“Superman: Dawnbreaker”, capítulo del libro de Matt de la Peña
El superhéroe de todos los tiempos cumplió 85 años de creado y como homenaje publicamos esta versión de Clark Kent, sello Montena, que es parte de la serie DC ICONS 3.
Matt de la Peña * / Especial para El Espectador
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La tormenta llegó prácticamente sin previo aviso. Un relámpago iluminó las gafas de Clark mientras se apiñaba bajo el toldo de la cafetería Java Depot con tres antiguos compañeros del equipo de fútbol americano, y todos se quedaron mirando el repentino diluvio que azotaba las calles del centro de Smallville. La contundente lluvia los había obligado a estar codo con codo, y aunque Clark fingía un poco de amnesia, casi parecía como en los viejos tiempos, cuando él y los del equipo eran uña y carne. (Prográmese con los eventos de hoy en la Feria Internacional del Libro de Bogotá).
Dudaba de que volvieran a estar tan unidos algún día. Y aún menos después de haberlos dejado tirados.
A Clark siempre le había maravillado el poder de las tormentas eléctricas, que ponía incluso su propia fuerza misteriosa en perspectiva. Para otros, la tormenta no era más que un fastidio. Un hombre de negocios mayor, que sostenía un maletín encima de su cabeza, fue a toda prisa hacia un todoterreno plateado y abrió la puerta con el mando para meterse dentro. Una gata tricolor se escabulló tras un contenedor de basura, buscando un lugar seco para esperar que cesara el chaparrón.
—¡No podemos quedarnos aquí todo el día! —gritó Paul en medio del estruendo de la lluvia—. Venga, vamos a la biblioteca corriendo.
Kyle se cruzó de brazos y se afianzó en sus talones.
—¿Qué dices, tío? Yo no voy a ninguna parte.
—Supongo que podemos hacer eso aquí. —Tommy volvió la vista a la puerta cerrada de la cafetería antes de girarse hacia Clark—. ¿No te importa, muchachote?
Clark se encogió de hombros, preguntándose a qué se refería con «eso».
Y por qué nadie más podía oírlo.
Se había llevado más que una pequeña sorpresa cuando Tommy Jones, un descomunal jugador de la línea ofensiva, se le había acercado en el instituto porque quería «pasar un rato» con él. También se sorprendió cuando apareció en la cafetería junto al corredor estrella Paul Molina y el fullback Kyle Turner. Después de todo, no habían querido saber nada de Clark durante la mayor parte de aquellos dos años, desde el día en que de pronto dejó el equipo de primero en plena temporada.
Ahora estaban todos allí, otra vez en Main Street. Como si no hubiera ocurrido nada. Pero Clark sabía que tenía que haber una trampa. Tommy levantó la visera de su gorra de béisbol y se aclaró la garganta.
—Supongo que te has enterado de nuestros resultados en la temporada pasada —empezó a decir—. De que... hemos rendido menos de lo esperado.
—Es una manera de decirlo —apuntó Kyle, y Paul negó con la cabeza, indignado.
Clark debería haberlo imaginado. Habían quedado para hablar de fútbol. Porque, cuando se trataba de Tommy, Kyle y Paul, todo era fútbol.
—Bueno, nosotros tres hemos estado hablando. —Tommy, con su mano rolliza, le dio una fuerte palmada a Clark en el hombro—. El año que viene todos estaremos en el último curso y queremos irnos por la puerta grande.
Un enorme trueno retumbó sobre sus cabezas y los tres jugadores de fútbol se estremecieron. Clark jamás había entendido aquella reacción. Hasta las personas más valientes que conocía podían asustarse por un simple trueno. Otro ejemplo de lo diferente que era de sus congéneres. Los chicos intentaron disimular el susto mirando sus teléfonos y contemplando sus bebidas.
Ahí fue cuando Clark notó algo extraño.
A unos treinta metros a su derecha había un hombre flaco como un palo, de unos veintipocos, en medio de la calzada, con los brazos extendidos y la vista clavada en la lluvia torrencial. Llevaba el pelo rapado e iba vestido de marrón de los pies a la cabeza. Una camisa de manga larga marrón. Unos pantalones marrones. Unas botas militares marrones... A Clark aquel tipo le daba mala espina.
