Un capítulo de la nueva novela de Stephen King: “Holly”
La nueva ficción del “rey del terror” es la consolidación de un personaje ya legendario: Holly Gibney, la detective privada que, por primera vez, protagoniza una novela en la que investiga la desaparición de Bonnie. En Colombia bajo el sello editorial Plaza & Janés.
Stephen King * / Especial para El Espectador
22 de julio de 2021
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22 de julio de 2021
Zoom ha evolucionado desde la llegada del covid-19. Cuando Holly empezó a usarlo —en febrero de 2020, hace diecisiete meses, aunque parezca que ha pasado mucho más tiempo—, bastaba con mirar a la cámara bizqueando para que se cayera la conexión. A veces veías a los otros participantes en la videollamada; a veces, no; y a veces palpitaban atrás y adelante en un vaivén delirante que provocaba dolor de cabeza. (Recomendamos: Charla con el escrtitor colombiano Julián Isaza sobre literatura de terror).
Holly Gibney es toda una cinéfila (pese a que no ha pisado una sala de cine desde la primavera pasada), y le gustan tanto las películas taquilleras como el arte y ensayo. Una de sus preferidas de los años ochenta es Conan, el bárbaro, y su frase favorita de esa película la pronuncia un personaje secundario. «Hace dos o tres años —dice el buhonero, refiriéndose a Set y a sus seguidores— eran solo una secta de la serpiente más. Ahora están por todas partes».
Zoom viene a ser algo así. En 2019 era solo una aplicación más, que pugnaba por espacio vital con competidores como FaceTime y GoToMeeting. Ahora, gracias al covid, está tan extendido como la Secta de la Serpiente de Set. Además, no solo ha mejorado la tecnología, sino también los valores de producción. El funeral por Zoom al que Holly asiste casi podría ser una escena de un drama televisivo. La imagen se centra en cada una de las personas que pronuncian su panegírico por la difunta, claro, pero también salta de vez en cuando a los asistentes afligidos que siguen la ceremonia desde sus casas.
Aunque no a Holly. Ella ha desactivado la cámara. Ahora es mejor persona, más fuerte que tiempo atrás, pero aún se reserva celosamente su vida privada. Sabe que es normal que la gente esté triste en los funerales, que llore y tenga un nudo en la garganta, pero ella no quiere que nadie la vea en ese estado, y menos su socio o sus amigos. No quiere que la vean con los ojos enrojecidos, el cabello revuelto o las manos trémulas mientras lee su propio panegírico, que es corto y tan sincero como le ha sido posible. Sobre todo, no quiere que la vean fumar: después de diecisiete meses de covid, ha recaído.
Ahora, al final del oficio, la pantalla empieza a mostrar imágenes grabadas de la difunta en distintas actitudes y distintos lugares mientras Frank Sinatra canta «Thanks for the Memory». Holly no resiste más y hace clic en SALIR. Da una última calada al cigarrillo y, mientras apaga la colilla, le suena el teléfono.
No le apetece hablar con nadie, pero es Barbara Robinson, y se siente obligada a atender a esa llamada.
—Te has salido —dice Barbara—. Ni siquiera se ve el recuadro negro con tu nombre.
—Esa canción en particular nunca me ha gustado. Y, además, ya había terminado.
—Pero estás bien, ¿no?
—Sí. —No es del todo verdad; Holly no sabe si está bien o no—. Pero ahora mismo necesito… —¿Qué palabra aceptaría Barbara? ¿Qué palabra permitirá a Holly poner fin a esta llamada antes de venirse abajo?—. Necesito procesarlo.
—Lo entiendo —dice Barbara—. Si quieres, me planto ahí en un santiamén, con o sin confinamiento.
Se trata de un confinamiento de facto, no forzoso, y las dos lo saben; el gobernador está decidido a proteger las libertades individuales, aunque para defender esa idea tengan que enfermar o morir miles de personas. En todo caso, gracias a Dios, la mayoría de la gente toma precauciones.
—No hace falta.
—Vale. Sé que es una mala situación, Hols, una mala época, pero aguanta. Hemos pasado por cosas peores. —Está pensando quizá, casi seguro, en Chet Ondowsky, que el año pasado emprendió un viaje corto y letal al caer por el hueco de un ascensor—. Y ya vienen las vacunas de refuerzo. Primero para las personas con sistemas inmunes débiles y los mayores de sesenta y cinco años, pero, por lo que he oído en clase, en otoño habrá para todo el mundo.
