“Territorios Barichara”: dependiendo de los ojos, cambia el paisaje

Para Julia, la neblina rozando los cerros era un acontecimiento. Esa imagen la conmovía. Era capaz de devolverle la esperanza en los momentos más hondos de tristeza: durante algunos días de la semana abría los ojos y solo quería cerrarlos. Se obligaba a dormir más tiempo para no tener que enfrentarse. Cuando lo lograba, se levantaba, se preparaba un café y se sentaba en su balcón a mirar hacia los cerros. Cuando la neblina los rozaba, ella también sentía que la tocaban, y entonces suspiraba y se aferraba a la belleza de ese momento para vivir un día más. Para Gloria, muy por el contrario, la neblina era una pesadilla que se acercaba en forma de fantasma, de maldición: uno de los días en los que vivió en una zona rural muy cercana de un páramo colombiano, extrañó a su hermano, que no sintió llegar la noche anterior. Cuando se despertó y no lo vio en su cama, salió a buscarlo. El viento gélido le enrojeció las mejillas, y la neblina, durante algunos minutos, ocultó el cuerpo muerto de Javier, que yacía en un pedazo de tierra ya muy lleno de sangre. Le habían pegado tres tiros: uno en la frente, otro a la altura del corazón y otro en la rodilla. Después de gritar sobre él, se devolvió como pudo hasta su casa para llamar a alguien: no podía respirar ni levantar a su hermano sola. Corrió, de nuevo, en medio de la neblina, algo que para ella fue una burla: ocultó la tragedia que se le avecinaba y le retrasó el paso de regreso a casa. Para Julia, entonces, la neblina era vida, pero para Gloria era muerte y rencor y tristeza.

Para Julia, la neblina rozando los cerros era un acontecimiento. Esa imagen la conmovía. Era capaz de devolverle la esperanza en los momentos más hondos de tristeza: durante algunos días de la semana abría los ojos y solo quería cerrarlos. Se obligaba a dormir más tiempo para no tener que enfrentarse. Cuando lo lograba, se levantaba, se preparaba un café y se sentaba en su balcón a mirar hacia los cerros. Cuando la neblina los rozaba, ella también sentía que la tocaban, y entonces suspiraba y se aferraba a la belleza de ese momento para vivir un día más. Para Gloria, muy por el contrario, la neblina era una pesadilla que se acercaba en forma de fantasma, de maldición: uno de los días en los que vivió en una zona rural muy cercana de un páramo colombiano, extrañó a su hermano, que no sintió llegar la noche anterior. Cuando se despertó y no lo vio en su cama, salió a buscarlo. El viento gélido le enrojeció las mejillas, y la neblina, durante algunos minutos, ocultó el cuerpo muerto de Javier, que yacía en un pedazo de tierra ya muy lleno de sangre. Le habían pegado tres tiros: uno en la frente, otro a la altura del corazón y otro en la rodilla. Después de gritar sobre él, se devolvió como pudo hasta su casa para llamar a alguien: no podía respirar ni levantar a su hermano sola. Corrió, de nuevo, en medio de la neblina, algo que para ella fue una burla: ocultó la tragedia que se le avecinaba y le retrasó el paso de regreso a casa. Para Julia, entonces, la neblina era vida, pero para Gloria era muerte y rencor y tristeza.

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“Territorios Barichara” profundiza sobre las formas en las que concebimos el territorio, el paisaje. Esta exposición, que se interroga sobre la representación del territorio en el arte, reúne a varios artistas bajo la curaduría de Luz Helena Caballero y Gregorio Paz Iriarte, quienes buscan exponer diferentes perspectivas sobre lo que serían las distintas concepciones del espacio plástico y visual a través de sus obras. Los trabajos en los que se basa esta temática se inspiran en la eco-tendencia, una forma de entender el territorio como un libro en permanente evolución.

