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Soy un escritor y periodista colombiano nacido en 1960 en Bogotá. He publicado nueve libros, entre ellos mi novela más reciente Los hechos casuales.
Orígenes
Gloria Zea, mi madre, fue una de las grandes promotoras de la cultura en el país. Cuando uno hace la lista de su trayectoria profesional, resulta algo realmente asombroso, porque tuvo una carrera muy sobresaliente. Fue directora de Colcultura, de la Ópera de Colombia, del Teatro Camarín del Carmen, del Museo de Arte Moderno. Sus esfuerzos para aportar a la cultura fueron admirables, luchó toda la vida contra la escasez de los recursos asignados al Ministerio de Cultura. A su fallecimiento, el gobierno le rindió un entierro de jefe de Estado que para mí fue muy emocionante y merecido dada su entrega a la patria. Fue una mujer muy bella, glamurosa, una madre extraordinaria.
Fernando Botero, mi padre, es uno de los artistas plásticos vivos más grandes en el momento y a nivel mundial, pintor y escultor que ha hecho muchísimo por el país. Creo que ningún otro artista ha tenido una carrera como la suya realizando exposiciones verdaderamente inusitadas y monumentales en las avenidas y plazas más importantes del mundo incluyendo les Champs-Elysées en París, Park Avenue en Nueva York, la Plaza de la Sevilla en Florencia, el Gran Canal de Venecia. Uno de sus aspectos, que siempre resalto al considerarlo lo más admirable como ser humano, es su aporte como filántropo. Ha hecho unas donaciones extraordinarias a Colombia y a otros países, al haber regalado hasta la fecha más de setecientas obras de arte a los Estados Unidos, México, Venezuela y principalmente a Colombia. Es un verdadero enamorado de su patria, un trabajador incansable con una vocación desaforada y con más de noventa años. No se detiene. Es un ser humano verdaderamente extraordinario a quien adoro y con quien tengo una relación maravillosa.
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Para él no todo fue fácil. Hay que recordar que mi padre llegó a Nueva York a comienzos del año sesenta, sin conocer a nadie, sin saber el idioma, con doscientos dólares en el bolsillo. El arte que él proponía en ese momento era todo lo contrario de lo que reinaba en la época como moda tiránica, el expresionismo abstracto que rechazaba el pasado y miraba hacia el futuro. Entonces, su incursión en el mundo del arte en la capital del mundo fue muy luchada, muy difícil, porque fue rechazado mil veces. Tuvo una cantidad de frustraciones, de durezas y de falta de ingresos y de reconocimiento. Debo decir que su estilo ha sido mal interpretado, porque lo relacionan con la gordura y no con el concepto de volumen.
Casa materna
Soy el menor de tres hijos.
Mi hermano mayor, Fernando, quien lleva el nombre de mi padre, tuvo una carrera muy brillante en la política que acabó de manera desafortunada por el escándalo que todos conocen como Proceso 8000. Esta fue una época muy dura para la familia, para mí en particular también lo fue, me afectó muchísimo, porque, al tratarse de mi hermano, mucha gente tuvo una actitud reacia, aunque comprensible.
Mi hermano estuvo en la cárcel, recluido en la Escuela de caballería cuando había sido ministro de Defensa y cuando había sido una figura con un futuro político muy prominente. Siempre pensé que sería presidente de Colombia, pero su carrera se truncó del todo. Por este desierto atravesamos varios. Desde entonces, mi hermano reinventó su vida, vive en México donde ha sido director de revistas. Actualmente está dedicado a promocionar la obra de mi padre, especialmente en Oriente, con exposiciones muy importantes en la China: Beijing, Chang Hai, Hong Kong.
Mi hermana Lina, fue muy conocida en Colombia, sobresalió en los medios de comunicación, es una mujer extraordinaria, diseñadora de interiores de gusto exquisito y una gran madre. Tengo un número importante de sobrinos a los que adoro.
Infancia
Mi infancia fue muy particular. A mis dos años ya era inminente el divorcio de mis padres. Mi padre viajó a Nueva York y mi madre al poco tiempo lo siguió, con nosotros, buscando rescatar la relación. Nos quedamos allá viendo a mi padre una vez a la semana, los viernes en la tarde, como era típico en esa época.
