Tradición, innovación y futuro: el viaje de la ópera en Colombia
La demolición de icónicos teatros en Medellín en el siglo XX simboliza las tensiones entre el progreso industrial y la conservación cultural; un pequeño retrato de la evolución de la ópera por el país. Hoy, ese arte lucha por democratizarse.
José David Escobar Franco
En 1904 era mal visto que se hicieran obras de teatro en Cuaresma. Pero Enrique Zimmerman, director de la compañía lírica Colón, se defendió en una columna en el diario La Patria, de Manizales: “Las pocas horas consagradas por módica suma al teatro impiden las perturbaciones mentales en las tabernas, la disipación en los juegos y bacanales de peores géneros”. Así lo consigna Juan Fernando Velásquez, musicólogo afiliado al grupo de investigación Músicas Regionales, de la Universidad de Antioquia, en su artículo “Ecos tras bambalinas”. En efecto, tras la ópera y el teatro yacía una aspiración a la modernidad, el cosmopolitanismo y el buen gusto, impulsada por la clase burguesa que era dueña de las empresas del país. “Es más edificante para el espíritu ir a la ópera que a una pelea de gallos”. Algo así decían las primeras publicidades que invitaban a los colombianos a asistir a los teatros. “Era constante el contraste entre la ópera y otra actividad tradicionalmente asociada al ocio, como las carreras de caballos o las corridas de toros”, recuerda Velásquez. El experto explica que la historia de la ópera en Colombia hace parte de la historia del nacimiento de los teatros más icónicos del país, que eran parte, a su vez, de un proceso de industrialización y modernización.
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En 1904 era mal visto que se hicieran obras de teatro en Cuaresma. Pero Enrique Zimmerman, director de la compañía lírica Colón, se defendió en una columna en el diario La Patria, de Manizales: “Las pocas horas consagradas por módica suma al teatro impiden las perturbaciones mentales en las tabernas, la disipación en los juegos y bacanales de peores géneros”. Así lo consigna Juan Fernando Velásquez, musicólogo afiliado al grupo de investigación Músicas Regionales, de la Universidad de Antioquia, en su artículo “Ecos tras bambalinas”. En efecto, tras la ópera y el teatro yacía una aspiración a la modernidad, el cosmopolitanismo y el buen gusto, impulsada por la clase burguesa que era dueña de las empresas del país. “Es más edificante para el espíritu ir a la ópera que a una pelea de gallos”. Algo así decían las primeras publicidades que invitaban a los colombianos a asistir a los teatros. “Era constante el contraste entre la ópera y otra actividad tradicionalmente asociada al ocio, como las carreras de caballos o las corridas de toros”, recuerda Velásquez. El experto explica que la historia de la ópera en Colombia hace parte de la historia del nacimiento de los teatros más icónicos del país, que eran parte, a su vez, de un proceso de industrialización y modernización.
Por eso, la historia de los teatros es recordada con dolor por quienes vivían en Medellín, que a mediados del siglo XX era el corazón industrial del país.
Una mañana a finales de 1954, los paisas despertaron sin el Teatro Bolívar. La demolición había comenzado en la noche, cuando los miembros de la Sociedad de Mejoras Públicas, que se oponían a ella, dormían. Ese teatro, con aforo para 1.278 personas, había sido entregado en 1909 y vino con una promesa de desarrollo, de traerle al país costumbres “civilizadas” y “cultas” ante formas “atrasadas” de entretenimiento. Era un espacio a la italiana, con un salón donde los ricos podían salir a ser vistos durante los intermedios y los asistentes disfrutaban de la combinación de todas las artes: música, canto, danza, actuación y también pintura, arquitectura y vestuario. Pero en 1954, otras promesas de desarrollo justificaron la demolición del lugar. En 1967, el Teatro Junín corrió la misma suerte. El majestuoso inmueble art nouveau, con capacidad para 4.700 personas, fue destruido para dar lugar a uno de los símbolos del avance industrial de Medellín: el edificio Coltejer. La ausencia de esos escenarios hizo que la presión fuera alta el 19 de febrero de 1987, cuando por primera vez se levantó el telón del Teatro Metropolitano de Medellín: un sector de la ciudad, más apasionado del género, exigía más cultura y aspiraba a un ecosistema de compañías de ópera estables y permanentes.
Sin embargo, tanto en Medellín como en las demás ciudades del país donde existe oferta de ópera, la dinámica es similar a la del siglo XIX: la programación es por temporadas específicas y sin constancia anual. Pero hay una diferencia: ahora hay compañías colombianas.
Migrantes de Europa, que vivía una sobreoferta de compañías de ópera, trajeron las primeras presentaciones a Colombia en los 1800. El del italiano Oreste Síndici es quizás el nombre que más resuena, pues fue quien musicalizó el actual himno nacional, pero para entonces ya había varias compañías pequeñas de distintos países con presentaciones itinerantes: Rossi Guerra y Luisia, llegada en 1865; Juan del Diestro, 1866; Zafrané, cuya primera presentación fue en 1871; Fernández Gómez y Birelli, en 1875; Albieri, Pocoreli y Sanctis, 1878, y Monjardín e Iglesias, en 1888. No todos eran italianos, pero su repertorio principal sí, y sigue primando hoy. Estos artistas eran aventureros. Para llegar a las ciudades centrales de Colombia debían atravesar montañas, valles y selvas en mulas o a caballo, hasta llegar al río Magdalena. Todo esto cargando instrumentos y escenografía. Así lo registra la historiadora Cenedith Herrera Atehortúa.
No resulta de extrañar que la ópera fuese una actividad cultural costosa de producir, y por ello era costosa también como ejercicio de ocio. Requería no solo la financiación obtenida mediante boletas, sino también a través de filántropos y grupos empresariales. Esto tampoco ha cambiado.
No es posible romantizar esa época de antaño. La crítica registrada en archivos de prensa se refiere a muchas de esas presentaciones como desastrosas. Sin embargo, estas compañías lograron cultivar un público. Pietro Mascheroni, de Bellas Artes, se destaca como uno de los maestros de canto que llegaron al país desde Italia. Tras él, generaciones de artistas, entre quienes sobresale el legendario Carlos Julio Ramírez. Bogotá y Medellín fueron epicentros de este movimiento creativo. En Medellín era tal el fervor por la música que, en los años 40, ocurrió el primer intento de tener una compañía estable de ópera, según reporta un artículo de El Tiempo. En aquella época, las empresas estaban prestas a financiar producciones. Pero fue en 1976 cuando la mecenas Gloria Zea fundó la Ópera de Colombia. “No fue fácil. Hubo críticas hacia el arte lírico como proyecto cultural del instituto en un país como Colombia. Más que inoportuno, parecía exótico”, dice el periodista Juan Carlos Rojas en ese periódico.
Pero la escena ha cambiado. Directores escénicos como Pedro Salazar y Sergio Cabrera han apostado —no sin controversia—por puestas en escena contemporáneas o atemporales, localizadas en la Colombia de hoy con sus problemáticas sociales. Cada vez más universidades y conservatorios producen pequeñas óperas cada semestre. Aunque es difícil desligar la ópera de las clases altas, pues el origen de esa escena es propio de las élites urbanas, las propuestas actuales no están pensadas de manera excluyente. Un esfuerzo constante para que la ópera no sea un disfrute de élite, sino de todos, guía el trabajo de teatros y gestores culturales del país.