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Centro histórico de Bogotá. El pasado y el presente conviven: casas coloniales y construcciones modernas. En una de las tantas esquinas se erige una de ellas; blanca y con más de 16.000 metros cuadrados. Centro Nacional de las Artes, le dicen. Hay algunos escalones en su exterior y allí está sentado él portando sus raíces: sombrero nasa rodeado por un chumbe yanakuna y una ruana. Se quita los audífonos, saluda y camina hacia la entrada principal. Ingresa y sube al tercer piso. Allí lo espera su amigo, su compañero de viaje. En una mochila hay una coca, un juego prehispánico que no está hecha de madera, sino de un fémur y un cráneo humanos. Son los restos de una exhumación que dan cuenta del horror y una época sangrienta de la historia colombiana: la “limpieza social” a mano de los paramilitares.
Del asesinato del que hoy Edinson Quiñones llama su amigo, se enteró por una casualidad de la vida. Un día de 2011, en la comuna 7 de Popayán, Cauca, donde residía, le empeñaron un computador. Allí encontró una información: documentos con la versión libre rendida por paramilitares cobijados por la Ley de Justicia y Paz, porque, como parte de su proceso de desmovilización, algunos miembros del grupo al margen de la ley confesaron los hechos delictivos que cometieron. Quiñones se dio cuenta de que muchos de esos relatos estaban relacionados con la “limpieza social” perpetrada en el territorio nacional. De hecho, se calcula que “960 de los 3.696 casos” de exterminio social, realizados entre 1988 y 2013, fueron ejecutados por los paramilitares, de acuerdo con el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica titulado “Limpieza social. Una Violencia mal nombrada”. El departamento del Cauca y su capital también fueron escenario de esas ejecuciones. “Por el solo hecho de estar en un barrio periférico, ya eras un objetivo militar, porque eras lo que le hacía daño al centro”, recuerda Edinson Quiñones.
Entre los documentos encontró el relato de los hechos perpetrados por un exmiembro del Bloque Calima de las AUC, quien admitió el asesinato del hijo de una mujer, quien había denunciado su desaparición a manos de un grupo armado que había ingresado de noche a su casa y se lo había llevado. Edinson Quiñones reconoció a la víctima: un antiguo compañero del reformatorio en donde estuvo recluido en su preadolescencia. Corroboró la información y tiempo después decidió visitar a aquella mujer. Al llegar a esa casa, se trasladó a un velorio, pero sin flores ni cuerpo que llorar: fotografías de la víctima y velas alrededor. De repente, él le dijo que sabía dónde estaba enterrado su hijo, que tenía un croquis, pero que no preguntara por qué. Le sugirió que ambos fueran a hacer la exhumación. Eso hicieron. La madre reconoció a su hijo.
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Pasó un tiempo para que Edinson Quiñones regresara a aquella casa. El día que lo hizo halló a una madre con otro semblante. “Ella se veía vigorosa y tranquila. Sanó porque tenía los restos de su hijo”. “Yo quiero tener algo de eso, ¿será posible?”, le preguntó. “¿Qué quiere?”, le respondió. Él le dijo que le gustaría quedarse con la cabeza porque contenía la visión, que para el pueblo nasa hace referencia a lo espiritual, y la pierna, que representa la fuerza, según su cosmovisión. Con aquellos restos construyó una coca, una pieza a la que denominó Todo no es un juego, que es un elemento de juego y culto. “La coca no es un elemento inventado por mí. Las culturas indígenas prehispánicas las tenían y cumplían una función de sanación. Se encontró en México, en Guatemala y en Tolima con los pijaos, quienes fueron los únicos indígenas que no se dejaron dominar. Muchos de esos líderes siempre mantenían la cabeza o el hueso, dependiendo de la fuerza que tenía ese espíritu. Lo que hago es retomar eso ancestral. Eso fue lo que me pareció interesante: volver a lo primario, a cómo nuestros abuelos eran escultores y artistas”.