Mi madre, tres o cuatro años más tarde, se casó en segundas nupcias con Andrés Uribe Campuzano, un hombre extraordinario, muy destacado, gran ejecutivo, presidente de la Asociación Nacional de Cafeteros.
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Mis hermanos y yo vivimos esos años en una situación bastante confusa. Con mi madre y con mi padrastro disfrutamos de un nivel de riqueza y opulencia verdaderamente altos, pero mi padre estaba en la pobreza absoluta, literalmente no tenía con qué comer. Ese contraste de mundos resultaba desconcertante, muy difícil de entender para un niño tan pequeño.
Siempre recordaré y agradeceré, será el ambiente en el que crecimos con mi padrastro que fue muy estimulante intelectualmente, con una gran presencia de la literatura, de la música, de la ópera, de la danza, del ballet: a nivel material también lo fue. Por el lado de mi padre, lo que más agradeceré fue justamente el que nos ocultara las dificultades que él estaba viviendo en ese momento.
Pese a las circunstancias adversas que enfrentó mi padre, nos brindó momentos mágicos, maravillosos. Si bien no contaba con un centavo, tenía sí una sobredosis de imaginación y un amor por sus hijos extraordinario. Convertía cada uno de nuestros encuentros en recuerdos inolvidables. Lo hacía por dos razones: porque no podía proporcionarnos nada más y porque él pensaba y siempre nos decía que, hiciéramos lo que hiciéramos en la vida, algo que íbamos a necesitar en cualquier campo sería la imaginación. Así, él se excedía, se extendía, se esforzaba tanto en crear esas experiencias, haciendo que resultaran mágicas. Estar con él era vivir la realidad de otra manera, era vivir la realidad con diferentes facetas, diferentes atisbos a mundos que no eran visibles, mundos de la imaginación, de la magia, macabros.
Los planes que hacíamos con mi padre eran totalmente gratuitos. Por ejemplo, íbamos al parque, pero este no era cualquier parque, sino el parque donde vivía Tarzán acompañado de una tribu de caníbales que se alimentaban de niños pequeños. Nos llevaba remando en los botes del Central Park hasta los lugares más recónditos y nos decía que allí lo encontraríamos. Nosotros veíamos transeúntes y taxis pasar, pero mi padre hablaba con tal convicción y expresiones en su rostro, con tal imaginación, que jamás cuestionamos que eso no fuera cierto. Por años pensé que allí vivía Tarzán por lo que me acercaba con gran temor.
El simple caminar por la acera de las calles de Nueva York viendo las alcantarillas soltar ese vapor debido al metro subterráneo, era otra historia. Nos decía que ese vapor venía del infierno que quedaba debajo del piso. Así, la calle fue otra dimensión para nosotros. Sabíamos que caminábamos sobre el infierno en el que había gente en llamas perpetuas dando alaridos.
También nos llevaba de noche al cementerio, en el que no había que pagar para entrar. Debíamos ir hasta la tumba más lejana para clavar una puntilla en la última tumba mientras él nos esperaba en el carro muerto del susto. Nosotros caminábamos aterrados y aferrados uno al otro hasta cumplir nuestra misión.
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Estas fueron experiencias únicas. Lo que hacía con nosotros fue muy conmovedor, producto del esfuerzo de un padre divorciado, sin dinero, enfrentado a otra realidad, luchando por el reconocimiento, por imponer su arte. Como mencioné, él nunca permitió que viéramos eso, salvo en un par de ocasiones muy duras que fueron inocultables. Porque nos regaló una infancia mágica. Tendré con él una deuda eterna de agradecimiento por esa generosidad y esa grandeza humana al compartir con nosotros esas vivencias que recuerdo hoy en día como si fueran ayer, con gran intensidad y gran amor.
Durante mi infancia mi madre estuvo muy volcada a su trabajo, entonces tuve mucha soledad en ese aspecto. Tampoco tuve amigos de mi edad, sino hasta cuando regresamos a Colombia, lo que ocurrió a mis nueve años. Mi padrastro y mi madre tomaron una decisión muy particular, la de no vivir en Bogotá, sino en Chía. En esa época no había carreteras asfaltadas, entonces ir hasta el colegio y volver era una odisea cotidiana y sin la posibilidad de tener vida de barrio. Entonces no tuve amigos de mi edad.
