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                                                                                                                                  Un capítulo de la reeditada saga de James Bond, el famoso agente 007

                                                                                                                                  Fragmento de “Vive y deja morir”, una de las novelas que reedita en Colombia el sello editorial rocabolsillo, y en la que el legendario agente se enfrenta a Mister Big, un despiadado gánster de Harlem que usa la superstición y el miedo para controlar su vasto imperio criminal.

                                                                                                                                  Ian Fleming * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                  Este año se conmemoran los 60 años de la muerte de Ian Fleming (1908-1964), el escritor y periodista británico que inventó la saga de James Bond. Fleming trabajó en el departamento de Inteligencia de la Armada británica durante la Segunda Guerra Mundial. Desde "Casino Royale" (1953), se han vendido más de sesenta millones de ejemplares de sus novelas de espías. / Archivo

                                                                                                                                  1

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                                                                                                                                  Este año se conmemoran los 60 años de la muerte de Ian Fleming (1908-1964), el escritor y periodista británico que inventó la saga de James Bond. Fleming trabajó en el departamento de Inteligencia de la Armada británica durante la Segunda Guerra Mundial. Desde "Casino Royale" (1953), se han vendido más de sesenta millones de ejemplares de sus novelas de espías. / Archivo

                                                                                                                                  1

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                                                                                                                                  Desde el preciso instante en que el Stratocruiser de BOAC llegó a la terminal internacional de Idlewild, a James Bond lo trataron como a un miembro de la realeza.

                                                                                                                                  Al bajar de la nave junto a los demás pasajeros, ya se había resignado al purgatorio que era el control de aduanas, inmigración y sanidad estadounidense, de merecida mala fama. Al menos una hora, pensó, de estancias recalentadas de color verde parduzco que olerían al aire del año anterior, a sudor rancio y a la culpa y el miedo que flotan en todas las fronteras: miedo a las puertas cerradas en las que se leía «privado» y que ocultaban a hombres meticulosos, expedientes y teletipos que parloteaban insistentemente con Washington, el Departamento de Estupefacientes, Contraespionaje, Hacienda y el FBI.

                                                                                                                                  Read more!

                                                                                                                                  Mientras atravesaba la pista de aterrizaje, plantándole cara al gélido viento de enero, visualizó el paso de su nombre por todo el sistema: «Bond, James. Pasaporte diplomático británico 0094567». Tras una breve espera, en las distintas máquinas se mostrarían las respuestas: «Negativo», «Negativo», «Negativo». Y luego la del FBI: «Positivo esperando comprobación». El circuito del FBI se comunicaría velozmente con la Agencia Central de Inteligencia, hasta que pudiera leerse: «FBI a Idlewild: Bond OK OK». Entonces el insulso funcionario que tendría enfrente le devolvería el pasaporte con las siguientes palabras:

                                                                                                                                  —Disfrute de su estancia, señor Bond.

                                                                                                                                  Bond se encogió de hombros y siguió a los demás pasajeros a través de la alambrada y hacia la puerta en que se leía «Servicio de Sanidad de EE. UU.».

                                                                                                                                  En su caso apenas se trataba de una aburrida rutina, desde luego, pero le desagradaba la idea de que su expediente estuviese en manos de una autoridad extranjera. El anonimato era el instrumento principal de su oficio. Todo rastro de su verdadera identidad registrado en un archivo cualquiera degradaba su valor y, a la larga, suponía una amenaza para su vida. En Estados Unidos, donde lo sabían todo de él, se sentía como un negro cuya sombra había robado el chamán. Había empeñado una parte vital de sí mismo; la había dejado en manos ajenas. Manos amigas en aquel caso, era cierto, pero, aun así…

                                                                                                                                  —¿Señor Bond?

                                                                                                                                  Un hombre anodino y de aspecto amigable, vestido de paisano, había emergido de entre las sombras del edificio del Servicio de Salud.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Me llamo Halloran. Encantado de conocerlo.

                                                                                                                                  Se estrecharon la mano.

                                                                                                                                  Read more!

                                                                                                                                  —Espero que haya tenido un buen viaje. ¿Le importaría acompañarme?

                                                                                                                                  Se volvió hacia el agente de la policía aeroportuaria que guardaba la puerta.

                                                                                                                                  —Todo bien, sargento.

                                                                                                                                  —Todo bien, señor Halloran. Hasta luego.

                                                                                                                                  Los demás viajeros habían pasado al interior. Halloran giró a la izquierda para alejarse del edificio y un segundo policía les abrió una pequeña puerta en la prominente valla.

                                                                                                                                  —Adiós, señor Halloran.

