Tomás González: “La fugacidad del tiempo hace que el universo tenga belleza”
En “El fin del océano Pacífico” (Seix Barral), el escritor colombiano narra dos elementos que han hecho parte de su narrativa y que han marcado el pasado y presente en su vida: el mar y la finitud de la condición humana.
Andrés Osorio Guillott
“En 1956, cuando tenía seis años, mi papá compró una casita frente al mar. A partir de ese año y hasta que tuve más o menos 15, cada año pasábamos entre dos y tres meses en esa casita en las afueras del Tolú de antes, a pocos metros del agua. Teníamos canoa. Es de no poder imaginar, por lo mucho que ha cambiado, la hermosura que era Tolú en aquellos días. Y aquí me fallan y faltan las palabras y me veo obligado a usar las de siempre: paraíso, esplendor. Todo aquello se me quedó en el corazón, por supuesto, tanto que vuelvo al mar cada vez que puedo y su presencia se hace sentir casi siempre en lo que escribo”, dijo Tomás González, develando un rincón de su memoria que se ha desmoronado en su literatura, que nos lleva a Primero estaba el mar, una de sus novelas, o que se describe ahora en El fin del océano Pacífico describiendo el apocalipsis al que lo inducimos, pero también hablando de esa eterna escala de grises que se posa en la región que se menciona en el título del libro: “…El mar se había llevado la basura, y las playas estaban en el pleno esplendor de su gris luminoso. Me gustaba cada vez más esta región. No me importaría morir aquí”.
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“En 1956, cuando tenía seis años, mi papá compró una casita frente al mar. A partir de ese año y hasta que tuve más o menos 15, cada año pasábamos entre dos y tres meses en esa casita en las afueras del Tolú de antes, a pocos metros del agua. Teníamos canoa. Es de no poder imaginar, por lo mucho que ha cambiado, la hermosura que era Tolú en aquellos días. Y aquí me fallan y faltan las palabras y me veo obligado a usar las de siempre: paraíso, esplendor. Todo aquello se me quedó en el corazón, por supuesto, tanto que vuelvo al mar cada vez que puedo y su presencia se hace sentir casi siempre en lo que escribo”, dijo Tomás González, develando un rincón de su memoria que se ha desmoronado en su literatura, que nos lleva a Primero estaba el mar, una de sus novelas, o que se describe ahora en El fin del océano Pacífico describiendo el apocalipsis al que lo inducimos, pero también hablando de esa eterna escala de grises que se posa en la región que se menciona en el título del libro: “…El mar se había llevado la basura, y las playas estaban en el pleno esplendor de su gris luminoso. Me gustaba cada vez más esta región. No me importaría morir aquí”.
“Es raro y desesperante que los seres humanos vivamos un manojo de años, vislumbremos la infinitud de este asunto, conozcamos dos o tres cosas, la ley de la gravedad, la existencia de los neutrinos, y pum, se nos apague el mundo”, dice Ignacio, el personaje principal de una novela que explora en esos instantes en los que el mundo nos define también lo que somos, que nos define el presente, pero más que eso, que ahonda en las proximidades del fin y nos obliga a cuestionarnos sobre la finitud que reafirma la naturaleza humana.
Todos expresamos esa cercanía a la muerte de maneras diferentes. Ignacio muestra tedio y mal genio ante su debilidad. ¿Qué puede determinar, si todos padecemos de alguna enfermedad que nos arrebata la vida, un momento tormentoso o parsimonioso ante la muerte?
A todos nos ataca el tedio y el mal genio en algunos momentos a lo largo de la vida y también en el tramo final. Pero no son esos sentimientos, aunque aparecen, los que dominan el tramo último de Ignacio. Hay interés y asombro, y tal vez sea ese, su asombro ante el final de su tiempo, que es el final del tiempo, lo que define sus momentos últimos. Pienso que es imposible saber si la nuestra va a ser una muerte tormentosa o más bien tranquila. Todo va a depender mucho de la enfermedad, si es enfermedad, o del accidente, de aquello que sea la causa del fin. Y también de la personalidad. El dicho “el que come solo muere solo” ilustraría esto último. O “morimos como vivimos”. Pienso que no nos convertimos en otra persona para morir, pero falta ver.
Los personajes están conectados a los retratos y paisajes del Pacífico. ¿Nuestra manera de reconocernos en el mundo estaría conectado con nuestra relación con el medio, con el lugar y el modo que habitamos?
Exacto. No somos entes autónomos. Ningún ser, sea animado o inanimado, lo es. Pienso que nuestra individualidad es ilusoria. Lo curioso es que eso debería ser tan evidente como la casa donde escribo esto y, sin embargo, nos pensamos siempre como individuos libres e independientes. Somos tan poco libres como los pájaros. Un territorio nos define y nos amarra, igual que a los pájaros. Al crear un personaje literario necesariamente debemos crear el territorio del que forma parte en ese momento y que se manifiesta en todos sus actos. Cuando la persona cambia de territorio se hacen menos visibles unos rasgos de su personalidad y aparecen otros. Una cosa es Ignacio trabajando en un hospital de Medellín y otra mirando las ballenas en una costa del Pacífico.
Partiendo del interés de Ignacio por ellas, ¿Cuál es su opinión frente a la relevancia que puede tener una frase? ¿Cree que una frase es capaz de transformar una vida?