En ese momento a mi madre y a mi padrastro los secuestraron en Colombia. Esta fue una experiencia muy desconcertante. Me encontraba durmiendo un día de semana, como era corriente para madrugar al colegio, cuando de repente nos despertaron, siendo las tres de la mañana, diciéndonos: “¡Nos vamos del país!”. Yo ni siquiera entendía el porqué, tampoco sabía que mi madre y mi padrastro habían sido secuestrados, lo supe mucho después.
Coincidió con esto un accidente automovilístico en España. Mi padre y su segunda esposa, Cecilia Zambrano, mujer maravillosa a quien adoro, iban en su carro con Pedrito, su hijo de cuatro años, y mis dos hermanos. Sufrieron un accidente terrible en el que Pedrito falleció. Era el año 74 y yo me encontraba solo en los Estados Unidos. Esta fue una tragedia familiar muy dura, devastadora para mi padre y para Cecilia. Mi padre casi pierde su mano derecha, le tuvieron que amputar parte de uno de sus dedos; pasó mucho tiempo sin pintar y el primer cuadro que pintó fue Pedrito a caballo que se expone en el Museo de Antioquia, uno de los cuadros que mi padre le ha regalado a Colombia.
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Pedrito fue un niño extraordinario, sobresaliente, muy particular. Hablaba inglés, francés, español. Señalaba con su dedo obras de los libros y decía Picasso, Chagall, Monet. Fue brillantísimo.
Internado en los Estados Unidos
La familia se atomizó a raíz del secuestro de mi madre, entonces todos quedamos en diferentes lugares y yo terminé en un internado en los Estados Unidos, a las afueras de Boston. Aquí descubrí jóvenes de mi edad, pero fue muy duro porque era lo más cercano a una formación militar que no me resultó agradable, en lo absoluto.
Regreso a Colombia
Cuando regresé a Colombia, a mis trece años, volví al colegio ya viviendo en Bogotá. Aquí descubrí lo que era la amistad, una real. Para mí fue algo extraordinario, no podía creer lo que era compartir las mismas inquietudes y la camaradería con amigos que escogía voluntariamente y con quienes establecía unas ataduras de gran complicidad, y no con los impuestos por la familia. Con ellos sigo siendo muy amigo hoy en día, son para mí un tesoro.
Fue tan impactante, reveladora y extraordinaria esta experiencia que, por un lado, cada vez que salíamos de parranda, lo hacíamos caminando, porque ni siquiera existía un Uber y si bien había buses y taxis, estos resultaban muy costosos para nosotros. Así acompañaba a mis amigos cada noche hasta su casa, a cada uno de ellos. Resultó que me quedé dormido en la calle en varias ocasiones dado el agotamiento.
Descubrí otra cosa igualmente trascendental en ese momento. Me refiero a la calle de Bogotá, cuando no había tenido esa experiencia antes. Por haber estado privado de esas vivencias, me acerqué a ellas con hambre y con ganas, como esponja. Descubrí algo que para mí se volvió sagrado, el andén. Me iba con mis amigos para los barrios más antiguos de Bogotá, como La Candelaria, en plan de exploración, de descubrir, de vivir. Me encontré con cosas muy hermosas algunas y terribles otras, de gran violencia, de injusticia, de atropellos, de crímenes. Vi una sesión de tortura en un edificio abandonado, lo que me dio para escribir un cuento, Las ventanas y las voces.
Todas estas experiencias, buenas y malas, las convertí en literatura, porque fueron las que nutrieron mis primeros textos. Se dice que un escritor está preparado para la literatura cuando entiende que todo lo que le ha pasado en su vida es materia prima para su obra narrativa. Creo que eso es absolutamente cierto y muy deliberadamente he utilizado todas mis vivencias para crear obras literarias, porque creo que cada una de ellas permite no solo crear una anécdota que puede ser fascinante, sino a la vez permite intuiciones y visiones de cosas más profundas de la condición humana.
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En esa época estaba fascinado con la aventura, había descubierto el mar, fui un buceador apasionado. Hice toda clase de locuras que hoy no haría como padre de familia, pues mi actitud y mi prioridad es otra. Con base en una experiencia submarina, que incluye tiburones, escribí El Descenso, cuento que fue galardonado.
