Umberto Valverde y su manifiesto de vida y obra: “El oficio del escritor”
Por la muerte del escritor caleño, rescatamos este texto que el autor hizo para la Asociación de Colombianistas sobre su vida dedicada a la lectura, la escritura y la música.
Umberto Valverde / Especial para El Espectador
El oficio del escritor
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El oficio del escritor
El único sentimiento de un escritor es escribir, aún si supone que no tendrá lectores. Nadie escribe para ser leído. Se escribe, como dice Guillermo Cabrera Infante, para ser escrito y después que se ha terminado este acto gratuito es posible publicar y el escritor le ofrece al lector como un regalo las virtudes de su prosa o de su verso.
No existe un escritor, aún el más deformado de los escritores, que escriba para sus lectores. El lector siempre está ubicado al otro lado del horizonte que es el borde de la página que no es el margen. El placer de un escritor se expresa en el viaje de la escritura, no se encuentra en el punto final. El mundo del escritor son las palabras, están hechas para el hombre y no al contrario.
El escritor tiene que creer y crear a través de las palabras, cuando ellas en la vida real han perdido su significado. ¿Cuál es el significado hoy en día de la amistad, el amor, la lealtad o el futuro? Estos años de angustia y de sangre nos han enseñado que la angustia y la sangre no son el fin de todo. Una cosa se salva por encima del horror y es la apertura del hombre hacia el hombre. El escritor más que crear personajes necesita contar hechos, y estos hechos tienen raíces, consistencia, son nudos de carne y sangre.
Transformar los hechos en palabras no quiere decir ceder a la retórica de los hechos. Quiere decir poner en las palabras toda la vida que se respira en este mundo, comprimirla y martillarla. La página no debe ser un doble de la vida, esto sería, por lo menos, inútil; eso sí, debe tener su mismo valor. Ernest Hemingway se preguntaba: “¿Qué pienso yo que es la literatura? Que sea realista, el realismo de una narración es proporcional al conocimiento de la vida”.
Para un hijo del barrio Obrero de Cali, Colombia, las alternativas para abrirse camino no pasaban de tres: ser futbolista, obrero de una fábrica o ser delincuente. Intenté la primera. Estuve a punto de ser un gran futbolista hasta los 18 años. Mi familia me forzó para seguir estudiando porque después del esfuerzo de mi hermano Hugo era el único que tenía la posibilidad de estudiar en una universidad. Pero no lo hice, me fui para México con un libro de cuentos inédito.
Mi decisión de escribir viene de mi infancia. Mi padre, Octavio, fue uno de los fundadores del partido comunista en Cali y de las organizaciones sindicales. Escribía poesía y recitaba en voz alta a Neruda. Había sido amigo del maestro Valencia en Popayán y Alvaro Pío, hermano del expresidente, le había enseñado lecciones de marxismo. Mi padre, sin embargo, nunca me trató de forzar en una educación diferente ni pretendía que leyera. Me contaba la historia política del país.
Por otro lado, estaba el teatro Rialto, que aparece en todos mis libros, un teatro de barrio, sin techo, creo que solo en La Habana existió otro así. En los años cincuenta tuve la posibilidad de ver todo el cine mexicano de rumberas (Ninón Sevilla, Tongolele, Meche Barba y otras) y el cine negro norteamericano. Empecé a ver cine antes de saber leer o caminar, mis padres me llevaban desde los tres años, y a los seis, ya iba solo.
En este teatro, antes de la exhibición de las películas, ponían música y más que eso, a los cantantes que hicieron inmortal a la Sonora Matancera, la agrupación cubana fundada por Rogelio Martínez. Toda mi infancia está cruzada por una canción. Mi memoria es como una pianola: cuando recuerdo a un amigo pienso en Bienvenido Granda, si viene a mi memoria una novia resuena un bolero de Daniel Santos, y si pienso en la felicidad, inevitablemente, me asalta la figura de Celia Cruz, la más grande cantante latina del siglo, y para quien, por arte del destino, escribí una novela biográfica que ha sido avalada por ella y reconocida en todo el continente.