Las frases son muy útiles. Sirven, entre otras cosas, para transmitir un golpe de sabiduría o de ingenio, como en los dichos, o para resumir un hecho -vine, vi, vencí-. Con sus frases, Ignacio en realidad lo que está buscando es seducir a su mujer, pues a ella la divierte esa manera que tiene él de dejarlas ligeramente pomposas, clichesudas y de mal gusto, sin que dejen nunca de transmitir verdades. A veces son citas famosas. Ignacio hace el amor con ella, por ejemplo, y después, cuando termina de vestirse, la mira, solemne, y le dice, precisamente: “Ester: vine, vi, vencí” o “Ester: el mal no es espectacular y es siempre humano”. En este segundo caso lo que a ella le resulta gracioso es lo absurdo del momento que escoge para decirla. Ester se ríe y siente que se le vuelve a encender el… “alma”. Otra función de las frases, la de construir las narraciones, es también clara en esta novela. Fui de frase en frase, cuidando cada una, tratando de evitar en lo posible las frases vacías o inútiles, y de ese modo, tratando siempre de que cada una tuviera fuerza, llegué al final.
Al igual que en La luz difícil existe un interés por retratar la vejez. ¿A qué se debe su interés por esta etapa de la vida? ¿Cree que la percepción o el concepto que tenemos sobre ella ha cambiado?
Siento que el respeto que se tenía al mirar esta etapa no es la misma de antes. Cuando escribí Primero estaba el mar y el Cuento verdor, para dar dos ejemplos, tenía más o menos la edad de los protagonistas. Me quedaba fácil ponerme en sus zapatos. Era la edad que más conocía en ese momento: sus ambiciones, sus tormentas de hormonas, la dificultad para dominarse o para ser sensato. No habría podido escribir La luz difícil en esa época, creo. Para eso había que estar más cerca de la vejez. Lo mismo se puede decir de El fin del océano Pacífico. La vejez es mi presente.
En la novela hay una crítica a la violencia en Colombia, al folclorismo y la falta de orden. ¿Por qué cree que en el país hemos normalizado tanto la violencia y nos hemos tomado todos nuestros problemas tan a la ligera?
Pienso que hacer crítica no corresponde a los narradores. Cuando en la historia hay violencia, esta aparece en la narración, pero es porque el relato lo exige y no porque el escritor quiera hacer crítica. Además, no hay necesidad. Al aparecer tal cual es, ella se critica sola. Por otra parte, viví mucho tiempo en Estados Unidos y sé que el folclorismo y la propensión al desorden son Patrimonio de la Humanidad. Los actuales gobiernos de Estados Unidos y Brasil ilustran lo que te digo. También es Patrimonio de la Humanidad la tendencia a normalizar las taras. ¿Qué tal el escándalo de corrupción que son las contribuciones políticas de las empresas a los partidos en Estados Unidos? No solo son algo normal, sino que están aprobadas por la ley, es decir, la corrupción está reglamentada por el Estado para beneficio de las élites. ¿Y qué tal la normalización de la mentira durante el gobierno de Trump? ¿O la normalización de la violencia durante Hitler y Mussolini? Aquello fue igual de horroroso que la normalización del asesinato por falsos positivos, solo que a mayor escala. Y me doy cuenta de que voy a estar en desacuerdo con tus tres afirmaciones, pues tampoco me parece, la verdad, que nos tomemos las cosas ni más ni menos a la ligera que en otras latitudes. Pienso en las fiestas en las playas de Miami Beach en plena pandemia. O en las protestas en Italia contra medidas que estaban salvando vidas.
“El mal no es espectacular y es siempre humano”. No se trata de agradecer que reivindiquemos el mal, pero, ¿por qué somos tan quisquillosos con él? ¿Se trata de aceptarlo o cómo habría que convivir con ese “lado oscuro” de nuestra condición?
Aquí sí estamos de acuerdo. La frase del poeta Auden acierta al considerar el mal como intrínsecamente humano. La capacidad de hacer el mal está en nosotros. Los tigres matan con inocencia. Nosotros no. Los tigres matan para comer, mientras que los seres humanos demasiadas veces lo hacemos por codicia o simplemente para sentirnos poderosos. Saber que el mal está en todos nosotros nos podría ayudar a mantenerlo a raya.
En un momento Ignacio se pregunta: “¿Hasta dónde el pueblo tiene la culpa de lo que le pasa?”. ¿De qué somos cómplices? ¿Y ese concepto de la culpa no termina tergiversándose? ¿Por qué culpamos al que roban por dar papaya o a la mujer que violan por como se viste o comporta?
Ignacio solamente se lo pregunta, pero no está muy seguro. Sí lo pienso así. El pueblo alemán tuvo gran parte de la culpa por lo que pasó durante el nazismo, por ejemplo. Y setenta millones de personas acaban de votar por Trump. No fueron partidarios, fueron cómplices. No fueron engañados. Son racistas, son xenófobos, y Trump es el presidente que quieren. No son víctimas. A veces se culpa a la víctima de manera injusta, cierto, como en el caso de las violaciones o de los robos “con papaya” que mencionas, pero estas personas que votaron por Trump no son víctimas. Tampoco lo son los berlusconistas, los uribistas, los franquistas, los bolsonaristas. Gente muy decente en muchos aspectos, algunos de ellos, y que, sin embargo, dan su apoyo a criminales.
El paso inminente del tiempo y esa percepción de que nunca nos perteneció. ¿Tiende a ser fatalista nuestra relación con el tiempo?
Para mí, la fugacidad del tiempo es lo que hace que el universo tenga la belleza que tiene. La fugacidad del tiempo es la fugacidad de las cosas, que nunca están quietas, que se transforman y recrean constantemente en el caleidoscopio universal. Todo eso me pertenece siempre y cuando lo acepte como es. Si trato de agarrarlo, de detenerlo para que no se me escapen las cosas, lo pierdo. Aceptarlo me permite, además, soportar mejor la angustia, el dolor, el horror, pues sé que tampoco duran, y tal vez me permita aceptar la muerte y vivirla igual que he vivido todo lo demás.