—Mirad a ese friki —dijo Paul, al verlo también.
—¿Quién? —preguntó Tommy.
—Allí. —Paul señaló, pero un enorme camión cruzaba lentamente retumbando y les impidió verlo. Cuando por fin pasó, el hombre ya se había marchado.
Paul frunció el entrecejo, rascándose por detrás la cabeza rapada, mientras echaba un vistazo a la calle vacía.
—Estaba ahí de pie hace un segundo. Lo juro.
Clark buscó al hombre también. Gente desconocida al azar vestida de marrón no aparecía como si tal cosa en las calles de Smallville para desaparecer al cabo de unos instantes. ¿Quién era? Volvió la vista hacia el cristal de la Java Depot, donde una docena de personas que reconocía estaban sentadas ante pequeñas mesas redondas, bebiendo café y charlando. Haciendo los deberes. Refugiándose de la tormenta.
Se preguntó si alguno de ellos habría visto a aquel tipo.
Con tanta rapidez como había comenzado, ahora la lluvia había amainado y tan solo chispeaba. El vapor se elevaba de una Main Street empapada y unas gotas grandes caían de los árboles. Bajaban por los parabrisas de los coches aparcados y descendían zigzagueando por las señales de tráfico. La carretera era un mar de charcos.
—Caminemos —propuso Tommy, y se pusieron en marcha hacia la plaza mientras Clark todavía buscaba al hombre vestido de marrón.
Los cuatro tuvieron que rodear una serie de conos naranjas que delimitaba otra zona en obras. Una emergente economía local había dado lugar a una seria transformación del centro de Smallville en los últimos años. Ya no estaban las tiendas con escaparates cubiertos con tablones ni los edificios en ruinas de cuando Clark era pequeño. En su lugar, había modernos restaurantes, oficinas inmobiliarias, una urbanización de lujo en desarrollo y dos nuevas y relucientes sucursales bancarias. Ahora parecía siempre haber en marcha múltiples proyectos de construcción, incluyendo la futura sede de la poderosa Mankins Corporation. Pero no trabajaban aquella tarde. La tormenta había convertido Main Street en una calle fantasma.
—Mira, Clark —dijo Tommy, intentando retomar la conversación donde la habían dejado—, todos sabemos que contigo seríamos mucho mejores en el backfield. Bueno, lo que quiero decir es que había una razón por la que no nos vencieron en los partidos en los que jugaste el primer año.
—Sí, antes de que nos dejase tirados —se burló Paul.
Tommy le lanzó una mirada asesina.
—¿Cómo habíamos quedado, tío? Esto va de avanzar. De segundas oportunidades.
Clark se encogió.
Habían pasado dos años y aún no podía digerir la idea de que había defraudado al equipo. Y luego les había mentido. No había dejado el fútbol para concentrarse en los estudios, como le había contado a todo el mundo entonces. Se fue porque podía haber marcado tantos en cada partido desde la línea de scrimmage. Y sus ganas de demostrar lo que podía hacer —aunque le pareciera mal— se volvían más fuertes con cada juego de pases. Hasta que un día arrolló a Miles Loften durante unos ejercicios de placaje y lo mandó al hospital con las costillas fracturadas, y eso que había placado solo al cincuenta por ciento de su capacidad. Después del entrenamiento, había subido las gradas, donde estuvo sentado solo durante mucho rato aquella noche, contemplando lo que ya le era imposible pasar por alto: lo drásticamente distinto que era. Y lo malo que sería que alguien lo averiguara.
Antes de marcharse del campo de fútbol aquella noche, decidió colgar sus zapatillas de fútbol.
Desde entonces no había vuelto a participar en un deporte de equipo.
Cuando Tommy dejó de caminar, los demás también se detuvieron.
—Voy a ser directo y a decirlo. —Miró a Kyle y Paul antes de girarse hacia Clark—. Te necesitamos.
Kyle asintió con la cabeza.
