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Mi encuentro con estas ocho misteriosas ninfas ocurrió hace ya varios años, de manera repentina, un día cualquiera entre semana, mientras caminaba sin rumbo fijo por las afueras del suroeste de Londres, poco tiempo antes de despedirme del Reino Unido. Había tomado un tren para ir en busca de Strawberry Hill House, un pequeño castillo gótico ideado por su antiguo propietario, Horace Walpole, a mediados del siglo XVIII y que le sirvió de inspiración para escribir la primera novela gótica inglesa, El castillo de Otranto.
Para mi desventura, la susodicha mansión estaba siendo reparada por aquel entonces, pero aun así quise visitarla. Llegar a Strawberry Hill House me tomó un par de horas; no obstante, la visita fue muy breve, pues en realidad no había gran cosa para ver: la mansión gótica estaba rodeada de andamios y cubierta con unas lonas enormes, apenas pude vislumbrar una lámpara encendida tras una ventana con vitrales; había mallas por doquier, árboles y arbustos, un muro descascarado y una gran reja con candado que no daban ganas de franquear.
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Decepcionada por no haber podido llevarme al menos una idea borrosa de la época que vio nacer al género de horror, me dirigí, sin grandes expectativas, bajo un cielo plomizo que por instantes dejaba filtrar uno que otro rayo solar, hacia el centro de Twickenham, localidad cercana a Strawberry Hill. Di vueltas por ahí, tomé fotos de esa orilla del Támesis, con sus garzas grises, gansos y uno que otro sauce llorón. Ya en el casco urbano, mi lente captó una que otra ventana; alguna mascota asomada y pensativa o algún adorno original que alguien había puesto entre las cortinas; también llamaron mi atención las publicidades murales como la de un pub llamado “The Fox Secret Garden”, en la cual una pareja conformada por un zorro y una rubia vestida de rosado están sentados a la mesa, debajo de un parasol en lo que podría ser una cita romántica; el zorro sostiene una cerveza y mira fijo a los ojos a la rubia que sostiene una copa de vino. Así iba la visita hasta que, no recuerdo cómo, terminé delante de aquel jardín rocoso bañado por cascadas y rodeado por un estanque con lirios de agua y líquenes flotantes. Y allí estaban ellas… las Oceánides, rodeadas de árboles, con sus melenas espesas, sus carnes voluptuosas e imponentes.
De repente, la poca luz solar fue devorada por un cielo opresivamente blanco, no había ni un alma en aquel lugar. Solo ellas y yo. Sentí agujas por todo el cuerpo y por unos instantes me faltó el aire. Su gigantez me intimidó, pues miden más del doble que una estatua de tamaño natural, mientras que mi estatura no perturbaría al pueblo liliputiense. Como en los sueños, mis pasos se hicieron pesados y lentos mientras me acercaba. La ninfa que corona el monumento, de larguísimos cabellos, con los ojos entrecerrados, senos pequeños y pubis imberbe, está parada encima de dos caballos acuáticos cuyas alas abiertas, como sus ojos sin iris ni pupilas y sus bocas llenas de dientes amenazantes con la lengua afuera, me hicieron temer por un segundo que saldrían volando llevándome entre sus cascos.
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Ellas no me confrontaron a lo hermoso, sino a lo sublime, entendido según el concepto de Edmund Burke. Estar de pie, desprotegida frente a la inmensidad de aquellas ocho estatuas y ese par de caballos en mármol de Carrara, teñido del verde de las plantas, era como contemplar el vacío desde un precipicio o el arañazo de un rayo en una noche de tormenta. Cada una de estas jóvenes desnudas pesaba cerca de 5 toneladas y su cercanía me agobiaba a la vez que me invitaba a hundir mis manos en esos cabellos ensortijados, en esos muslos y en esos senos generosos. No había nadie y sin embargo, no me atreví a tocarlas por miedo a despertar su ira. De todos modos, me acerqué, y me di cuenta de que una de ellas ya estaba fuera del estanque, al tiempo que otra intentaba retenerla para que no la abandonara. Al acercarme un poco más, vi con asombro que algunas tenían miradas diabólicas y risas macabras, otras, las bocas abiertas como congeladas en un gesto aterrado y otras, las bocas apenas entreabiertas como al comienzo de un orgasmo. Solo la ninfa encima de los caballos mostraba un gesto apacible.
Me parecía ridículo sentirme aterrorizada ante la idea de darles la espalda, pero a la vez me fascinaba esa sensación de amenaza; era como espiar la intimidad de unas deidades escapadas de un templo secreto; era como observar por detrás de un cristal una escena en un asilo de locas peligrosas, de volumen y altura desbordantes. Tras dar muchos pasos hacia atrás, pensé también en la lucha del escultor que creó la escena; lo vi armado de puntero, cincel, martillo, paciencia y la fuerza de su cuerpo extrayendo a cada ninfa de su cárcel de mármol. Imaginé cuántos artesanos habrían pulido sus ásperas superficies dejando en ellas chorros de sudor.
Tras salir de mi estupor, leí la información contenida en una placa al lado del monumento y luego traté de buscar algo más al respecto. Su trasegar era confuso y misterioso. Como la primera edición de El castillo de Otranto, escrito a pocos kilómetros de allí, la obra se atribuye a un italiano, un tal Oscar Spalmach, que trabajaba en el estudio del escultor Orazio Andreoni. Se dice que llegaron a Inglaterra a finales del siglo XIX. Pertenecieron a un acaudalado empresario radicado en Surrey, que tras haber sido condenado por fraude, se suicidó. En 1909 un adinerado mercader de la India, Ratanji Dadabhoy Tata, dueño de York House, las hizo llevar a Twickenham, donde todavía se encuentranhoy, mediante una sociedad paisajística que las encontró en su empaque original, que estaba a punto de pudrirse.
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Gracias a su nuevo propietario, las Oceánides y sus caballos fueron testigos de muchas fiestas donde incluso Jorge V estuvo entre los invitados. Tras la muerte de Tata en 1918, su esposa dejó Inglaterra y tras ella, las estatuas, que se quedaron a cuidar el abandonado jardín, pues nadie quiso comprarlas en una subasta en 1922. Luego pasaron a ser parte de los predios de la alcaldía del municipio y durante la segunda guerra mundial fueron untadas de barro para que su brillo bajo la luna no incitara a la armada alemana a bombardear.
Se deterioraron, perdieron sus dedos y las perlas que entre ellos sostenían y fueron víctimas de vandalismo, pero por fortuna, en 2007 fueron restauradas para dicha de quienes como yo sentimos un vacío en el estómago ante su inmensidad. Así como los paisajes salvajes gritan el poder indomable de la naturaleza, despiertan nuestra angustia e instinto de conservación, estas ocho ninfas colosales y enigmáticas inundaron mi mente de sublimidad y solo atiné a hincarme con el corazón palpitante para rendirles culto en medio del silencio y la quietud incierta de aquel día plomizo en el que yo creía haber perdido la ocasión de impregnarme de cierta atmósfera gótica. Al alejarme de aquel jardín, el sol volvió a asomarse por entre las nubes y poco a poco volví a cruzar gente por las calles que me conducían a la estación del tren. En el camino de regreso, soñé que yo era la ninfa que casi había logrado escaparse.
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