—Eso pinta bien —dice Holly.
—¡Y, por si fuera poco, Trump se ha ido!
Dejando a sus espaldas un país en guerra consigo mismo, piensa Holly. Y a saber si no reaparecerá en 2024. Se acuerda de la promesa de Arnie en Terminator: «Volveré».
—¿Hols? ¿Sigues ahí?
—Aquí sigo. Solo estaba pensando. —Pensando en fumarse otro cigarrillo, da la casualidad. Ahora que ha empezado otra vez, parece que nunca tiene suficiente.
—Vale. Te quiero, y comprendo que necesites tu espacio, pero, si no me llamas esta noche o mañana, volveré a llamarte yo. El que avisa no es traidor.
—Entendido —dice Holly, y corta la comunicación.
Tiende la mano hacia el tabaco, pero luego aparta el paquete, apoya la cabeza en los brazos cruzados y se echa a llorar. De un tiempo a esta parte ha llorado mucho. Lágrimas de alivio cuando Biden ganó las elecciones. Lágrimas de horror y reacción tardía después de que Chet Ondowsky, un monstruo que se hacía pasar por humano, se precipitara por el hueco del ascensor. Lloró durante los disturbios del Capitolio y posteriormente: esas lágrimas fueron de rabia. Hoy son lágrimas de dolor y pérdida. Solo que además son lágrimas de alivio. Es horrible, pero también humano, supone.
En marzo de 2020, el Covid se propagó por casi todas las residencias de ancianos del estado en el que Holly se crio y que, al parecer, no puede abandonar. No representó un problema para Henry, el tío de Holly, ya que por esa época vivía aún con la madre de Holly en Meadowbrook Estates. Por entonces, el tío Henry ya había empezado a trastocarse, hecho sobre el cual Holly permanecía en bendita ignorancia. En sus esporádicas visitas había visto bastante bien al tío Henry, y Charlotte Gibney se guardaba exclusivamente para sí sus propias preocupaciones sobre su hermano, ateniéndose a una de las grandes normas tácitas en la vida de esa señora: si no hablas de algo, si no lo reconoces, no existe. Holly supone que por eso su madre nunca se sentó con ella para mantener La Conversación cuando tenía trece años y empezaban a crecerle los pechos.
En diciembre del año anterior, Charlotte ya no podía actuar como si no viera al elefante en la habitación, que no era un elefante, sino su hermano mayor gagá. Más o menos cuando Holly comenzaba a sospechar que Chet Ondowsky podía ser algo más que un periodista del canal de televisión local, Charlotte consiguió que su hija y Jerome, amigo de su hija, la ayudaran a trasladar al tío Henry al centro de cuidados para la tercera edad Rolling Hills. Ocurrió aproximadamente cuando se detectaban los primeros casos de la llamada variante Delta en Estados Unidos.
Un auxiliar de Rolling Hills dio positivo en esa versión nueva y más contagiosa del covid. El auxiliar se había negado a aceptar las vacunas, aduciendo que contenían porciones de tejido fetal de bebés abortados (lo había leído en internet). Lo mandaron a casa, pero el mal ya estaba hecho. La variante delta campaba a sus anchas por Rolling Hills, y pronto más de cuarenta ancianos padecían la enfermedad en distintos grados de gravedad. Murieron diez o doce. El tío Henry no se contaba entre ellos. Ni siquiera enfermó. Le habían administrado dos dosis de la vacuna —Charlotte protestó, pero Holly insistió— y, aunque dio positivo, no tuvo ni síntomas de resfriado.
Fue Charlotte quien murió.
Ferviente partidaria de Trump —hecho que proclamaba ante su hija a la menor ocasión—, se negó a vacunarse e incluso a ponerse mascarilla. (Excepto, claro, en el supermercado Kroger y en la sucursal de su banco, donde el uso era obligatorio. La que Charlotte llevaba en esas ocasiones era de color rojo vivo y llevaba impreso MAGA, las siglas de Make America Great Again, el eslogan de Trump).