Esta etapa de mi vida fue de gran revelación, de gran deslumbramiento con todo lo que veía y con todo lo que estaba viviendo. Fue bastante dura en su comienzo, de mucha soledad, pero después fue de gran impacto. Soy lo que soy gracias a eso que viví.
Academia
Mi primer colegio fue en Nueva York. Sufrí grandes dificultades de aprendizaje, pues he tenido dislexia sin que se identificara sino hasta hace muy poco. Esto marcó mucho mis resultados en matemáticas, literatura, idiomas y demás. Aprendí inglés divinamente porque viví mucho tiempo en los Estados Unidos, de otra forma, creo, no lo hubiera aprendido nunca. Años después traté de aprender francés y me fue absolutamente imposible lograrlo.
El internado estaba muy enfocado al deporte y a la excelencia académica, porque es muy prestigioso. Estando allí hice un descubrimiento fascinante: el gran placer de entender. Pude, entonces, sobresalir como estudiante. Pasé de ganar cada año por pocos puntos, a destacarme. Me volqué hacia la academia con muchas ganas. Ahora que hablo contigo, caigo en cuenta de que, como descubrí tan tarde las cosas que me gustan las hice con gran intensidad. La gente toma esto quizás gratuitamente, porque nace con esas ventajas, pero yo no las tuve.
Mi padre siempre cuenta su experiencia al llegar a Europa. Pudo viajar cuando se ganó un premio, entonces por primera vez pudo ver las grandes obras de arte en vivo. Así se acercó al arte europeo con unas ganas de aprendizaje, de absorber lo que veía de manera más intensa y apasionada, consciente y deliberada, que los mismos locales. Esa ambición era fruto del hambre, de la carencia, porque en la Medellín de su época no se contaba con museos, con exposiciones, con obras expuestas. Para la pintura es fundamental ver la obra en sí y no imágenes de ellas, para poder tener el impacto de su tamaño, de su textura, de sus colores. Esto no pasa con los libros, pues uno tiene acceso en cualquier librería a obras tal y como fueron escritas originalmente por su autor. Viví algo similar en la academia, pero también con los amigos.
Entonces, a partir de ahí me volví un muy buen estudiante. Descubrí el placer de entender, la maravilla de la ciencia política, de la filosofía, de la literatura. Mi padre había hecho un gran esfuerzo con nosotros para que leyéramos. Nos entregó los primeros libros como El padrino de Mario Puzo, The call of the wild de Jack London, y varios otros que fueron fundamentales para mí, siendo yo muy joven.
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Pero fue en el internado donde descubrí lo que eran los grandes autores gracias a magníficos profesores que tenían la capacidad de comunicar con pasión los contenidos. Descubrí la historia. Para mí fue una locura entender los procesos históricos, por ejemplo, los que vivió Estados Unidos con la guerra civil. Me pareció apasionante. Esas experiencias fueron definitivas para, ante todo, encender la chispa de la pasión intelectual, del descubrimiento intelectual, de esa aventura tan extraordinaria que es enfrentarse al pensamiento de los grandes maestros que están en libros que se pueden abrir con las manos, y absorberlos.
Quizás la gente no es tan consciente de ese privilegio, del que se vive cuando se tiene una biblioteca y basta sacar con la mano un tomo y leer el pensamiento de Aristóteles, de Platón, de Shakespeare; poder enterarse de las hazañas de Napoleón; de cómo fue la historia de América Latina. Me convertí en un ratón de biblioteca. Leí de una manera muy desordenada, pero descubrí cosas extraordinarias, y esto fue definitivo en mi formación.
Universidad
Una vez terminé el colegio estudié ciencia política, filosofía y literatura. Inicié en los Andes. Fui invitado a la Universidad de Harvard durante un año a nivel de pregrado, lo que significó una experiencia verdaderamente extraordinaria por la calidad de la academia.
En ese momento las carreras de las humanidades en Colombia estaban algo descuidadas, muchos profesores ni siquiera iban a clase, nadie tomaba esto con rigor ni seriedad. Había que ser autodidacta. Pero en Boston descubrí la gran literatura alemana, hispanoamericana. Para mí fue algo inolvidable, como lo consigné en mi más reciente novela, porque en ella recreo mucho esa época. Fue mi maestro Juan Marichal, quien estaba casado con la hija de Pedro Salinas, poeta español, una influencia fundamental para descubrir el siglo de oro español.