No sé qué sentimientos me llevaron a dejar el fútbol y decidí, en unas vacaciones, leer vorazmente. Mi primer año de bachillerato me había motivado muchas inquietudes: la música clásica, los pintores y Rousseau. Cuando estaba en cuarto de bachillerato escribí mis primeros cuentos y al año siguiente sucedió un hecho que transformó mi vida: se llevó a cabo en Cali un festival de arte, convocaron a un concurso de cuento nacional, en el jurado se encontraba el escritor Manuel Mejía Vallejo y un periodista importante de la ciudad, Álvaro Bejarano. Ganó Óscar Collazos, que por entonces era un escritor con cierto reconocimiento, que era columnista de un periódico y nos aventajaba en seis o siete años, que para esa edad eran muchos, y mi cuento fue seleccionado entre los mejores cinco.
De ahí en adelante solo pensé en escribir y fue el comienzo de los cuentos que posteriormente conformaron Bomba Camará, que se publicaría en México en 1972. Aunque algunos de ellos se conocieron en revistas literarias desde 1966 o 67. Descubrí en la mitad del bachillerato a Federico Nietzsche, de quien leí toda su obra. No me importaba si la entendía o no. Simplemente ya no era el mismo muchacho de barrio que buscaba una pelea porque miraban a mi novia de turno.
En cuanto a la formación literaria soy un heredero de la literatura norteamericana: Henry Miller fue mi ídolo, lo leíamos con amigos en voz alta, como a Walt Whitman. William Faulkner me enseñó toda la técnica literaria. Ernest Hemingway me descubrió la precisión de la palabra, la palabra exacta, La exactitud. Leí mucho a Dos Passos, a Cadwell, Saroyan, Steinbeck, Scott Fitzgerald y, por supuesto, a Raymond Chandler y Dashiell Hammett. A esto le sumaba una buena lectura de Marcel Proust, de Albert Camus y T. S. Eliot.
Cuando Mario Vargas Llosa me preguntó una vez que de dónde salía ese conocimiento de la técnica literaria en mi libro de cuentos Bomba Camará yo le respondo que viene del cine y de la literatura norteamericana. Álvaro Mutis, en la nota de contraportada para la editorial Diógenes, de México, habéa escrito: “Hay en ellos (los cuentos) una eficacia verbal, una economía y dosificación del talento que indican una deslumbrante madurez y se traducen en una cierta perpetuidad”. Bomba Camará causó un impacto en la literatura colombiana: era una narrativa eminentemente urbana, sobre un barrio obrero de una ciudad latinoamericana, sobre la juventud de los años 60 en ese nivel social y la música se integraba como parte sustancial del relato, no era cita ni referencia. También la crudeza del sexo provocó asombro, pero era una voz absolutamente nueva, que no tenía antecedentes.
Es evidente que mi libro Celia Cruz: Reina Rumba nace como una combinación de géneros. Después de Ulysses, de James Joyce, la novela dejó de ser el modelo de Balzac o Marcel Proust. Los novelistas americanos posteriores como Hemingway aportaron un nuevo camino. Pero igualmente, escritores como William Faulkner propiciaron una nueva luz para armar un relato.
Detrás de ellos, se encuentra la narrativa del cine. La herencia de Faulkner en la literatura latinoamericana fue muy fuerte. Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, son apenas algunos de los que reconocen la paternidad y la deuda que tienen con el escritor sureño. Alguna vez en Cartagena, durante la celebración del Festival de Cine, tuve la suerte de compartir un almuerzo y una larga conversación entre García Márquez, Carlos Fuentes y William Styron, el autor de esa magnífica novela llamada Sophie. El punto de referencia fue Faulkner.