El Cuatro de Julio, Charlotte asistió a una manifestación contra el uso de la mascarilla en la capital del estado, enarbolando una pancarta en la que se leía MI CUERPO, MI DECISIÓN (postura que no le impedía oponerse con firmeza al aborto). El 7 de julio perdió el sentido del olfato y empezó a toser. El 10 ingresó en el Mercy Hospital, a nueve manzanas escasas del centro de cuidados para la tercera edad Rolling Hills, donde su hermano seguía bien… al menos físicamente. El 15 la conectaron a un ventilador.
Durante la enfermedad final y brutalmente breve de Charlotte, Holly la visitó por medio de Zoom. Hasta el último momento, Charlotte insistió en que el coronavirus era un engaño y no tenía más que una gripe fuerte. Murió el día 20, y de no ser por las influencias del socio de Holly, Pete Huntley, su cuerpo habría ido a parar al camión frigorífico anexo al depósito de cadáveres. La trasladaron a la funeraria Crossman, cuyo director organizó de inmediato el funeral por Zoom. Después de un año y medio de pandemia, tenía mucha experiencia en esos responsos televisados.
Holly deja por fin de llorar. Se plantea ver una película, pero la idea no la atrae, cosa rara en ella. Piensa en acostarse, pero ha dormido mucho desde la muerte de Charlotte. Supone que es así como su mente lidia con el dolor. Tampoco le apetece leer un libro. Duda que fuera capaz de seguir el hilo.
Hay un vacío allí donde antes estaba su madre, así de sencillo. Las dos tuvieron una relación difícil que no hizo más que empeorar cuando Holly empezó a distanciarse. Si lo consiguió, fue en gran medida gracias a Bill Hodges. Holly sintió un gran dolor cuando Bill murió —de cáncer de páncreas—, pero el dolor que experimenta ahora es en cierto modo más profundo, más complicado, porque Charlotte Gibney era, en honor a la verdad, una mujer con un amor asfixiante. Al menos en lo que se refería a su hija. El distanciamiento entre ambas fue a más cuando Charlotte se convirtió en entusiasta seguidora del expresidente. Desde hacía dos años, apenas se habían visto cara a cara, y en la última visita de Holly, la Navidad anterior, Charlotte preparó todos los platos que, según imaginaba, su hija más apreciaba, cosa que a esta le recordó la soledad y la desdicha de su infancia.
En el escritorio tiene dos teléfonos, el particular y el del trabajo. Finders Keepers ha mantenido la actividad durante la pandemia, aunque llevar a cabo las investigaciones no ha sido fácil. En estos momentos la agencia está cerrada, y en la línea de la oficina, tanto en el número de Holly como en el de Pete Huntley, se informa de que no abrirán hasta el 1 de agosto. Ella se planteó añadir «por defunción familiar», pero decidió que no era asunto de nadie. Ahora, cuando comprueba el teléfono de la oficina, es solo en un acto reflejo.
Ve que ha recibido cuatro llamadas mientras asistía al funeral de su madre, que ha durado cuarenta minutos. Todas del mismo número. Además, la persona que llama ha dejado cuatro mensajes de voz. Holly se plantea borrarlos sin más, porque no siente más deseos de aceptar un caso que de ver una película o leer un libro, pero no está a su alcance en igual medida que no puede dejar un cuadro torcido en la pared o la cama sin hacer.
Escuchar no obliga a contestar, se dice, y pulsa el botón para reproducir el primer mensaje de voz. Ha entrado a las 13.02, más o menos a la hora en que daba comienzo el último Show de Charlotte Gibney.
«Hola, soy Penelope Dahl. Ya sé que están cerrados, pero esto es muy importante. Una emergencia, de hecho. Espero que me devuelvan la llamada lo antes posible. Me recomendó su agencia la inspectora Isabelle Jaynes…».
El mensaje termina ahí. Por supuesto, Holly sabe quién es Izzy Jaynes —la antigua compañera de Pete cuando este aún era policía—, pero no es eso lo que le llama la atención del mensaje. Lo que le choca, y con contundencia, es lo mucho que la manera de hablar de Penelope Dahl le recuerda a su difunta madre. No es tanto la voz como la palpable ansiedad que transmite. Charlotte casi siempre estaba ansiosa por una razón u otra, y contagió ese persistente desasosiego a su hija como un virus. Como el covid, de hecho.
Holly decide no escuchar el resto de los mensajes de la Ansiosa Penelope. La señora tendrá que esperar. Desde luego Pete no va a poder patear calles por el momento; dio positivo en covid una semana antes de la muerte de Charlotte. Ya le habían administrado dos dosis de la vacuna, y no se ha puesto muy enfermo —según él, parece más un resfriado fuerte que una gripe—, pero está en cuarentena y así seguirá un tiempo.
