Supermán vs el superhombre
Los enemigos del bien parecen surgir de Friedrich Nietzsche en las películas sobre buenos y malos, en una repetición de lo mismo que parece el eterno retorno, tantas veces enunciado por el autor de Zaratustra.
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
Varios superhombres pintados de villanos surgieron de Zaratustra y dijeron lo que él escribió, o parte de lo que escribió, con su respectiva dosis de tergiversación. Lo aprehendieron o intentaron aprehenderlo. Lo resucitaron con Lord Voldemort, por ejemplo, cuando en una conversación con Harry Potter le aclaró en el más puro de los acentos británicos que no existían ni el bien ni el mal, sino las interpretaciones sobre el bien y el mal, y que el fin último de todo hombre era el poder. Lo recrearon con El Guasón, cuando le explicó a Batman que la única manera de vivir la vida a plenitud era sin reglas, sin leyes, porque la única ley para los seres superiores debía ser la no ley.
Los villanos eran él, Nietzsche, o su Zaratustra. Los prohombres, Supermán, Batman o Potter. Unos, poderosos e inteligentes, aunque con una sensatez mediada por psicopatías. Los otros, buenos, enamorados de la ley y la justicia, puros, nobles, sin traumas mayores. La razón sin disfraces, convéngale a quien le convenga, contra las herencias de la bondad, simplemente como herencias. “¿Cuánta verdad soporta, cuanta verdad arriesga un espíritu?”, preguntaba Nietzsche en Ecce Homo para responder que “El error (la creencia en lo ideal) no es ceguera, el error es pereza... Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del valor, de la dureza contra sí mismo, de la limpieza de sí mismo. Hasta ahora la verdad ha estado sistemáticamente prohibida”.
Nietzsche fue, desde su muerte, 25 de agosto de 1900, el enemigo ideal para el statu quo, el hombre a quien había que destruir como hombre y señalar como demente para invalidar sus ideas. Una vez enloquecido el personaje y manchadas sus costumbres, serían deslegitimados sus postulados, que también fueron tomados por una parte, y en muchos casos de sus manuscritos, inacabados y póstumos. Fue prohibido y siguió siendo prohibido, pero la simple prohibición no bastó para anularlo. Luego del “holocausto” contra los judíos, ideado y ejecutado por Adolf Hitler y sus agentes de las SS, autodenominados del Tercer Reich (Reino, en alemán), Nietzsche fue “acusado” de influir en Hitler.
Más que un pecado, decían y dijeron, aquello fue un sacrilegio. El horror. Nietzsche nació en 1844 y Hitler, en 1889. Jamás se encontraron, por supuesto, y Nietzsche, también por supuesto, nunca supo sobre Hitler. Sin embargo, Hitler sí supo de Nietzsche. Supo de él, lo leyó, lo discutió, acogió algunas de sus ideas y, a su modo, le sumó sus propias dosis. Después actuó. Nietzsche arguyó en gran parte de su obra que el hombre está regido, en esencia, por lo que llamó la voluntad de poder, que podría haberse traducido también como la voluntad de poder sobre, o la voluntad de dominio.
Para él, esa voluntad era inherente al ser humano, que debía trabajarla, modelarla y producir una obra artística. Su gran búsqueda fue, siempre, comprender cómo podían ser posibles los grandes hombres y la cultura superior. El arte redimía a la humanidad de su pasado, de sus nefastas herencias, de su conformismo, de su bajeza y de la ordinariez de los hombres convencionales, y lo llevaba hacia la belleza, las alturas y, fundamentalmente, la soledad. Desde allí nacería el hombre nuevo, o el superhombre, que en últimas, eran él y su Zaratustra. Ese hombre nuevo dominaría al resto, debía dominar al resto.
