunos suspiraban, otros pretendían estar desprevenidos mientras sus conocidos les tomaban fotografías con sus celulares. Todos parecían estar disfrutando el hecho de estar dentro de un cuadro de Van Gogh.
Las tres salas que componen la exhibición permiten al espectador interactuar con el espacio mientras reconocen la importancia de la obra de Van Gogh en la historia y en el arte. Ver sus pinturas a la par de acercarse a su vida. Entender que más allá de la técnica, el valor de su legado yace en la siguiente frase que le escribió a su hermano en La Haya, el 22 de octubre de 1882: “También creo que puede suceder que uno tenga éxito, y no hay que empezar por desesperarse, incluso si uno pierde aquí y allá, e incluso si a veces se siente una especie de declive, el punto es, sin embargo, revivir y tener coraje, aunque las cosas no salgan como se pensaron en un primer momento”.
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