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¿Será algo de los artistas? Sobre todo, de los directores de cine y los fotógrafos, que la mayoría llega a cierta edad con un brillo en la mirada, una sensualidad pícara y un cinismo agudo. El brillo, tal vez, por afinar el ojo, por aprender a mirar. La sensualidad por la sexualidad: hablan y viven el amor y el placer con una intensidad que saben finita, y entonces se entregan, buscan, huelen, besan. La picardía por la travesura y porque les cuesta la exclusividad propia del amor romántico. El cinismo, por el cansancio: se han dedicado al arte porque no pudieron elegir nada más, porque era lo que para ellos tenía sentido, pero ha sido, también, la forma de encontrarse con la condición humana, los triunfos de lo estéril y la poca atención a la curiosidad que a ellos los dotó de un aire de superioridad que, probablemente, jamás reconocerán, pero que ya no abandonarán.
Hernando Toro es uno de los protagonistas de “Toro”, un documental de Gina Ortega y Adriana Bernal-Mor, las otras dos figuras estelares. Además de, durante cinco años, grabarlo hablando, comiendo, tomando fotos y peinándose, construyeron una relación con él que revistió a esta película de intimidad. Ese es uno de los valores más importantes de este filme: la cercanía con un personaje que tenía un guion establecido por aquello de ser una figura, pero que, con el pasar de los días, abandonó la máscara y mostró la fragilidad escondida detrás del lente de su cámara.
Puede ser normal: a Toro le han dicho, durante gran parte de su vida, que es un artista, un clásico. Lo han adulado tanto, que su perfomance solo podía contener una voz de mando que acompañara pasos fuertes y manotazos. Su irreverencia se fortaleció con la seguridad de quien se sabe grande, y esa grandeza se la ganó en una cárcel de España, cuando quedó preso y, después de un tiempo, decidió tomar fotos, así que se convirtió en el fotógrafo de la Cárcel La Modelo de Barcelona.
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Ortega y Bernal-Mor, las directoras, fueron protagonistas porque, además de encontrarlo y proponerle el documental, se involucraron y consiguieron que él se involucrara con ellas: después de la primera fase del rodaje en el que él ordenaba sobre los cortes en las tomas, contestaba preguntas con algo de recelo disfrazado de humor negro y de repetir y repetir historias que lo llevaban a los años en los que estuvo en la cárcel produciendo su obra, se dejó ver, y entonces salió su ángulo más delicado, el más frágil. El que, a pesar de la profundidad y la agudeza, también pedía algo de aprobación, algo de reconocimiento que le confirmara que su ego no se soportaba en adulaciones. Algo que le comprobara que, realmente, sí era un fotógrafo capaz de vender algo más que imágenes de bodas, para él “fotografías comestibles”: las que lo han alimentado.
De Toro se saben algunas cosas: es colombiano, tiene dos hijos y estuvo preso por convertirse “en el pionero del narcotráfico en España”. “Pobrecita, ni se enteraba de que yo era un bandido”, dice en este documental al recordar a Maite, una de sus compañeras y la mamá de su segundo hijo. Se sabe, también, que le gusta la belleza que alcanza todos los sentidos, la que cuenta historias con miradas y líneas de expresión. La que en la foto se percibe como un mapa.
“Yo quiero que se vea, pero que no se vea” le indica a una de sus modelos, que está desnuda y evidentemente incómoda. A los minutos, sus gestos se relajan después de varios griticos de Toro: “Perfecta”, “Lindaaa”, “Ya casi llegamos a la que es, pero meta las manos por debajo de las tetas para que se vean más grandes todavía”, y ella sonríe y obedece. “Jueputa, esta fue”, lanza él. Ella descansa.
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Toro se ofende al recordar las condiciones que las galerías le han ofrecido para exhibir: 50% por venta “sin hacer un culo”. En el documental, las directoras presencian negociaciones de alguien que quiere representarlo gracias a que se encontró con “la basura” de este fotógrafo (así le dice él a sus fotografías más viejas).
Su obra llega hasta Artbo, una de las ferias de arte más prestigiosas de Bogotá. Es el momento de este fotógrafo mostrando sus capturas y anhelando un reconocimiento de ojos que espera que vean lo que él vio: se ve como un niño esperando un permiso para salir a jugar, para comprar un dulce. Un niño con canas que sueña con que le digan que sí, que comprarán.
Ortega y Bernal-Mor dicen que tienen suerte de haberlo encontrado, pero además de haberse encontrado entre ellas: creen que no es muy fácil hallar un compañero creativo para construir y hacer acuerdos. Preguntarse por lo que había más allá del Toro fotógrafo, de la estrella, fue su guía para descubrirlo. Una de ellas era experta en ficción y la otra en documental, así que fusionaron lo que sabían y de allí salió esta película guiada por una voz en off que acompaña esas conversaciones en las que el fotógrafo, el artista, el ser humano, el anciano, el hombre, el expresidiario, el colombiano, el extranjero, el amante y el travieso, hablaron. “El guion de los documentales se crea en la edición”, dijo una de ellas. Lloraron al verla. Recordaron a su protagonista, que en medio de las canas y una melancolía contagiosa, repitió varias veces durante el rodaje, que le quedaba poco, que se haría famoso solo después de su muerte y que este sería el testimonio de su camino y su obra.
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Toro, el fotógrafo de la cárcel, que produjo oxígeno en medio de la asfixia del encierro. Toro, el fotógrafo de la cotidianidad, que en medio de un lugar en el que se supondría que únicamente habría desasosiego, construyó esperanza. Toro, el fotógrafo profesional, que aprendió de técnicas, luces, blancos y negros, mirando y leyendo libros. Toro, el fotógrafo atrevido que logró que le dieran una cámara, herramienta para la libertad en el templo de las cadenas.