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A Teju Cole le gusta el fútbol. Todos los domingos, cuando el sol se esconde detrás de los edificios de Brooklyn, donde vive desde hace años, busca en internet algunas jugadas de Zidane y de Iniesta. No le interesan las jugadas conocidas, los movimientos salvajes que se convirtieron en leyenda y son reproducidos una y otra vez. Cole sólo quiere ver en esos días de melancolía obligatoria partidos olvidados, porque cree que son los únicos en los que el genio de ambos jugadores sale a flote, se dispersa sobre la grama de forma tan sutil que ni ellos pueden captarlo.
Zidane e Iniesta son los mejores jugadores de la historia para el escritor: no son los más rápidos, pero sí los más inteligentes, dice. Pero lo que más le gusta de estos futbolistas es su posición en el campo; los centrocampistas son los armadores del juego, la cabeza fría. La táctica que relaja el campo, que abre los espacios, que genera oportunidades. Los que tienen el control. Y lo único que le interesa al escritor estadounidense es tener el control.
Las fotografías de sus libros y la forma en que los escribe lo delatan. Imágenes de paisajes muertos que siempre están divididos por vidrios sobrepuestos o por linos mecidos por el viento. Son fotos extrañas las de Teju Cole. Son fotos hechas por alguien que no está mirando a una persona sino a través de ella, como si el cuerpo de los protagonistas de sus historias se volviera transparente a medida que avanzan. “Siempre intento que mis imágenes sean como pedazos de frases que no están en el libro. Por eso casi nunca hay personas en ellas, porque el paisaje que está mutando es lo que yo jamás puedo escribir”, cuenta el escritor, uno de los invitados especiales a la Feria del Libro de Bogotá.
Cole aprendió a hacer fotos en Nigeria, donde vivió hasta los 17 años. A pesar de que nació en Nueva York, fue llevado por sus padres a la tierra de sus ancestros desde bebé. La cámara se convirtió en una extensión de su cuerpo y cada vez que revelaba una foto la acompañaba con una frase corta detrás, un tipo de poema infantil. Desde que cumplió doce años comenzó a hacer pequeños viajes a través de Lagos, la ciudad en la que vivía, y ese movimiento se convirtió en la única forma en que podía entender el mundo. Ver al otro como un desconocido y desprovisto de cualquier tipo de prejuicio. De esos viajes quedaron algunas notas con las que escribió Cada día es del ladrón (2007), su primer libro. Cuando regresó a Estados Unidos se había convertido en un nómada incapaz de quedarse sin escribir o hacer fotos. “Para mí, escribir es un acto ético. Lo hago porque no puedo hacer otra cosa. Escribo de lo que me pasa, de lo que entiendo, por ejemplo, viajar. Me interesa que mis personajes estén moviéndose como me muevo yo. Como entiendo el mundo yo. ¿Por qué viajo? Porque es la única forma de llegar a mí mismo”.
En 2011, Teju Cole se dio a conocer internacionalmente con la publicación de la novela Ciudad abierta, homenaje a Nueva York (Acantilado y Quaderns Crema), su urbe adoptiva, en forma de paseo. Influido por exégetas de la mirada como Susan Sontag y John Berger, Teju Cole afirma que su prosa debe tanto o más a fotógrafos y cineastas (uno de sus directores favoritos es Víctor Erice) que al puñado de escritores procedentes de las más diversas tradiciones.
“Siempre tengo miedo de fallar. Cuando comienzo a escribir quiero mantener la tensión, que sea fuerte, desesperante. Que me eleve. Cuando no lo logro es muy frustrante. Soy un obseso de la escritura, pero le tengo muchísimo miedo. No sé por qué lo hago. O sí, creo que sí lo sé: porque es el lugar para tener todo, de una forma desordenada, bajo control. Mi control”.
En 2012, Cole ganó el premio Pen Hemingway por su novela Ciudad abierta, y cuando lo supo, cuenta, sólo podía pensar en aquel hombre negro escribiendo textos inconexos y subiéndolos a un blog sin ninguna respuesta del mundo exterior. Como gritarle a un abismo, como lanzarle piedras al mar. “Si pudiera hablar con ese muchacho de aquel entonces, le diría que siga haciendo su trabajo con devoción. Que la única forma de escribir es ser un devoto de las letras. La escritura se convierte en una religión. Que siga creyendo en sí mismo, aunque parezca que nadie quiere publicarlo o que nunca le van a pagar”.
En Ciudad abierta es Julius, un joven psiquiatra nigeriano, residente en un hospital de Nueva York, quien acompaña al lector por las calles del Manhattan posterior al 11 de septiembre, mientras desvela sus intereses literarios y musicales, a la vez que describe con todo detalle un viaje a Bruselas que le sirve para contraponer Estados Unidos y Europa. “Lo que yo piense es irrelevante. Lo que cuenta es que sean los personajes quienes den a conocer sus opiniones, y si uno de ellos pronuncia la frase más profunda de la novela sobre el sufrimiento, aunque tú no estés de acuerdo, lo que vale es cómo queda plasmado dentro de la obra”. Siempre le importa la obra. Sólo la obra.
Esta es su primera visita a Bogotá. Cuando bajó del avión comenzó a pronunciar a modo de susurro las primeras líneas de Cien años de soledad. Gabriel García Márquez ha sido uno de sus referentes literarios y ver estas montañas y este cielo que un día vio García Márquez lo puso nervioso. “Me da miedo no estar a la altura. Quiero ser un escritor que sepa escribir y que sepa emocionar. Tengo miedo, pero puedo controlarlo. Necesito controlarlo”.