Hitler habló en Mi lucha (Mein Kampf) de hombres superiores, dominadores, aunque lo hizo desde las razas. “Ante todo comprometo a la dirección de la nación y a sus seguidores a un escrupuloso cumplimiento de las leyes raciales y a una inmisericorde resistencia en contra del más nocivo de todos los pueblos, el judaísmo internacional”. La idea de una clase de hombres que estaba por encima de la de los demás era común en ellos dos, Hitler y Nietzsche, como lo fue en Platón, “La masa popular (hoi polloi) es asimilable por naturaleza a un animal esclavo de sus pasiones y sus intereses pasajeros, sensible a la adulación, sin constancia en sus amores y odios; confiarle el poder es aceptar la tiranía de un ser incapaz de la menor reflexión y rigor”, y como la concibieron Richard Wagner y Arthur Shopenhauer.
Cada uno entendió esa superioridad de una manera distinta, más allá de que las aristocracias, las monarquías y los privilegios habían comenzado a romperse en mil pedazos con la Revolución Francesa (1789). Igualdad, legalidad, fraternidad. Desde allí, a partir de allí, las superioridades, las razas, el dominio y el poder fueron temas delicados que sólo eran tratados en círculos muy cerrados, de preferencia intelectuales. Nietzsche, Wagner y Shopenhauer formaban parte de esos círculos, y de esos círculos, en mayor o menor medida, surgieron sus pensamientos y sus obras, que pasado mucho tiempo serían interpretados, reinterpretados y, en algunos casos, tergiversados.
Con el siglo XX, por el cine, la prensa, la radio y la televisión, las ideas, aquéllas y otras cientos de miles, comenzaron a esparcirse. Las originales y sus copias, las teorías valerosas, la verdad por la verdad misma y las difamaciones tendenciosas. Se esparcieron entre las sociedades y penetraron en los individuos, sutil y efectivamente. Los “malos” del cine, de las tiras cómicas, de las novelas ligeras y de las crónicas e informes periodísticos talaron a los cineastas y los lectores. Como en The Wall, los transformaron en hombres idénticos a otros hombres y a otros hombres y a otros hombres, todos con el mismo bien, con el mismo mal e idénticos modelos.
Nietzsche, Shopenhauer, Emil Cioran y unos cuantos más, con sus textos y vidas, eran las representaciones del demonio, pues Hitler hubiera sido demasiado cruel. Poco creíble. Ni siquiera debía nombrársele. Los héroes, comenzando por Micky Mouse, en cambio, eran el bien, y por lo tanto, el paradigma. Y lo siguen siendo.
Varios superhombres pintados de villanos surgieron de Zaratustra y dijeron lo que él escribió, o parte de lo que escribió, con su respectiva dosis de tergiversación. Lo aprehendieron o intentaron aprehenderlo. Lo resucitaron con Lord Voldemort, por ejemplo, cuando en una conversación con Harry Potter le aclaró en el más puro de los acentos británicos que no existían ni el bien ni el mal, sino las interpretaciones sobre el bien y el mal, y que el fin último de todo hombre era el poder. Lo recrearon con El Guasón, cuando le explicó a Batman que la única manera de vivir la vida a plenitud era sin reglas, sin leyes, porque la única ley para los seres superiores debía ser la no ley.
Los villanos eran él, Nietzsche, o su Zaratustra. Los prohombres, Supermán, Batman o Potter. Unos, poderosos e inteligentes, aunque con una sensatez mediada por psicopatías. Los otros, buenos, enamorados de la ley y la justicia, puros, nobles, sin traumas mayores. La razón sin disfraces, convéngale a quien le convenga, contra las herencias de la bondad, simplemente como herencias. “¿Cuánta verdad soporta, cuanta verdad arriesga un espíritu?”, preguntaba Nietzsche en Ecce Homo para responder que “El error (la creencia en lo ideal) no es ceguera, el error es pereza... Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del valor, de la dureza contra sí mismo, de la limpieza de sí mismo. Hasta ahora la verdad ha estado sistemáticamente prohibida”.
Nietzsche fue, desde su muerte, 25 de agosto de 1900, el enemigo ideal para el statu quo, el hombre a quien había que destruir como hombre y señalar como demente para invalidar sus ideas. Una vez enloquecido el personaje y manchadas sus costumbres, serían deslegitimados sus postulados, que también fueron tomados por una parte, y en muchos casos de sus manuscritos, inacabados y póstumos. Fue prohibido y siguió siendo prohibido, pero la simple prohibición no bastó para anularlo. Luego del “holocausto” contra los judíos, ideado y ejecutado por Adolf Hitler y sus agentes de las SS, autodenominados del Tercer Reich (Reino, en alemán), Nietzsche fue “acusado” de influir en Hitler.