Celia Cruz: Reina Rumba, mi primera novela, provocó una gran polémica. Las discusiones bizantinas sobre el género volvieron a la calma cuando Guillermo Cabrera Infante me escribió una carta que se convirtió en prólogo de las siguientes ediciones. Cabrera Infante definía el libro de la siguiente manera: “Es un reportaje, una entrevista, una autobiografía, una confesión y a la vez un poema. No había visto nunca antes una apropiación tan total de la música cubana - excepto, claro, en ciertos músicos de salsa-. Pero no como música vivida, como literatura. A pesar de mi larga frecuentación con el jazz yo no he podido hacer remotamente siquiera lo que tú has hecho”.
En esta novela, la relación música-literatura Ilegó a un punto de explosión. Las canciones se convirtieron en textos que se integraron al relato y al mismo tiempo narraban los hechos. Es mi novela más vendida internacionalmente, entre otras cosas, porque Celia Cruz siempre le ha dado su bendición y la cita siempre, es su mejor publicista. Quitate de la via Perico, publicada por la editorial Planeta en su colección Espasa, es una novela que sigue el camino de Reina Rumba pero recurro a todas las variantes posibles: desde poemas hasta guiones de cine.
Es una novela abierta, que recoge la esencia misma del género en sus comienzos, como bien lo dijo Sarmiento, la novela que nació de los cronistas y los libros testimoniales. El yo narrador no es exactamente el del autor, es yo colectivo que en ciertos momentos pudiera ser como un coro, es decir, cuando el testigo es partícipe de todas esas fiestas de los “duros”, no es una persona que está viendo sino muchas personas que están viendo.
Por supuesto, los editores y los reseñadores siguen en la disputa si es una autobiografía aferrándose a estructuras anacrónicas. Mi propósito es hacer “ficción de la realidad”, que es un verdadero reto para un escritor. Además esta novela inscribe a Cali en la literatura, con su nomenclatura, con sus delirios y pasiones, con su rudeza y frivolidad.
En diez o veinte años, cuando se pregunte por el Cali de los ochenta y noventa, durante la hegemonía del narcotráfico, tendrán que volcarse sobre mi novela. Narro una ciudad que vivió un frenesí de lujuria y poder, que bailó enloquecida en una fiesta alucinante y se despertó en la inopia. La escritura del libro fue un ejercicio porque muchas de las cosas que se cuentan no están canceladas, es una realidad palpitante y viva, que tiene las heridas abiertas.
Lo importante no es que el lector caleño reconozca a los personajes, sino que un lector cualquiera, de cualquier parte del mundo, reconozca el contexto de los hechos. Muchos coinciden en que se trata de un libro valiente. No tuve miedo en escribirlo sino que fui cuidadoso como un médico, o como la distancia que debe mantener un torero con el toro para que no le venga encima. “Descubre tu aldea y descubrirás el mundo”, dijo Leon Tolstoi.
Es lo que yo he intentado. Soy fiel a esa forma de ser de los muchachos del barrio Obrero de Cali, una ciudad sensual y vigorosa, donde el código de la amistad era la clave de todo. Nos conocimos en la esquina del barrio y desde ahí surgieron todas las aventuras. Nació el amor y la complicidad por el fútbol, por el amor, por el baile, y más que eso, por la rumba frenética, por el sexo y por la acción valiente frente a la vida. Muchos partieron de ahí para convertirse en hombres que buscaron la riqueza y desataron la ambición y la obsesión por el poder. Muchos conocieron todo, hasta la muerte.
El éxito de esta novela, que sobre todo en Cali es fulgurante, es producto de la madurez de mi narrativa y en segunda instancia porque el relato tiene que ver con un tema tabú de nuestra ciudad y yo que he sido el contemporáneo de estos hechos estaba obligado a contarlo. Mi intención era hacer literatura porque el resto, los libros de anécdotas o los que cuentan los actos delictivos, hay que dejárselos al general Serrano, al delirante Carlos Castaño y la mayoría de los escritores de Medellín que hacen libros con grabadoras, mitificando a los sicarios.