Para Gregorio Paz, uno de los curadores y el principal gestor de la exposición, la concepción del paisaje o el territorio está ligada con los sueños que tuvo desde la infancia: quería ser biólogo. Recuerda que veía Discovery Channel o Animal Planet y se deslizaba en su añoranza de tomarles fotos a los animales, pero se dio cuenta de que “no era lo suyo”, y lo dejó de lado. Después de mucho tiempo y cuando ya estaba en la universidad, encontró unas prácticas en Sudáfrica para ser guardabosques, otro de sus anhelos. Entre sus funciones estaba contar a los animales de la reserva natural, pero desde lejos: se montaba a un jeep y, con unos binóculos, trataba de saber cuántos machos y cuántas hembras había de la especie que tuviese al frente. También debía hacer un histograma: durante dos horas miraba al animal y, cada dos minutos, anotaba en una planilla lo que estuviese haciendo, que no era muy distinto a pastar o dormir, salvo muy pocas excepciones. Allí vivió un mes.

Paz, que vive en Francia, estaba desesperado con la pausa: ni un museo, ni una sala de cine, ni de teatro, ni nada. Su vida cultural se reducía a las exposiciones virtuales y a los libros que podía leer cuando la ansiedad, que nunca había estado tan suelta, le permitía concentrarse. Viajó a Colombia y se encontró con la Fundación Escuela Taller, en Barichara. Le contaron que el lugar era de Dalita Navarro y que podía contactarse con ella después de que preguntara si allí se podría hacer alguna exposición. Pensó en Tomás Jiménez, un amigo del colegio que estaba produciendo muchos dibujos en carboncillo.

“Nuestro público verá una especie de oasis en el que el mundo pasado se encuentra con el mundo del futuro, y en este encuentro hay una disonancia cognitiva y una sensación de vacío, porque una persona que intenta esconderse en el pasado y los hábitos familiares, inevitablemente falla. En el mundo de mi instalación, los televisores crecen en arena roja junto a los cactus. Esta imagen proviene de mi infancia: a mi madre le gustaba rodear nuestros televisores y computadoras con plantas para protegernos de energías dañinas (aparentemente, sin éxito). Y durante la clase de salud y seguridad en la escuela nos enseñaron a cubrir los enchufes eléctricos con arena en caso de incendio. En estos televisores se juega un eterno juego de escondite: varios personajes intentan, sin éxito, esconderse en un interior vintage, pero no logran hacerlo, ya que aún se pueden ver”.

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El anterior párrafo fue escrito por el ruso Victor Timofeev, uno de los artistas que harán parte de “Territorios Barichara”. Paz invitó a Timofeev porque le interesó su visión sobre las formas en las que habitamos los territorios, independientemente de si son los lugares donde nacimos. Su instalación no tiene mucho que ver con el paisaje, sino más bien con la forma en la que los escenarios más domésticos han sido protegidos con ayudas naturales o con tradiciones que pretenden resguardarnos, tal vez, de nosotros mismos.

Según Paz, hay cierta mezquindad en las formas en las que creemos cuidar la vida en todas sus dimensiones: es común que no estemos dispuestos a cuidar al planeta, sino la parte del planeta que nos tocó. Los pedazos de tierra que se identifican con el territorio en el que nacimos son los urgentes, pero, ¿el resto? Bueno, del resto que se ocupen los que nacieron allí. Es, tal vez, la forma menos solidaria y más conveniente de abordar el problema. También podría evaluarse con el caso de los animales: nos conmovemos con los pandas y su posible extinción, pero podría deberse solo a la ternura que generan: los cangrejos, por mencionar solo alguna especie, también están en grave peligro, pero nos preocupan menos o no nos preocupan.

Por medio de múltiples formas artísticas (pintura, fotografía, audiovisuales, cuentos y conferencias), esta exposición combina diferentes obras de arte, lecturas y conferencias en torno a la noción de territorio: esta nos permite pensar en nuestra relación con la tierra y el paisaje a escala local, pero también en los intersticios que conectan los diferentes espacios del mundo en un período de pandemia, donde la relación con el espacio y la circulación de las personas han sido drásticamente modificadas. “Territorios Barichara” será entonces el núcleo de un nuevo cosmos artístico que ofrecerá mil y una representaciones posibles del paisaje a la imaginación de su público.