Más que un pecado, decían y dijeron, aquello fue un sacrilegio. El horror. Nietzsche nació en 1844 y Hitler, en 1889. Jamás se encontraron, por supuesto, y Nietzsche, también por supuesto, nunca supo sobre Hitler. Sin embargo, Hitler sí supo de Nietzsche. Supo de él, lo leyó, lo discutió, acogió algunas de sus ideas y, a su modo, le sumó sus propias dosis. Después actuó. Nietzsche arguyó en gran parte de su obra que el hombre está regido, en esencia, por lo que llamó la voluntad de poder, que podría haberse traducido también como la voluntad de poder sobre, o la voluntad de dominio.
Para él, esa voluntad era inherente al ser humano, que debía trabajarla, modelarla y producir una obra artística. Su gran búsqueda fue, siempre, comprender cómo podían ser posibles los grandes hombres y la cultura superior. El arte redimía a la humanidad de su pasado, de sus nefastas herencias, de su conformismo, de su bajeza y de la ordinariez de los hombres convencionales, y lo llevaba hacia la belleza, las alturas y, fundamentalmente, la soledad. Desde allí nacería el hombre nuevo, o el superhombre, que en últimas, eran él y su Zaratustra. Ese hombre nuevo dominaría al resto, debía dominar al resto.
Hitler habló en Mi lucha (Mein Kampf) de hombres superiores, dominadores, aunque lo hizo desde las razas. “Ante todo comprometo a la dirección de la nación y a sus seguidores a un escrupuloso cumplimiento de las leyes raciales y a una inmisericorde resistencia en contra del más nocivo de todos los pueblos, el judaísmo internacional”. La idea de una clase de hombres que estaba por encima de la de los demás era común en ellos dos, Hitler y Nietzsche, como lo fue en Platón, “La masa popular (hoi polloi) es asimilable por naturaleza a un animal esclavo de sus pasiones y sus intereses pasajeros, sensible a la adulación, sin constancia en sus amores y odios; confiarle el poder es aceptar la tiranía de un ser incapaz de la menor reflexión y rigor”, y como la concibieron Richard Wagner y Arthur Shopenhauer.
Cada uno entendió esa superioridad de una manera distinta, más allá de que las aristocracias, las monarquías y los privilegios habían comenzado a romperse en mil pedazos con la Revolución Francesa (1789). Igualdad, legalidad, fraternidad. Desde allí, a partir de allí, las superioridades, las razas, el dominio y el poder fueron temas delicados que sólo eran tratados en círculos muy cerrados, de preferencia intelectuales. Nietzsche, Wagner y Shopenhauer formaban parte de esos círculos, y de esos círculos, en mayor o menor medida, surgieron sus pensamientos y sus obras, que pasado mucho tiempo serían interpretados, reinterpretados y, en algunos casos, tergiversados.
Con el siglo XX, por el cine, la prensa, la radio y la televisión, las ideas, aquéllas y otras cientos de miles, comenzaron a esparcirse. Las originales y sus copias, las teorías valerosas, la verdad por la verdad misma y las difamaciones tendenciosas. Se esparcieron entre las sociedades y penetraron en los individuos, sutil y efectivamente. Los “malos” del cine, de las tiras cómicas, de las novelas ligeras y de las crónicas e informes periodísticos talaron a los cineastas y los lectores. Como en The Wall, los transformaron en hombres idénticos a otros hombres y a otros hombres y a otros hombres, todos con el mismo bien, con el mismo mal e idénticos modelos.
Nietzsche, Shopenhauer, Emil Cioran y unos cuantos más, con sus textos y vidas, eran las representaciones del demonio, pues Hitler hubiera sido demasiado cruel. Poco creíble. Ni siquiera debía nombrársele. Los héroes, comenzando por Micky Mouse, en cambio, eran el bien, y por lo tanto, el paradigma. Y lo siguen siendo.