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Empujo la puerta de metal y acetato y agarro la botella fría. De la cocina hasta mi puesto de trabajo hay 49 pasos que recorro, escudriñando las caras de mis compañeros de turno. Unos, como yo, luchan contra el sueño, otros trabajan sin que parezca importarles que son las 4:30 de la mañana y que somos animales diurnos. Anhelo ser como ellos.
Por los altos ventanales de la oficina ubicada en un piso octavo las gotas de lluvia se deslizan rápidamente dejando largos surcos que desaparecen de la misma manera. Al ver más allá del cristal veo pasar al que, supongo, es el primer metro del día. Las luces amarillas que iluminan cada una de sus ventanas desaparecen a lo lejos conforme avanza sobre el viaducto y se adentra en la oscuridad de la madrugada. Le sugerimos: El susto (Cuentos de sábado en la tarde)
Si extiendo la mirada aún más lejos, los faroles del alumbrado público de la Comuna Nororiental se asemejan a pepitas de oro incrustadas en una piedra negra gigante que pareciera amenazar con caerle encima en cualquier momento al edificio donde he trabajado todas las noches hábiles y algunos festivos en los últimos quince meses.
El gas a presión escapa rápidamente al girar la tapa de la botella de Vive 100, tomo dos tragos. 302740, Tab, Tab, 7779, Tab, $0.65, Tab. 302740, Tab, Tab, 7779, Tab, $2.95, Tab. 994551G, Tab, Tab, 2229 Ground, Tab $64.00, Submit. “Adjustment done.”, Status: Closed, tecleo frenéticamente una vez más, una noche más, una semana más, un mes más. Solo quedan unas 1.200 semanas más por cotizar y por fin el descanso eterno, pienso con desasosiego. Tomo otro sorbo de la botella de energizante. Después de un rato siento que el corazón se acelera, pero el reloj avanza a la velocidad de siempre.
Las luces rojas y azules de las patrullas de policía se destacan a lo lejos en la loma oscura de punticos dorados. Más arriba, al terminarse la tierra, veo que el cielo ya no es completamente negro sino “azul reproche”, como le llaman mis amigos al color del cielo momentos antes del amanecer. En la calle los semáforos cambian de verde a rojo una y otra vez mientras que en mi pantalla la lista de pendientes va quedando vacía.
Miro por un instante a la mujer del trabajo que me gusta y que parpadea lentamente con la luz del monitor reflejada en sus lentes de marco dorado. Cuando observo en dirección contraria, me encuentro con la señora de la limpieza que lleva unos segundos, o tal vez un par de minutos, parada junto a mí, esperando, casi que de brazos cruzados, le dé permiso para pasarle el trapo húmedo a mi pantalla, teclado y escritorio. Me disculpo por la distracción, a lo que ella me responde con una corta y casi inexpresiva mueca de sonrisa. Pienso que me gusta más cuando le toca el horario nocturno a la otra señora.
Durante las casi diez horas que estoy sentado frente al computador digitando códigos y corrigiendo devoluciones de cobros mal hechos, para gringos, canadienses y chinos, lo poco que me alienta es escuchar música. Aunque si lo pienso más detenidamente la música es lo que me alienta en la mayoría de momentos de mi vida. Jumbo, de Underworld, un temita de música electrónica, retumba en mis audífonos mientras me doy cuenta de que de la lluvia que se deslizaba por los cristales solo quedan unas pequeñas gotas casi imperceptibles.
Son casi las seis, como cada mañana, y la cabeza me da vueltas de campana. Malditas seis de la mañana, el Astro Rey nos ha salido rana, diría Sabina, con la diferencia de que en mi caso son benditas. Aunque solo lo son cuando llegan, porque inmediatamente marco tarjeta, o “Logout” en el teléfono de esta moderna oficina, que a su vez es solo un pequeño engranaje del mundo capitalista, empieza la cuenta regresiva hacia el inevitable inicio de un ciclo más. 14 horas de libertad en un día hábil o 62 en un fin de semana. Horas que se esfuman como el metro sobre el viaducto en la madrugada, como botella de energizante en mis manos, como sueldo en la cuenta, como ganas de trabajar conforme transcurre un día cualquiera.
Guardar, cerrar, guardar, cerrar. Inicio, apagar. Diez o quince segundos después estoy metido en el ascensor que desciende con su capacidad a tope, mientras soporto el inexorable silencio un tanto incómodo de todas las mañanas y de todos los ascensores en los que se viaja con gente con la que uno solo habla por obligación cuando se la encuentra en el baño o a la que saluda esbozando una insípida sonrisa cuando se cruza en mi camino por los pasillos de la empresa. (Puede leer: Hace unos minutos (Cuentos de sábado en la tarde).
Las puertas de vidrio automáticas de la estación de bus se abren dejándome ver en primer plano los rostros de los otros desafortunados que deben ganarse la vida en este muladar que dice ser un país y que se apelmazan como salchichas Viena, en esta lata con ruedas llamada transporte público. Me introduzco a la fuerza en el bus empujando a los demás pasajeros de la manera más amable que puedo. Me agarro de la baranda, pensando que es casi innecesario pues, creo, la cercanía extrema entre los cuerpos haría que pudiera sostenerme en el mismo punto todo el recorrido.
Fijo la vista en los arreboles adornados con cables de luz, postes y fachadas de edificios. De vez en cuando bajo la mirada y me concentro en algún habitante de calle que arrastra una carreta llena de cartones y palos o en el que duerme en un colchón raído que yace sobre el asfalto. Cry From the Street, de David Gilmour, suena de fondo, como si hubiera sido escrita para ser escuchada en este instante.
Las cuatro estaciones que hay entre el trabajo y mi casa han quedado atrás y por fin puedo liberarme de esta prisión temporal, atestada de la gente que sostiene nuestra maltrecha economía trabajando para los que la mantienen al borde del colapso.
Con un giro a la derecha, la llave plateada abre la cerradura de la puerta de mi apartamento. Mi maleta cae pesadamente sobre el piso y el gato me maúlla. Lo saludo mientras añoro su vida apacible y ajena a las botellas de energizante, las cuentas de ahorro, los transportes atestados, las facturas por pagar y a la noción de que existimos y que, por alguna razón, esa existencia tiene algún significado o propósito. “Mejor dejo de pensar en esas güevonadas”, me digo a mí mismo, una vez más.
Santiago, hijo adorado: Desde ya, es el mejor regalo que he recibido en este cumpleaños 63. Papá.
*Santiago Muñoz Calvo: Comunicador social y periodista, de la UPB, de Medellín, devenido analista contable. Melómano, cinéfilo y aficionado al deporte, que intenta encontrar las ganas para trabajar cada día en un país como Colombia. Escritor de crónica, cuento y relato, en revista Fronterad y en su blog Esculpir en el tiempo. Colaborador en El Magazín de El Espectador.