Regresé a la Universidad de los Andes, pero no me sentía contento, entonces me retiré para leer durante un año por mi cuenta. Durante ese tiempo trabajé como mesero en un restaurante y dicté clases de gimnasia, pues había salido de mi casa, vivía solo. El hecho fue que terminé la carrera de Literatura en la Universidad Javeriana.
La Javeriana fue muy importante para mí porque ahí descubrí muchas cosas. Lo más importante fue que hice grandes amistades, en particular con dos compañeros que se volvieron escritores como yo, muy destacados en la narrativa contemporánea, Santiago Gamboa y Mario Mendoza. Son amigos a quienes idolatro y con quienes tengo una comunión y una comunicación extraordinaria. Como ocurre con todos los buenos amigos, aunque hubieran pasado años sin verse, se retoman los hilos del afecto con la mayor naturalidad.
Desarrollo profesional
Debo decir que descubrí mi vocación a una edad relativamente joven. Tengo la teoría de que los escritores se descubren como tales gracias a otros escritores, gracias a lecturas precisas. Eso le pasó a Vargas Llosa cuando leyó la novela Madame Bovary de Flaubert, y tomó clara consciencia de su vocación como escritor. También a García Márquez con La Metamorfosis de Kafka; es una anécdota muy famosa: cuenta que cuando leyó la primera frase quedó tan impactado que le tocó acostarse; tan pronto se pudo recuperar, se sentó a escribir su primer cuento, La tercera resignación que publicó en 1947. Esto habla, además, maravillas de su talento innato como escritor para ser su primer cuento y lograr esa calidad, originalidad y contundencia.
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A mí me ocurrió lo mismo con Sábato. Al igual que los casos de grandes figuras que he conocido, como a otros amigos que les ha pasado igual, uno puede haber leído de todo, pero, por alguna razón, al leer un libro en particular, se da una toma de consciencia de su vocación en potencia, como si se mirara uno en un espejo. En mi caso, cuando a mis diecisiete años leí Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, supe con claridad meridiana que quería ser escritor. No quería ser nada diferente y me dediqué por entero.
Con esa pasión por la literatura, poco a poco fui aprendiendo, y gracias al ejemplo de mi padre, que se necesitaban dos cosas fundamentales para existir en esta carrera. Primero, disciplina, entender que la carrera del artista no está en el café, no es la bohemia, no es la charlatanería, es el trabajo cotidiano, duro, enfrentado al lienzo, a la hoja en blanco. Segundo, se necesita entender que había un oficio que era necesario dominar y dadas mis dificultades con la dislexia, era un oficio que tenía que dominar con doble exigencia y dobles requisitos. Me tomaba horas describir imágenes y momentos de acción, porque tuve que aprender con lo más elemental, como con una botella o con un florero o con un atardecer. Fui entrenando la mano con gran rigor, vocación y seriedad.
Concurso de cuento
Estaba dedicado a esto cuando descubrí a mis amigos en la Javeriana. Un día nos pusimos de acuerdo los tres y con Rafael Molano para presentarnos al concurso de cuento Juan Rulfo. Ese año resultaba muy importante, pues era la primera vez que se otorgaría después de su muerte. Entonces tenía un valor simbólico muy importante.
Sabíamos que no había ninguna posibilidad de ganar, pues se presentaba gente de toda América Latina y de España, pero serviría de pretexto para que cada uno escribiera un cuento y luego los compartiéramos entre nosotros. Por alguna razón todos tuvieron compromisos, tareas, exámenes, y no lo hicieron. Fui el único que escribió y envió su cuento, con seudónimo. Me gané el concurso. Era el año 86.
Fue una experiencia muy importante, no solo para mí, sino también para todos mis amigos, porque entendimos, a esa edad, que existía la posibilidad de quizás triunfar, sobresalir o ser publicado en literatura. Supimos que era algo que se podía hacer, con tenacidad, disciplina, perseverancia y algo de suerte. Aunque publicar un libro conlleva una grandísima dificultad porque la competencia es feroz.
