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Tras dejar sobre la mesa de noche un vaso con agua al alcance de Borges, María Kodama apagó las luces de la habitación y bajó a la cafetería del hotel New Otani, donde me contaría, en una entrevista, la historia de sus antepasados japoneses en Argentina y las razones de su visita a Tokio.
Al terminar de explicarme los detalles del congreso de literatura que tenía lugar en el mismo hotel, agregó, en tono de queja, que apenas habían podido salir a dar un paseo. Borges anhelaba escaparse para una comida japonesa servida sin la pompa, amable pero agobiante, de los organizadores del congreso.
Al día siguiente, me vi implicado en una sigilosa misión para facilitar la escapada del autor de El Aleph a un cercano restaurante familiar con fama de servir buen sushi. Un colega español de la Agencia EFE, encontrado por casualidad en una de las salidas laterales del hotel, pidió unirse al operativo y, tras aceptar que no habría entrevistas, nos ayudó a conseguir dos taxis.
La dueña del restaurante mandó a traer desde su casa un tenedor, al entender que nuestro venerable invitado no podía localizar las raciones en el plato ni manejar los palillos.
Pedimos bandejas de sushi para cuatro, cuatro tazas de té verde y una botella de agua. Borges se interesó por los números cardinales japoneses e inició una disquisición sobre las posibles razones que tienen otras lenguas para contabilizar de diferente manera los objetos, según sean estos planos, redondos, cilíndricos, pequeños o de grandes dimensiones.
Con su tono habitual, entre festivo y melancólico, habló de su admiración incondicional por la cultura japonesa, citó el célebre episodio del suicidio de los 47 samuráis, incluido en su Historia universal de la infamia, y recordó la novela más antigua del mundo: Los cuentos de Genji.
Pero la frase que definió la noche surgió al comer un bocado de sushi que María Kodama le había puesto sobre el tenedor. El picante del wasabi ascendió por su paladar y la inevitable punzada en el cráneo se materializó en un par de lágrimas inmensas que brotaron de sus ojos fijos en el infinito.
Alegre como un niño que acaba de descubrir la novedad de ese día, Borges proclamó: “¡Ahora puedo decir que la única comida del mundo que me hace llorar es la japonesa!”. Pedí permiso para tomar una foto que publicó después una revista local y en la que miles de lectores japoneses vieron al autor de Ficciones, a María Kodama y al periodista David Corral acompañados de una bandeja arrasada, como evidencia de la juvenil y voraz afición por el sushi del cuarto comensal.
*Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.