                                                                                                                                  —Adiós, agente. Gracias.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Al otro lado los esperaba un Buick negro, de cuyo motor brotaban suspiros casi imperceptibles. Se subieron al coche y Bond vio sus dos ligeras maletas en el asiento del copiloto. Era incapaz de imaginarse cómo las habían sacado con tanta rapidez del montón de valijas que había ojeado pocos minutos antes de verse arrastrado hacia la aduana.

                                                                                                                                  —De acuerdo, Grady. En marcha.

                                                                                                                                  Bond se arrellanó con complacencia cuando el chófer de la limusina arrancó bruscamente el vehículo y cambió enseguida a la marcha superior de la caja de velocidades Dynaflow.

                                                                                                                                  El agente se volvió hacia Halloran.

                                                                                                                                  —Pocas veces he visto una alfombra roja como esta. Esperaba tardar como poco una hora en salir de Inmigración. ¿Quién la ha desplegado? No estoy acostumbrado a que me traten como a un personaje importante. En fin, muchas gracias por lo que le toca.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —No hay de qué, señor Bond. —Halloran sonrió y le ofreció un cigarrillo de un paquete de Luckies recién abierto—. Queremos que su estancia sea de lo más cómoda. Si desea algo, solo tiene que decirlo y será suyo. En Washington tiene buenas amistades. Ni siquiera yo sé por qué ha venido, pero al parecer las autoridades están muy interesadas en que sea usted un invitado privilegiado del Gobierno. Mi misión es asegurarme de que llegue al hotel lo más rápida y cómodamente posible y luego cederé el testigo y me marcharé. ¿Le importaría dejarme su pasaporte un momento?

                                                                                                                                  Bond se lo entregó. Halloran abrió un maletín situado en el asiento contiguo y sacó un pesado sello metálico. Entonces pasó las páginas del pasaporte de Bond hasta llegar al visado estadounidense, lo selló, garabateó su firma sobre el círculo azul oscuro del monograma del Departamento de Justicia y se lo devolvió. Luego sacó una libreta y extrajo un grueso sobre blanco, que entregó al agente.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Ahí tiene mil dólares, señor Bond. —Acalló la réplica alzando la mano—. Es dinero comunista que obtuvimos en la redada Schmidt-Kinaski. Vamos a usarlo en su contra y le solicitamos que colabore y se lo gaste del modo que desee en su actual misión. Me han advertido de que el rechazo se considerará una acción hostil. Así que no le demos más vueltas, y —añadió, puesto que Bond seguía sosteniendo el sobre con recelo en la mano— también debo decir que la entrega de este dinero cuenta con el conocimiento y la aprobación de su jefe.

                                                                                                                                  Bond lo observó detenidamente y luego esbozó una sonrisa burlona antes de guardarse el sobre en la cartera.

                                                                                                                                  —De acuerdo —respondió—. Y gracias. Trataré de gastármelo en donde más daño haga. Me alegro de contar con un fondo de maniobra facilitado por la oposición.

                                                                                                                                  —Bien —dijo Halloran—, si me disculpa, pasaré a limpio los apuntes del informe que tengo que entregar. Tengo que acordarme de pedir que envíen una carta de agradecimiento a Inmigración, Aduanas y demás por su cooperación. Mera rutina.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Adelante —aceptó Bond. Se alegró de poder contemplar por la ventana, en silencio, los Estados Unidos por primera vez desde que terminase la guerra. No consideraba que fuese una pérdida de tiempo el intentar aprender de nuevo el lenguaje estadounidense: la publicidad, los nuevos modelos de coche y los precios de los automóviles de segunda mano en los solares de vehículos usados, la exótica mordacidad de las señales de tráfico —«arcén no transitable», «curvas pronunciadas», «estrechamiento de la calzada», «suelo resbaladizo los días de lluvia»—, las normas de circulación, el número de mujeres al volante y los hombres dóciles a su lado, la ropa masculina, los peinados femeninos, las advertencias de Defensa Civil —«en caso de ataque enemigo, no se detenga y aléjese del puente»—, la inmensa multitud de antenas de televisión y el predominio de los televisores en vallas publicitarias y escaparates, el helicóptero ocasional y las campañas de recaudación para la lucha contra el cáncer y la polio —la Marcha de los Centavos—; todas ellas, pequeñas impresiones momentáneas tan importantes para su oficio como lo son la corteza rota y las ramas dobladas para el cazador en la selva.

                                                                                                                                  El chófer tomó el puente de Triborough y atravesaron vertiginosamente la imponente arcada para llegar al corazón de la parte alta de Manhattan; la hermosa perspectiva de Nueva York se precipitaba hacia ellos hasta que se vieron rodeados de las numerosas raíces —que olían a gasolina y no cesaban de tocar el claxon— de la jungla de hormigón tensado.