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Columnista
A raíz de esto recibí mi primera oferta de escribir en un periódico, aunque ya publicaba algunas cosas en diarios, pero de manera marginal y tímida. La familia Pastrana me invitó a escribir en el periódico La Prensa. Acepté encantado y lo hice con gran dedicación, esfuerzo y vocación, pero también con agradecimiento porque mi posición política era totalmente contraria a la de ellos.
Recuerdo que era el momento del gobierno Barco y yo era un ferviente creyente de lo que él hacía; me parecía un presidente muy progresista en temas de medio ambiente, del manejo con los medios de comunicación. Creo que fue algo muy moderno que todavía en Colombia no se aprecia en su justa medida. El hecho es que mis columnas eran totalmente contrarias a la línea editorial del periódico, pero jamás la familia intervino, jamás tuve oposición ni se me hizo ninguna pregunta ni comentario, así que publicaba con total libertad.
Después fui columnista en El Tiempo. Me llevó el presidente Juan Manuel Santos cuando era codirector junto a Enrique Santos y bajo la dirección de Hernando Santos. Con el presidente Santos hemos tenido una amistad muy estrecha, porque coincidimos en Harvard donde compartimos muchísimo. Esta fue una época fascinante, aunque muy dura, porque fue el momento más complejo que se vivía contra el narcotráfico con el tema de la extradición, así que tuve muchísimas amenazas. Ayudé en repetidas ocasiones en la página editorial, donde no se publica la firma, pero mis columnas de opinión sí iban firmadas. Más de una vez me vi obligado a irme del país a raíz de las amenazas.
Posteriormente llegué a El Espectador donde escribo actualmente.
Extradición estratégica
En el año 96 publiqué mi tesis, Extradición estratégica, la misma que últimamente ha tenido mucha resonancia porque la acaba de retomar el presidente Petro, quien la propone como política de Estado, lo que me ha parecido algo muy interesante. Volví a escribir sobre esto también en el año 98, desarrollando esta teoría.
Recibí muy duras amenazas. Mi propuesta no buscaba golpear a un par de carteles, sino volver inviable el narcotráfico en Colombia. Pronto supe que muchas personas estaban muy molestas con la amenaza que esto representaba a su negocio. Curiosamente, después supe que muchos narcotraficantes que se encontraban en la cárcel habían manifestado que, si se aplicaba esa teoría, se acababa el narcotráfico en Colombia. Siempre he pensado que de haberse implementado en ese momento, o antes, la sangre que nos hubiéramos ahorrado hubiera sido mucha.
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Yo no me quería ir de Colombia, aguanté lo más que pude, porque estaba y sigo estando enamorado de mi país. Tenía todo mi mundo montado allí. Como ya me había casado, con mi esposa nos dimos cuenta de que la situación era insostenible y en el año 2000 decidimos exiliarnos. El exilio es una cosa muy dura. Extraño mucho a mi país.
Escritor
Toda mi vida ha dependido de mi vocación de escritor. He publicado nueve libros, además cuentos, novelas y ensayos.
El arte de Fernando Botero
Escribí el libro El arte de Fernando Botero, explicándolo. Con mi padre hemos hablado varias veces sobre el hecho de ser uno de los artistas más populares y reconocibles del mundo, porque cualquier persona reconoce una obra suya al instante en que la ve, no necesariamente le guste o quizás le fascine, pero la reconoce como un Botero. Pese a esto, el ser uno de los artistas más reconocibles, es también uno de los artistas más incomprendidos del mundo. La gente sigue pensando en el tema de la gordura y realmente se trata del volumen. Escribí explicando toda la dimensión filosófica, intelectual, plástica, que hay detrás de su obra.
Los hechos casuales
Me tomó diez años escribir la novela Los hechos casuales, que acabo de publicar. Fue una gran empresa, muy difícil de escribir. Por fortuna los lectores han tenido una reacción muy positiva frente a ella. Aborda un aspecto que es fundamental y una vivencia que compartimos todos, la de cómo el azar, la suerte del accidente, tiene un efecto determinante en la existencia de las personas.
