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La octava novela de Jorge Franco, El vacío en el que flotas (sello Alfaguara), me llamó la atención porque es una mirada distinta a los efectos que nos causa la violencia y, a partir de la historia de una familia que pierde a su hijo en la explosión de una bomba, lleva al lector a explorar el juego de vacíos existenciales de sus personajes. (Recomendamos: Entrevista de Nelson Fredy Padilla al líder inga Hernando Chindoy, por su doctorado en la Universidad de las Artes de Londres).
A nivel de estructura narrativa no se parece a ninguno de sus libros previos; ni a la historia vertiginosa de Rosario Tijeras (1999), ni a las vidas aventureras de Reina y Marlon, los migrantes protagonistas de Paraíso Travel (2001), ni a la de Larry, el hijo de un mafioso que regresa a Medellín en El cielo a tiros (2018), para citar las obras más conocidas de Franco. Si la ficción sobre el castillo de Isolda la tituló El mundo de afuera, ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2014, esta se podría titular el mundo de adentro, porque se siente desde las entrañas, las pérdidas, los miedos, los traumas y las soledades de cada vida recreada. De esto hablé con Franco.
Como siempre, Jorge busca nuevas miradas a la violencia. Me generó interés metafórico Celmira, víctima a través de la cual usted profundiza dolores como la ausencia de los desaparecidos. ¿Cómo surgieron ese tipo de personajes?
El origen de todo esto no está muy explícito en la novela, pero sí tiene que ver con el tema víctimas. Yo asistí, a comienzos del 2019, a la demolición del edificio Mónaco de Pablo Escobar. Esa implosión me marcó bastante. Lo que se hizo obedecía a algo que me parecía muy importante al advertir el discurso de que Medellín representa una historia universal en nuestra historia violenta. Hasta ese momento se les estaba dando un papel protagónico a los victimarios, es decir, Escobar era como la figura más importante de nuestra historia reciente y se estaba cambiando un poco la mirada hacia él. Estaba todo este asunto de los narcotours y la exaltación de ese trasegar por la violencia. Y lo que se trató de hacer con la destrucción de ese edificio fue darle el papel protagónico a quienes realmente se lo merecían, que eran las víctimas de esa violencia que nos dejó el narcotráfico. Esta novela no tiene que ver nada con narcotráfico ni con Escobar, pero sí es contar un poco qué pasa con estas víctimas en el día a día, víctimas cotidianas que son miles en Colombia, personas que sufren una tragedia, una pérdida y tienen que seguir adelante, tienen que seguir pedaleando la vida porque no hay otra alternativa.
Hay otros protagonistas igual de interesantes que muestran sus cicatrices en forma de vacíos existenciales.¿Qué buscaba?
Sí. Son una excusa también para mostrar los vacíos que dejan las ausencias, ya sean forzadas por la violencia o, como en el caso de otro personaje, por falta de una historia propia, de un pasado que no le permite poner los pies en la tierra con propiedad. Otro personaje maneja un vacío permanente producto de la discriminación de la pobreza y también de la culpa propia. Entonces muestro un poco cómo evoluciona la vida de estos personajes. La historia comienza con un niño y vemos la evolución de ese niño que fue separado violentamente de sus padres. Y como estos padres tienen que asumir esa pérdida y también la pérdida de la pareja, porque la misma crisis lleva a la desaparición de esa pareja. Ese niño llega a convertirse en un escritor muy reconocido, pero marcado por ausencias muy fuertes.
Son personajes muy distintos a Larry, de “El cielo a tiros” –su novela previa–, el hijo de un mafioso que regresa a Medellín porque al papá lo mataron y en ese retorno usted reconstruye las vidas. Acá el punto de vista narrativo es desde personas que parecen estar al margen de la violencia, pero están procesando pérdidas tan grandes como la de un hijo. Es más, la novela usted la dedica a su hija Valeria. ¿Perder a un hijo debe ser muy tenaz?
Yo creo que no hay mayor tragedia en la vida. Es el dolor más grande que pueda llegar a sentir un ser humano. Y de alguna manera, siento que abordar esos miedos a través de la escritura es una manera también de conjurarlos. No me está salvando de nada, pero sí es una forma de especular qué se sentiría, cómo podría ser ese dolor y ese miedo.
Con Celmira logra encarnar tantas víctimas olvidadas cuya transparencia dice mucho. ¿Cierto?