                                                                                                                                  Bond se volvió hacia su acompañante.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —No me gusta tener que decir esto —declaró—, pero Nueva York debe de ser el mayor objetivo de bomba atómica sobre la faz de la Tierra.

                                                                                                                                  —Sin duda —concordó Halloran—. Me paso las noches pensando en lo que podría ocurrir.

                                                                                                                                  Se detuvieron frente al St. Regis, en la esquina entre la Quinta Avenida y la calle 55. Desde detrás del conserje surgió un hombre taciturno de mediana edad, ataviado con un abrigo azul marino y un sombrero de fieltro negro. Halloran se lo presentó en la acera.

                                                                                                                                  —Señor Bond, este es el capitán Dexter —dijo con respeto—. ¿Puedo dejarlo a su cargo, capitán?

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Por supuesto. Que le suban el equipaje. Habitación 2100, última planta. Yo acompañaré al señor Bond para ver si todo es de su agrado.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Bond se volvió para despedirse de Halloran y darle las gracias. Por un instante, este le dio la espalda y le dirigió un comentario acerca del equipaje al conserje. Bond miró más allá, a la calle 55, y arrugó los ojos. Una berlina negra, un Cadillac, se adentraba bruscamente en el congestionado tráfico, justo delante de un taxi Checker que frenó con violencia y cuyo conductor aporreó con el puño el claxon, que no soltó durante largo rato. La berlina no se detuvo, apuró la luz verde del semáforo y desapareció por la Quinta Avenida en dirección norte.

                                                                                                                                  Era una conducción inteligente y resuelta, pero lo que sobresaltó a Bond fue que al volante se situaba una mujer negra, vestida con un uniforme oscuro de chófer; a través de la ventana trasera había vislumbrado al único pasajero: un enorme rostro negro grisáceo que se había vuelto hacia él lentamente para observarlo —Bond estaba seguro de ello— mientras el vehículo aceleraba hacia la avenida.

                                                                                                                                  Bond le estrechó la mano a Halloran y Dexter le tocó el codo en un gesto de impaciencia.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Entraremos y atravesaremos el vestíbulo hacia los ascensores, a la derecha. Y no se quite el sombrero, señor Bond.

                                                                                                                                  Mientras Bond subía la escalinata del hotel, siguiendo a Dexter, pensó que seguramente fuese demasiado tarde para semejantes precauciones. En casi ninguna parte del mundo se encontraba a una mujer negra conduciendo un coche. Y aún más extraordinario era que ejerciese de chófer. Era difícilmente concebible incluso en Harlem, seguro lugar de procedencia del vehículo.

                                                                                                                                  ¿Y la gigantesca figura del asiento trasero, ese rostro negro grisáceo? ¿Mister Big?

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Hum —dijo Bond para sus adentros mientras seguía la esbelta espalda del capitán Dexter al interior del ascensor.

                                                                                                                                  El montacargas se detuvo en la vigésimo primera planta.

                                                                                                                                  —Le hemos preparado una sorpresita, señor Bond —declaró el capitán Dexter sin mucho entusiasmo, a juicio de Bond.

                                                                                                                                  Recorrieron el pasillo hasta la habitación de la esquina.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  El viento susurraba al otro lado de las ventanas de la galería y Bond alcanzó a contemplar los últimos pisos de los demás rascacielos y, más allá, los dedos desnudos que eran los árboles de Central Park. Se sintió muy alejado del suelo y por un instante se apoderó de su corazón una extraña sensación de soledad y vacío.

                                                                                                                                  Dexter abrió la puerta de la 2100 y la cerró tras ellos. Se encontraban en un pequeño vestíbulo iluminado. Dejaron los sombreros y los abrigos en una silla y Dexter abrió la puerta que tenían ante sí y la sujetó al paso de Bond.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  El agente se adentró en una atractiva sala de estar decorada en estilo imperio de la Tercera Avenida: cómodos sillones y un amplio sofá de seda amarillo pálido; una fiel reproducción de una alfombra Aubusson en el suelo; paredes y techo de color gris claro; un aparador francés convexo con botellas, copas y un cubo de hielo cromado, y un ancho ventanal atravesado por el sol de invierno, que manaba de un cielo impoluto. La calefacción central era tolerable sin más.

                                                                                                                                  Ocho actores en total interpretaron a James Bond a lo largo de los años, entre ellos Sean Connery, Roger Moore y Daniel Craig.
                                                                                                                                  Foto: Cortesía

                                                                                                                                  Se abrió la puerta que comunicaba con el dormitorio.

                                                                                                                                  —Estaba dejando unas flores junto a la cama. Parte del famoso «servicio con una sonrisa» de la CIA. —El joven alto y delgado avanzó con una amplia sonrisa y la mano extendida hacia donde se situaba Bond, paralizado por el asombro.