—Si se incorporas ahora, podrás estar en forma antes de los entrenamientos de verano. Mierda, hasta puede que el entrenador te nombre capitán.
—¿Qué dices, Clark? —Tommy le dio un puñetazo en broma en el brazo—. ¿Podemos contar contigo?
Clark deseaba recuperar a aquellos amigos. Ponerse las hombreras y volver al trabajo. Sentir que era parte de algo otra vez, de algo más grande que él mismo. Pero era imposible. Lesionar a compañeros de equipo y lograr siete touchdowns en un partido ya estaba bastante mal cuando era un novato, así que imaginad si sucediera algo así en el último curso. Con todo el mundo mirando. No podía arriesgarse. Sus padres le habían advertido de lo peligroso que podría ser que el mundo descubriera sus misteriosas habilidades. Y lo último que quería hacer era ocasionar problemas a su familia. Los niños en el colegio ya se burlaban de él por ser demasiado bueno. Demasiado perfecto. Fue la razón por la que empezó a llevar gafas aunque en realidad no las necesitara. Y añadió un par de notables en su boletín de calificaciones.
Clark se colocó bien las gafas y miró la acera.
—Ojalá pudiera —le dijo a Tommy con una voz poco animada—, pero no puedo. Lo siento.
—¿Ves? —intervino Paul—. Ya te dije que no le importábamos una mierda.
—Increíble —añadió Kyle, negando con la cabeza.
Tommy se apartó de Clark.
—Tranquilos, colegas. No podemos obligar al chico a ser leal...
El hombre vestido de marrón dobló una esquina y se topó justo con los cuatro. Chocó enérgicamente con los hombros de Tommy, de manera que su café helado cayó al suelo.
Clark y sus excompañeros de equipo se quedaron en completo silencio durante varios segundos, hasta que Kyle le dio una patada al vaso de plástico en la acera y le gritó al tipo:
—¡Eh, gilipollas! ¡Mira por dónde coño vas!
El hombre se giró, le gritó algo en español y luego escupió en la acera, levantando una navaja, como si les desafiara a decir algo más.
—¡Oye, tiene un cuchillo! —exclamó Paul.
Cuando Clark se puso delante de sus amigos, vio el nerviosismo en los ojos inyectados en sangre de aquel hombre, que farfullaba algo en voz baja.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó Kyle a Paul, que era mexicano y hablaba español en casa.
Paul negó con la cabeza.
—No lo sé. Algo de regresar a Metropolis.
Clark se preguntó si el tipo estaría drogado. ¿Qué otra cosa podía explicar los ojos inyectados en sangre y el hecho de que se quedara ahí plantado bajo la lluvia torrencial? Además, ahora lo estaba atravesando a él en concreto con la mirada.
—Dejémosle en paz —dijo Clark, que se había fijado en la navaja que llevaba en la mano izquierda—. Hay algo raro en su forma de actuar.
—Que le den —intervino Kyle, apartando con el codo a Clark para abrirse paso. Señaló al hombre y gritó—: Nadie choca así contra mi compañero de equipo sin disculparse. ¿Crees que me asusta esa mierda de navaja?
Moviendo la navaja con violencia, el tipo arremetió entonces contra Kyle y le rozó el antebrazo con la hoja del arma antes de retroceder rápidamente.
Kyle miró la sangre que se deslizaba por su brazo y después miró a aquel desconocido.
Entonces se desató el infierno.
Clark dio un salto hacia delante para quitarle al hombre la navaja de la mano de una patada y el arma cayó bajo un coche aparcado. Tommy y Paul dejaron las mochilas en la calle, se abalanzaron sobre el tipo y lo tiraron al pavimento duro y mojado, pero el hombre se las apañó para zafarse de sus manos, se puso en pie de un salto y retrocedió.
Kyle hizo amago de querer unirse a la refriega, pero Clark lo detuvo.
—¡Espera!
—¡No, mierda! ¡Me ha cortado!
Kyle se zafó de Clark y se unió a Tommy y Paul, para ir a por el tipo y acorralarlo en una fila de coches aparcados.