Hay algo importante en su papel y es que no es una víctima que está haciendo uso de su condición de víctima; no está lucrándose ni moralmente, ni éticamente, ni comercialmente. Por el contrario, surgen muchas preguntas, por ejemplo, ¿qué le está permitido a una víctima, a una madre que pierde un hijo? ¿Cómo va a encarrilar su vida afectiva, su vida amorosa? ¿Podrá volver a intentar la búsqueda del placer sexual? Todo eso le genera a ella conflicto, porque supuestamente lo que tenemos concebido como víctima está ligado al dolor, son personas dominadas por el dolor, y es cierto, el dolor no se va, pero también queda la vida. En el caso de Celmira es interesante ver cómo mientras transcurre su vida, o la de Sergio, de todas maneras se va construyendo paralelamente la vida del ausente.
Recordé novelas que leí recientemente, como “Dora Bruder”, de Patrick Modiano, la reconstrucción de la vida de esa niña que desapareció en París al final de la Segunda Guerra Mundial, o “Lo que no tiene nombre”, de Piedad Bonnett, sobre la vida y muerte de su joven hijo. En su caso, enfatiza lo metafórico porque invita al lector a ir construyendo los vacíos en que flota como ser humano.
Unos más otros menos, creo que todos hemos trasegado por vacíos, periodos de vacíos frente a muchos asuntos, por eso esta es una propuesta, en su estructura y en su escritura, muy lúdica. Hay una especie de juegos de muñecas rusas en el que una historia contiene a la otra y queda una ambivalencia. En ese aspecto no se tiene muy claro quién cuenta a quién, quién escribe la historia, porque hay dos personajes que están escribiendo un libro. El padre del niño y este niño que se hace un autor famoso y, además, ya ha publicado otro libro, entonces tenemos como tres libros por ahí rondando en la historia. Me gusta mucho incurrir en ese tipo de juegos para que el lector participe y llegue a deleitarse.
Quiero detenerme en el sentido de la intimidad y cómo permite distintos niveles de narración. ¿Eso lo facilitan determinados capítulos narrados en segunda persona?
Sí. Hay en unos capítulos una especie de conciencia que le reclama a este niño que se convierte luego en escritor y gana un premio literario muy jugoso, lo convierte en un personaje famoso y al mismo tiempo lo castra creativamente. Esa conciencia está siempre retándolo, pulsándolo a que despierte y siga, pero por la misma crianza que tuvo es un personaje lleno de ambigüedades, inseguro, lleno de dudas y de miedos.
Esa ambigüedad es la que hace interesante ese proceso personal. Leo un aparte donde está ese tono. Página 207: “Te despiertas sobre un tapete y ves el vaso vacío del último trago. No reconoces el tapete ni el vaso, nada de lo que abarca tu mirada, y sientes un yunque sobre tu cabeza, un martillo dentro del cráneo que te obliga a cerrar los ojos otra vez. Intentas recordar y lo único que sale a flote es la nada”.
Me parece muy interesante porque es admirable en la medida en que va procesando y rehaciendo su vida.
Hay sentimientos flotando en el vacío, asimilables a lo que pasa en este país: odio y sed de venganza.
Sed de venganza es una pregunta constante que tiene Celmira. Si cobrar venganza le servirá para calmar un poco su dolor, su odio y su rabia. Creo que es una pregunta que nos hacemos a diario. Este es un país lamentablemente marcado por muchos odios, mucha división, mucha polarización y estamos siempre cobrándonos cuentas, y eso lo que hace es prolongar un círculo vicioso de violencia que no nos está llevando a ningún lado.
Eso se encarna en un personaje ambivalente como Uriel.
Uriel es el que cría a este niño y pone en cuestión muchos juicios morales, porque es, de alguna manera, una persona a la que califico como un monstruo. Tiene un gran pecado en esta historia que generó muchísimo dolor, pero al mismo tiempo es un ser cariñoso, con un deseo de paternidad muy grande y que trata de brindarle a este niño todo el amor, la protección y lo que le puede dar a pesar de su pobreza. Algunos lectores me han comentado que no saben si odiarlo o quererlo, es como un monstruo bueno.
Hablemos de ese vacío en que seguimos flotando los colombianos por esa violencia que siempre ha estado en sus libros. ¿Estamos condenados a sufrirla eternamente?
Como colombiano y como habitante de este planeta, creo que lo único en que el ser humano no ha logrado una evolución concreta es en el tema de la violencia. No hemos superado muchos escollos, aunque la humanidad está mucho mejor que antes en aspectos de violencia. Antes todo se dirimía a través de actos violentos y hemos logrado avanzar un poco. La condición humana está ligada a lo violento y si echamos una mirada a la historia de la literatura, lo que ha venido contando a través de los siglos es nuestra violencia en libros como La Ilíada, de Homero, que cuenta una gran guerra con lujo de detalles. Ahora también vemos la violencia desde el punto de vista íntimo, la violencia psicológica, la violencia familiar y la violencia política que hemos venido padeciendo y lo que hacemos es mostrar esas fisuras de la condición humana.