Con esa obra, más allá de rendirle un homenaje a una víctima del conflicto, busca manifestarse a través del arte contra el asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos en el Cauca, el segundo departamento en donde más crímenes se cometieron contra estas personas en 2022, según la Defensoría del Pueblo. “Es un territorio que nunca ha tenido paz, a pesar de que hemos tenido tres procesos importantes: el del 90, cuando el M19 se desmovilizó; el del 91, cuando la guerrilla indígena (Movimiento Armado Quintín Lame) entregó sus armas, y los Acuerdos de Paz de 2016”.
De ese conflicto latente le han quedado balas que va encontrando a su paso y luego recoge, lava y seca al sol. “Las balas son las desarmonías en nuestro territorio, que tienen que volverse a limpiar y enterrar, porque causaron muertes y problemas. Yo no las boto ni las escondo, las muestro para hacer pedagogía”. Por eso, muchas de ellas han sido parte de sus obras, como también lo ha sido la hoja de coca, que para el pueblo nasa es una planta sagrada. “La hoja de coca la relaciono con el amor de mi madre. La cocaína es la relación de cuando compras el amor. Lo primero es eterno, lo segundo es de un momento”.
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Sus orígenes también guardan relación con aquella hoja, pues su padre yanakuna fue desplazado en los años 70 de Bolívar, Cauca, a raíz de la bonanza cocalera, caracterizada por la transformación de aquella planta en base de coca. En cambio, dice que su madre nasa “lleva la planta ancestral”. “Tengo esos dos mundos y hablo de ellos: del narcotráfico, de cómo esa plata ha sido transformada, sintetizada, vuelta droga”. Siendo tan solo un bebé, al igual que su padre, a él también le tocó vivir el desplazamiento forzado.
Hace varios años, a raíz de la violencia que se vivía en La Plata, Huila, sus padres aprovecharon para invadir un predio en Popayán, aprovechando una catástrofe natural: el terremoto del 31 de marzo de 1983, de 5.5 de magnitud, que culminó con la vida de más de 260 personas. Tras lo sucedido, algunos prefirieron abandonar aquella ciudad, mientras que otros, en especial indígenas, negros y campesinos desplazados por el conflicto armado, llegaron y se asentaron allí. “El acto de resistencia que hago es contar desde la honestidad de dónde vengo y para mí eso sana”. Pero aquel no es el único que ha hecho en toda su vida.
En el mundo en el que se crió parecía que solo tenía tres opciones: “ser narcotraficante, un sicario o un bandido. Pero decidí ser resistente y no tomar lo que me daba el barrio”. Sin embargo, creció con una sensación de vacío producto de vivir cosas que no le correspondían a su edad. “Yo no me crié con niños, sino con personas grandes de espíritu viejo. Niños que eran huérfanos o que tenían que ayudarle a la mamá porque estaba demasiado vieja. Niños que el papá era alcohólico y violento. Me crié con todas las desarmonías que tienen el conflicto armado y el desplazamiento forzado en un territorio”. Y llegó el día en que él se transformó en un espejo de esa desarmonía.
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A los 13 años terminó preso en el reformatorio Toribio Maya, tras herir a un amigo por defender a su madre. “La mamá a uno le da la vida y por ella uno se la hace quitar”. Durante los nueves meses que permaneció en aquel lugar, dibujaba todo lo que pasaba y extrañaba, era una especie de diario con imágenes que le ayudaban a expresar todo lo que sentía: miedo, preocupación, desespero, tristeza, melancolía y vergüenza. “Yo le agradezco al arte, porque me sirvió para decir eso que me dolía por medio de las imágenes”.
A ratos, ya con 41 años, aún Edinson Quiñones tiene miedo. El terror emerge cuando debe retornar a su territorio, luego de un viaje. “Ojalá no empiecen a matar a los artistas, porque ellos piensan que también son líderes sociales, y nosotros el único compromiso que tenemos es con la estética y con la imagen”.
Mientras tanto, algunos contemplan su exposición en el tercer piso del Centro Nacional de las Artes, de la que hacen parte no solo la pieza de la coca, sino una videoinstalación, algunas balas y hojas de coca. Una señora de pelo canoso pisa las hojas que en su conjunto forman una figura, como si aquello tan solo fuera decoración o se tratara de hojas recién caídas de los árboles. Mira a Edinson Quiñones. Pero no hay palabras.
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