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Y por allá en París en los primeros años 30 del siglo XX andaba Ernesto Sabato, medio perdido y medio tratando de entender un poco la vida y el mundo, rodeado de telescopios y de aparatos de medición, “de logaritmos y sinusoides”, como lo escribió en el prólogo de “Hombres y engranajes”. Como desde niño, cuando vivía en las pampas argentinas y se obnubilaba viendo a los socialistas de su tiempo, con “un sombrero volteado”, se hacía preguntas y empezaba a sospechar que sus interrogantes jamás tendrían respuestas concretas. Y menos, al lado de aquellos científicos del laboratorio Curie, cuya vanidad le provocaba entre risa y asco hacia sí mismo.
Como él mismo lo dejó plasmado en uno de sus textos, “En 1938 trabajaba en el Laboratorio Curie, de París. Me da risa y asco contra mí mismo cuando me recordé entre electrómetros, soportando todavía la estrechez espiritual y la vanidad de aquellos cientistas, vanidad tanto más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre la Humanidad y el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo”. Por aquellas observaciones y principios de conclusiones, Sabato empezó a dejar la ciencia. Había estudiado física en la Universidad de La Plata, y durante varios años trabajó en las razones y los efectos de las radiaciones atómicas.
Cuando escribió “Uno y el universo”, explicó en pocas líneas las razones por las que había dejado la ciencia. Dijo entonces que “La ciencia ha sido un compañero de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás. Todavía cuando nostálgicamente vuelvo la cabeza, puedo ver algunas de las altas torres que divisé en mi adolescencia y me atrajeron con su belleza desposeída de los vicios carnales. Pronto desaparecerán de mi horizonte y sólo quedará el recuerdo”. Luego dejó muy en claro que no era una traición a nada, sino una fidelidad a su condición humana, y que reivindicaba “el mérito de abandonar esa clara ciudad de las torres -donde reinan la seguridad y el orden- en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura”.
Seis años más tarde, a principios de 1951, en una especie de presentación que hizo de su libro de ensayos “Hombres y engranajes”, escribió que “Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después se comprende que el fantasma que se perseguía era Uno-Mismo”. En las primeras páginas, a manera de prefacio, Sabato transcribió una cita de Fédor Dostoievski sacada de “El diario de un escritor”. Decía que “Me sería muy difícil relatar cómo se han transformado mis convicciones, más aún no siendo ello, probablemente, muy interesante”.
A renglón seguido, eligió una oración del filósofo ruso Lev Chestov, quien afirmaba más o menos lo contrario: “¡La historia de las transformaciones de las convicciones! ¿Existe, acaso, en todo el dominio de la literatura, historia alguna de interés más palpitante?”. Sabato se transformó una y otra vez, y como Chestov, consideró que sus cambios eran relevantes. Quiso ser futbolista de Estudiantes de la Plata, y luego un líder socialista. Luego fue científico y dejó la ciencia a un lado para escribir ensayos. Más tarde escribió novelas. Consideraba que la más auténtica y profunda de las rebeliones solo podía darse con la novela y desde la novela.
Era el único lugar en el que el espíritu no podía separar la inseparable. “Por su misma hibridez”, decía, “a medio camino entre las ideas y las pasiones, estaba destinada a dar la real integración del hombre escindido; a lo menos, en sus más vastas y completas realizaciones”. Después de terminar sus dos primeros libros de ensayos, “Hombres y engranajes” y Uno y el universo”, escribió la primera de las tres novelas que publicó, o que le publicaron, “El túnel”, que salió a la calle en 1948. Allí, Sabato comenzó a adentrarse dentro de su mundo de pesadillas y a sacarlas afuera. A plasmarlas en un papel. La escribió en primera persona, precisamente, porque quería “arrastrar al lector al vórtice de Castel, un paranoico, convincente como todos los paranoicos”.
Muchos años más tarde, en una conversación con el escritor y guionista de cine Carlos Catania, y ante la pregunta de si él había conducido a Castel, el protagonista de la historia, o en realidad había ocurrido todo lo contrario, afirmó que sus personajes de ficción, y en general los personajes de ficción, surgían “de lo más profundo de la inconciencia”, y por lo tanto, no eran tan identificables con sus autores. Permanecían en un área difusa, entre la vigilia y el sueño, entre la realidad y la mentira. Más adelante, hablaba de Chestov y aseguraba que en sus trabajos sobre Dostoievski y Tolstoi, afirmaba que “las verdaderas autobiografías de los escritores no hay que buscarlas en esos superficiales libros que narran la vida del creador, sino en sus novelas”.
Pasados más de 10 años de haber escrito El túnel, Sabato presentó Sobre héroes y tumbas. Cuando le preguntaban por qué había tardado tanto, dijo que las novelas se terminaban cuando ellas mismas estaban listas, que no había que apresurarse, y que tampoco era necesario hacer 15 o más. Habló de que Stendhal solo había hecho dos, y que Cervantes había pasado a la inmortalidad por El Quijote. Era su manera de explicar sus demoras. Su última novela, “Abaddón el exterminador”, la terminó de escribir en 1973. De allí en más, se dedicó a trabajar en unos cuantos en ensayos, y en los 80, en la elaboración de un informe sobre lo que había acontecido con la dictadura argentina del 76 al 83. Después volvió a cambiar de vida. Se dedicó a pintar.