Pero ¿qué opina de la violencia mafiosa colombiana, que se recicla y ahora vemos regiones sometidas por bandas mutantes de los carteles, del narcoterrorismo de los años 80 y 90, de las guerrillas y del paramilitarismo?
Son bandas mafiosas así las llamen con unos eufemismos que confunden todavía mucho más. Creo que se están aprovechando de muchas condiciones políticas, pero que realmente en el trasfondo está lo mismo: un poder por el narcotráfico, una ambición grandísima de dinero, de control de territorios, y en ese sentido estamos dando un retroceso muy grande. A mí me ha llamado mucho la atención todo el proceso de Medellín y lo conté un poco también en la novela anterior, El cielo a tiros, porque ha sido una especie de laboratorio en Colombia, es decir, lo que pasa en Medellín se estudia y ha mutado hacia otros lugares de Colombia e, incluso, hacia otras partes de Latinoamérica.
¿Cómo el caso de Ecuador ahora?
Exacto. El caso del Ecuador es revivir la época cuando aquí en Colombia hubo esa racha de asesinatos de candidatos a la Presidencia. En El cielo a tiros veía que el discurso estaba volviendo a lo mismo, como una tendencia a repetir la historia, a cometer los mismos errores. Lo poco que hemos superado, muy rápidamente volvemos a perderlo. Lamento que eso genera una desesperanza muy grande en los colombianos, sin decir que estamos condenados a esta violencia. Pero uno se pregunta: ¿Cuándo cesarán las masacres, los ataques a la policía, los asesinatos a líderes, la guerra entre las bandas del narcotráfico, la lucha por los territorios? Y me parece que no dejamos de repetir nuestra historia.
¿Por qué necesitó cinco años para pasar de ese punto de vista de lo mafioso al punto de vista de las víctimas marginadas?
Esta novela pasó por procesos muy interesantes. Yo había comenzado a escribirla un poquito antes de la pandemia, por eso esta vez me demoré un poco más de lo habitual en publicar. Luego viene la pandemia, que me dejó mirando para el techo, creo que a casi todos desconcertados, en una incertidumbre tremenda. Sentí mucha angustia durante mucho tiempo. Luego recuperé la escritura y parte de esa incertidumbre más que tener ver con la violencia sí tiene que ver con el sentir de personajes que están ahí como en una inercia de la que les cuesta salir. Para mí fue difícil salir de ese espasmo y me costó también recuperar la escritura.
Y se fue a vivir a Estados Unidos.
Estoy viviendo allá por mi hija, que es una bailarina de ballet muy talentosa y siempre procuramos ayudarla a que cumpla ese sueño de ser bailarina profesional y lo está logrando. Llegamos en plena pandemia a una cultura diferente, entonces eso me sacó un poco de la historia. A veces pensaba en Ánderson, ese personaje de la novela que está bloqueado, que no puede volver a escribir, que tiene que recuperar ese hábito. Yo, en un momento dado, despierto, recapacito, le meto el acelerador a la historia y logro avanzar y terminarla. El resumen es que logro capitalizar ese vacío precisamente y la novela, paradójicamente, termina construyéndose así.
Estamos en la sala de redacción de El Espectador, a nuestras espaldas hay un retrato de don Guillermo Cano, el director asesinado por Pablo Escobar, y subrayo el aporte de la literatura al volver sobre las cicatrices que ha dejado la historia para transformarlas en memoria narrativa. ¿Eso ha marcado su proceso creativo?
Cuando yo estaba escribiendo esta historia pensé mucho en El Espectador, así no haya una ciudad nombrada, que puede ser Medellín, Bogotá o cualquier ciudad del mundo. Es un lugar marcado por las ruinas que deja el terrorismo, que dejan las explosiones. Cuando yo pongo a los personajes a mirar eso por la ventana, a mi memoria venía siempre esa imagen, que todavía me pone los pelos de punta, de la sede de El Espectador totalmente demolida por aquella bomba y toda la tragedia humana que hubo detrás de eso producto de un terrorismo demente en tantos lugares, que no tenía ninguna explicación más allá de sembrar miedo, de generar terror. Me parece azarosa esa práctica de coger los ventanales de donde vivíamos y cruzarlos con unas equis con cintas aislantes grandes para evitar que con las explosiones esos vidrios nos cortaran, tratar de que se mantuvieran ahí a pesar de que se hayan roto. Eran aspectos de esa violencia que se volvieron parte de la vida cotidiana, nos fuimos acostumbrando y todavía, cuando regreso, entro a un centro comercial, veo los perros antiexplosivos y recuerdo las ruinas y digo no, no, no.