Clark sabía lo desequilibrada que sería la pelea. El hombre tenía ojos de loco y no mostraba ningún miedo, pero sin duda no era rival para los tres corpulentos jugadores de fútbol americano.
Su instinto le impelía a correr e intervenir antes de que nadie saliera gravemente herido. Pero la última vez que había utilizado sus poderes en público había sido un desastre. Era invierno. Iba caminando a la biblioteca cuando vio que un gran camión patinaba al pasar por un extenso tramo de hielo en la autopista 22. Sin pensarlo, corrió hacia él y usó su fuerza para agarrar el inmenso camión antes de que colisionase con el puesto de Frutas y Verduras Alvarez que había a un lado de la carretera. No obstante, corrigió en exceso el impulso del vehículo y lo hizo volcar, de forma que se derramaron un montón de bidones de aceite en la autopista de dos carriles. Había aceite chorreando por todas partes.
Clark nunca olvidaría al conductor al que ayudó en el accidente. El hombre tenía la cara blanca como la nieve y la pierna grotescamente retorcida. ¿Se habría hecho daño si él no hubiera metido las narices? Aquella pregunta lo perseguía desde entonces, por eso se había prometido a sí mismo pararse a pensar antes de volver a intervenir como aquella vez. Pero podía usar la voz.
—¡Dejadlo en paz, chicos! —gritó a sus excompañeros de equipo—. ¡No vale la pena!
El hombre de marrón retrocedió hacia una vieja camioneta antes de escabullirse entre unos coches aparcados y salir corriendo.
Tommy se volvió hacia Kyle para cogerle del brazo ensangrentado y examinar el corte, mientras Paul resoplaba en medio de la calle y recogía su mochila.
Clark siguió con cautela al hombre de marrón hasta la siguiente manzana. Tenía que asegurarse de que se marchaba de verdad, para que nadie resultara herido. Se detuvo en seco cuando el individuo empezó a dar golpes con los puños en el lateral de una camioneta blanca destartalada dentro de la cual el conductor se encogía de miedo al volante. Clark se quedó allí, observando, muy desconcertado. ¿Qué le pasaba a aquel tipo? ¿Por qué golpeaba ese vehículo en concreto, que simplemente estaba parado a un lado de la carretera? El hombre, sin embargo, estaba dándole puñetazos con una sorprendente ferocidad. Tenía los puños ensangrentados.
De repente, se dio la vuelta y se dirigió hacia el otro lado, hacia donde estaban Clark y los jugadores de fútbol. Clark hizo un movimiento para cortarle el paso, pero el tipo fue directo hacia un todoterreno plateado en el que un hombre de negocios de pelo canoso estaba esperando que parase la tormenta. El de marrón abrió la puerta del conductor, sacó al hombre de negocios fuera, se subió al vehículo y encendió el motor.
Clark abrió los ojos de par en par, presa del pánico, cuando el todoterreno se puso en marcha y avanzó a toda velocidad hacia Paul, que todavía estaba arrodillado en la calle, cerrando la cremallera de su mochila.
—¡Cuidado! —vociferó Clark.
Paul se quedó helado cuando oyó el rugido del motor.
Estaba allí, de rodillas, como un pasmarote.
Clark sintió un hormigueo en la piel y la familiar ingravidez de alcanzar la velocidad warp.
La garganta se le cerró al salir disparado sin hacer ruido, con los ojos clavados en el todoterreno que se dirigía como un bólido hacia Paul.
Calculó rápidamente su ángulo, la velocidad del vehículo y su potencial de destrucción, y se lanzó en el último segundo posible. Mientras atravesaba el aire, advirtió la mirada enloquecida del hombre que agarraba el volante; era evidente que estaba perdido, confundido. En aquel instante, comprendió que aquel era un acto que iba mucho más allá de lo que él o nadie podía prever.
Entonces se oyó el ruido de huesos rotos en el impacto.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Matt de la Peña asistió a la University of the Pacific con una beca de baloncesto, y realizó un máster en escritura creativa en la University of San Diego. Actualmente vive en Brooklyn, Nueva York, donde enseña escritura creativa.