Es la historia de Sebastián Sarmiento, un empresario que es consciente, como lo soy yo, de que todo lo que le ha pasado en la vida, para bien y para mal, desde lo más grande hasta lo más pequeño, es el resultado de una serie de hechos casuales encadenados por el azar o por el accidente o por la suerte, que produce un efecto dominó y que desemboca en consecuencias tremendas para la persona o para el mundo.
En ella cuento varios episodios recientes de Colombia. Para ubicar a personajes y darles contexto, escogí el escenario más complejo como lo fueron los últimos veinte años del siglo pasado, la época más dura de la violencia. Cuento muchos episodios relacionados con esa cadena de eslabones compuesta por hechos casuales aparentemente insignificantes, pero que, cuando te das cuenta de las ramificaciones, las consecuencias que tienen llevan a conclusiones estremecedoras. Porque los hechos insignificantes no existen.
Lo que busco en la novela es retratar esas cadenas que llevan a cosas verdaderamente trascendentales para el personaje principal. Cuento episodios que son asombrosos por el resultado tan dramático, fruto de una cadena de trivialidades: el comienzo de la primera guerra mundial, la caída del muro de Berlín, el comienzo del movimiento cívico en los Estados Unidos con Rosa Parks, varios hechos en Colombia.
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Los hechos históricos por un lado son apasionantes, brindan una mirada novedosa desde la fuerza del azar. A la vez, cada uno de estos tiene relevancia en la historia del protagonista, donde la más simple piedra no es cualquier piedra, porque tiene el poder de cambiar su vida. Por ejemplo, una decisión en apariencia trivial como lo es girar a la derecha o a la izquierda, genera unas consecuencias absurdas cambiando la vida. Evocar un recuerdo, en apariencia menor, puede tener grandes consecuencias en la vida de una persona. Esto lo refleja la novela.
Considero que debemos tomar conciencia de que muchas veces en la vida nuestro destino no depende de lo que nos proponemos, sino de lo que ignoramos, de las cosas pequeñas que se atraviesan, desde una rama o una piedra que puede tener más impacto en nuestras vidas que un rascacielos. Desconocerlo es ser ciegos a una de las fuerzas más determinantes de nuestra existencia. La novela sirve para llamar la atención y tener una antena de alerta sobre la fragilidad de la vida.
Proyectos
Me propongo reeditar Las ventanas y las voces, libro que incluye siete cuentos que quiero muchísimo, dos de ellos han ganado premios en los dos concursos más importantes que se otorgan en nuestro idioma, el Juan Rulfo y el Latinoamericano.
También quiero escribir un libro contando sobre mis vivencias de infancia con mi padre, porque siento que estoy en deuda con él y con la familia con respecto a esta faceta suya en esas condiciones tan difíciles. Será la más íntima y conmovedora faceta suya como ser humano en ese esfuerzo por entretener y deleitar a sus hijos sin contar con un centavo, con todo el mundo en contra y en esa soledad en que se hallaba. Esto bordea el heroísmo.
Estamos acostumbrados a pensar en guerreros como los grandes Aquiles y Ulises, pero, hoy en día, “ser decente es lo más heroico”. En ese sentido mi padre mostró una actitud heroica al luchar contra viento y marea buscando fortalecer los vínculos de amor con sus tres hijos. Vínculos que se han mantenido y fortalecido.
Familia
Entiendo la importancia de poder gozar de la calidez del hogar, un privilegio que no todo el mundo tiene, algo verdaderamente valioso. Ese centro de afectos, de amor, presencia y compañía humana en medio de un torbellino como lo es el universo, es fundamental.
Estoy casado con Cecilia, Uchi Carbonell, hace más de veinte años. Es una mujer extraordinaria, el centro de mi vida. Trabajó con Julio Sánchez Cristo en La FM y en diferentes medios de comunicación.
Tenemos dos niñas, muy brillantes, quienes ya están grandes. Nataly tiene veinte años, estudia filosofía y economía en George Town y muy volcada a temas de filantropía en África, Salvador y Colombia. Tatiana, de dieciocho, cursa el colegio y está aplicando a universidades, tiene una chispa extraordinaria, divertidísima e inteligentísima. Muero por las dos.
Tengo que reconocer que soy un papá muy volcado a mis hijas, muy presente, como mi esposa, porque tenemos esa identidad, una vocación de padres compartida. Ellas tres son mi vida.
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