Holly, de pie ante la ventana del salón de su apartamento, pequeño y ordenado, contempla la calle y recuerda la última comida con su madre. «¡Una auténtica cena de Nochebuena, como en los viejos tiempos!», dijo Charlotte, alegre y exultante en apariencia pese a que por debajo palpitaba esa continua ansiedad suya. La auténtica cena de Nochebuena consistió en pavo reseco, puré de patatas con grumos y unos espárragos flácidos. Ah, y vino Mogen David en vasos de chupito para brindar. Había sido un horror de cena, como también era un horror el hecho de que hubiese sido la última. ¿Dijo Holly «Te quiero, mamá» antes de marcharse a la mañana siguiente? Cree que sí, pero no lo recuerda con certeza. Lo único que recuerda con certeza es el alivio que sintió al doblar la primera esquina y perder de vista la casa de su madre en el retrovisor.
Holly ha dejado el tabaco junto a su ordenador de sobremesa. Va a buscarlo, saca un cigarrillo con un golpe de muñeca, lo enciende, mira el teléfono de la oficina en su base de carga, suspira y escucha el segundo mensaje de Penelope Dahl. Empieza con un comentario de desaprobación.
«Señora Gibney, hay muy poco espacio para los mensajes. Querría hablar con usted, o con el señor Huntley, o con los dos, sobre mi hija Bonnie. Desapareció hace tres semanas, el 1 de julio. La investigación de la policía fue muy superficial. Así se lo dije a la inspectora Jaynes a la…».
Fin del mensaje.
—Se lo dijo a Izzy a la cara —completa Holly, y deja escapar el humo por la nariz.
A menudo los hombres quedan cautivados por el cabello rojo de Izzy (hoy por hoy realzado en la peluquería, sin duda) y sus brumosos ojos grises; las mujeres no tan frecuentemente. Pero es una buena inspectora. Holly ha decidido que si Pete se retira, posibilidad con la que no deja de amenazar, tentará a Isabelle para que deje la policía y se pase al lado oscuro.
No vacila antes de escuchar el tercer mensaje. Holly necesita saber cómo termina la historia. Aunque se lo imagina. Es muy probable que Bonnie Dahl se haya fugado y su madre se niegue a aceptarlo. Vuelve la voz de Penelope Dahl.
«Bonnie es auxiliar de biblioteca en el campus del Bell College. ¿En la Reynolds? Volvieron a abrirla en junio para los estudiantes de los cursos de verano, aunque por supuesto hay que entrar con mascarilla y pronto, supongo, habrá que enseñar también un carnet de vacunación, pero de momento no…».
Termina el mensaje. ¿Podría ir al grano, señora?, piensa Holly, y pulsa el botón para escuchar el último. Penelope habla más deprisa, casi como en un rapeo rápido.
«Va al trabajo en bicicleta. La he advertido de lo peligroso que es, pero dice que lleva casco, como si eso fuera a librarla de un mal golpe o de que la atropelle un coche. Paró a comprar un refresco en el Jet Mart, y esa fue la última vez… —Penelope se echa a llorar. Cuesta entenderla. Holly da una calada de órdago al cigarrillo y lo apaga— la última vez que la vieron. Se lo ruego, ayúde…».
Termina el mensaje.
Holly ha escuchado por el altavoz, de pie, con el teléfono de la oficina en la mano. Se sienta y vuelve a encajar el teléfono en la base. Por primera vez desde que Charlotte enfermó —no, desde el momento en que Holly comprendió que ya no se recuperaría—, su dolor queda en segundo plano, desplazado por estos minimensajes. Desearía oír la historia completa, o al menos la parte que conoce la Ansiosa Penelope.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Algunas de las obras más emblemáticas de Stephen King, como la serie La Torre Oscura, Cementerio de animales o Doctor Sueño, han inspirado grandes proyectos cinematográficos. Uno de ellos, It, ostenta el título de ser la película de terror que más ha recaudado en la historia del cine. Le ha sido concedido el premio Audio Publisher Association Lifetime Achievement en 2020, el PEN American Literary Service en 2018, la National Medal of Arts en 2014 y la National Book Foundation Medal for Distinguished Contribution to American Letters en 2003.