Teatro Colón de Buenos Aires, el pico de la gira de la Sinfónica de Colombia
Un recuento sobre lo que ocurrió durante el concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia, en una de las salas de ópera más importantes del mundo: el Teatro Colón de Buenos Aires. Aún falta un concierto en San Juan, Argentina, para la culminación de la gira de la agrupación por Latinoamérica.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Había un señor canoso que tenía las manos cruzadas y las mejillas rosadas. También tenía una argolla dorada puesta en uno de sus dedos y una bufanda a cuadros. Olía a pino. Su gesto de satisfacción era imposible de ignorar. No se movía, solo sonreía levemente y en sus cachetes sobresalía un par de líneas muy finas que delineaban el gesto. En ese momento, sonaba “Yo me llamo cumbia”, la canción de la gira que indica la victoria: si el público le abría los brazos a la orquesta y lo demostraba a través de aplausos largos y persistentes, como indicándole que no quería que se fuera, que ojalá se alargara ese encuentro, el director regresaría al escenario y cerraría con la segunda cumbia de la noche. La primera siempre es “Colombia tierra querida”.
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Había un señor canoso que tenía las manos cruzadas y las mejillas rosadas. También tenía una argolla dorada puesta en uno de sus dedos y una bufanda a cuadros. Olía a pino. Su gesto de satisfacción era imposible de ignorar. No se movía, solo sonreía levemente y en sus cachetes sobresalía un par de líneas muy finas que delineaban el gesto. En ese momento, sonaba “Yo me llamo cumbia”, la canción de la gira que indica la victoria: si el público le abría los brazos a la orquesta y lo demostraba a través de aplausos largos y persistentes, como indicándole que no quería que se fuera, que ojalá se alargara ese encuentro, el director regresaría al escenario y cerraría con la segunda cumbia de la noche. La primera siempre es “Colombia tierra querida”.
Esa noche fue para Buenos Aires y su Teatro Colón. El frío nos congeló las orejas, las manos y la nariz. El hotel estaba a menos de dos cuadras, pero caminarlas en medio de esa lluvia helada reforzó los corrientazos que ya habían aparecido por los nervios. Para algunos músicos de la Orquesta Sinfónica de Colombia, tocar allí era un sueño.
La gira se inició en Brasil y el tercer día, el productor me dijo que, para ese momento, la emoción era esperable, pero que habría caídas anímicas. Que sería normal si, en algunos días del trayecto, me percataba de gestos de cansancio y hasta de tedio por la suma de los días y el cambio de hoteles, ciudades, climas y acentos. Y yo me imaginé eso como un recorrido largo hacia una montaña alta. Que esas caídas serían los desniveles de la carretera. Y en la parte más alta ubiqué al Colón y me imaginé a los músicos como los escaladores que, al terminar, pondrían la bandera de su país en la cima, como quien conquista la duda y la convierte en certeza. Esa noche fue el pico de este recorrido de nueve ciudades y dos países. Aún falta el concierto final, que se realizará en San Juan, Argentina.
La presentación comenzó a las ocho de la noche, pero antes, justo después de terminarse el ensayo y cuando aún no entraba el público, la violinista Angélica Gámez estaba arrodillada en el escenario para hablar con un par de periodistas que le hacían preguntas desde abajo. Sonaban violines, trompetas, chelos y contrabajos. Algunos hombres estaban en camisa blanca. Las mujeres, vestidas de negro, se tomaban fotos de la cintura para arriba porque aún tenían tiempo de caminar en tenis. Osvaldo Maldonado, el hombre que se encarga de los detalles que convierten a esta orquesta en un ejemplo de sincronía y rigor, movía sillas y sacaba partituras. Algunos otros solo miraban hacia el techo, que estaba pintado con figuras de personas manipulando instrumentos y actores intercambiando máscaras que representaban la comedia y el drama. La obra, pintada por el argentino Raúl Soldi en la década de 1969, está iluminada por una luz azul y rodeada por nombres de compositores como Mozart, Chopin, Wagner, Verdi o Hyden.
Para los asistentes había un guardarropa antes de entrar a la sala: yo decidí dejar allí la sombrilla, la chaqueta y el bolso. Detrás de mí, escuchaba conversaciones en argentino: “tenés que probar ese nuevo restaurante” o “qué frío hace” o “¿sabés cuál es mi problema? Que no aprendo de vos”. Es decir, escuchaba la vida en argentino, la cotidianidad de Buenos Aires. Entré, me senté, me arrepentí de dejar el abrigo afuera, pero me resigné: quedaban dos minutos para que se iniciara el concierto.
Para esa noche, el repertorio anunciado fue la Obertura mestiza del colombiano Victoriano Valencia, el concierto para tres pianos orquesta No. 7 en fa, k.242, de Mozart, y la obra Shéhérazade, del compositor ruso Nikolái Rimski-Kórsakov.
Para ese día, ya se habían presentado seis veces desde que comenzó la gira. Y yo cada vez me concentro en algo distinto. Esa noche me ubiqué muy cerca de Tomer Lev, el solista de piano israelí que acompaña la gira: respiraba tan hondo, que yo alcanzaba a escuchar cada inhalación, pero lo hacía en unos momentos precisos, como tratando de no interrumpir los sonidos que salían al toque de sus manos con el piano. Cerraba los ojos o se quedaba mirando a un punto en su horizonte. ¿Qué pensaría?, pensé yo cuando lo vi hacer eso. Y qué miraría en ese momento en el que todos estábamos tan atentos a sus movimientos y a los de los otros dos solitas, Berenika Glixman y Nimrod Meiry-Haftel. Durante muchos momentos de su interpretación, Lev movió la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Parecía decir cosas. Movía la boca como si estuviese hablando y se estremecía en su silla, de la que parecían salir corrientazos que le provocaban una especie de saltitos eléctricos. Cuando terminó, todos lo miramos como si fuese de otro planeta.
Hacia el final del concierto, al que además asistieron el embajador Camilo Romero, la actriz colombiana Carolina Ramírez, la actriz argentina Lorena Meritano, entre muchas otras personas, de los balcones se desplegaron unas banderas de Colombia. Y ahí la cotidianidad de Buenos Aires dejó de sonar en argentino exclusivamente: varios colombianos gritaron el nombre de las ciudades en las que nacieron, le lanzaron “vivas” a la orquesta y dejaron claro que en el Colón también había apoyo cercano a las raíces de los músicos.
Muchas cosas dependen del público cuando de conciertos se trata: los aplausos en los momentos indicados, la persistencia y duración de estos, los gritos de aliento y de aprobación, la presencia hasta el final. Cuando todos estos factores se juntan como ocurrió en el Colón, cuando las palmas no dejan de tocarse y la visibilidad se obstruye porque la gente se pone de pie para ovacionar la orquesta, en los músicos hay un gesto, una señal de que, finalmente, acertaron en el compromiso con su instrumento y con el arte.