                                                                                                                                  —¡Felix Leiter! ¿Qué puñetas haces tú por aquí?

                                                                                                                                  Bond le estrechó con afecto la recia mano.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —¿Y qué puñetas haces en mi dormitorio, por cierto? Dios, qué alegría volver a verte. ¿Por qué no estás en París? No me digas que te han asignado esta misión.

                                                                                                                                  Leiter examinó con cariño al inglés.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Precisamente; eso es justo lo que han hecho. Menudo descanso, al menos para mí. La CIA pensó que se nos dio bien la misión del casino,* así que me apartaron de los de inteligencia conjunta de París, me pusieron a las órdenes de Washington y aquí estoy. Soy una especie de enlace entre la Agencia Central de Inteligencia y nuestros amigos del FBI. —Saludó con un gesto al capitán Dexter, quien contemplaba sin entusiasmo aquel arrebato tan poco profesional—. El caso es suyo, claro (al menos, la parte que concierne a los estadounidenses), pero, como sabes, hay algunos aspectos importantes en el extranjero que son terreno de la CIA, así que vamos a actuar conjuntamente. Tú estás aquí para encargarte de la parte jamaicana para los británicos y contigo tenemos completo el equipo. ¿Qué te parece? Siéntate y tomemos una copa. Pedí el almuerzo en cuanto me comunicaron que estabas abajo, así que debe de estar a punto de llegar. —Se acercó al aparador y comenzó a preparar un martini.

                                                                                                                                  —Caramba —manifestó Bond—. El viejo diablo de M no me dijo nada. Solo da datos, nunca buenas noticias. Supongo que cree que podría influir en la decisión de si aceptar o no un caso. En fin, es estupendo.

                                                                                                                                  Bond de pronto se percató del silencio del capitán Dexter y se volvió hacia él.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Será un placer ponerme a sus órdenes, capitán —declaró con diplomacia—. Entiendo que el caso está dividido con claridad en dos mitades. La primera se sitúa íntegramente en territorio estadounidense, su jurisdicción, cómo no. Y luego parece que tenemos que continuar hasta el Caribe, a Jamaica. Y entiendo que fuera de las aguas territoriales estadounidenses yo estoy al mando. Felix tendrá que reconciliar ambas mitades por lo que concierne a su Gobierno. Yo informaré a Londres a través de la CIA mientras esté aquí y directamente a Londres (notificando siempre a la CIA) cuando me desplace al Caribe. ¿Así lo ve usted?

                                                                                                                                  Dexter sonrió con frialdad.

                                                                                                                                  —Exacto, señor Bond. El señor Hoover me ha ordenado que le diga que está muy satisfecho de contar con usted. Como invitado —añadió—. Como era de esperar, no nos concierte en absoluto la parte británica del caso y nos alegra que la CIA se ocupe de ella junto a usted y su gente de Londres. Supongo que todo saldrá bien. Por el caso. —Y alzó el cóctel que Leiter acababa de dejarle en la mano.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Bebieron agradecidos la copa fría y fuerte; Leiter lucía una expresión ligeramente socarrona en su rostro de halcón.

                                                                                                                                  Llamaron a la puerta y Leiter la abrió para dejar paso al botones, que cargaba con el equipaje de Bond. Lo seguían dos camareros, que empujaban carritos repletos de platos con su correspondiente campana, cubiertos y una mantelería blanca como la nieve, que procedieron a disponer en una mesa plegable.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  —Cangrejos de concha blanda con salsa tártara, hamburguesas de ternera a la brasa al punto, patatas fritas, brécol, ensalada mixta con aliño mil islas, helado con caramelo fundido y el mejor Liebfraumilch que se puede encontrar en los Estados Unidos. ¿Todo bien?

                                                                                                                                  —Tiene buena pinta —dijo Bond, guardándose sus reservas sobre el caramelo fundido.

                                                                                                                                  Se sentaron y comieron sin pausa cada delicioso plato de la mejor —por extraño que pareciese— gastronomía estadounidense.

                                                                                                                                  Apenas hablaron y, solo cuando les trajeron el café y se llevaron los platos de la mesa, el capitán se retiró de la boca el puro de cincuenta centavos y se aclaró la garganta con decisión.

                                                                                                                                  —Señor Bond —dijo—, quizá pueda contarnos lo que sabe de este caso.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Bond rasgó con el pulgar el precinto de la cajetilla de Chesterfield de tamaño extragrande y, mientras se relajaba en la cómoda silla de la estancia cálida y opulenta, su mente retrocedió dos semanas hasta el día crudo y amargo de principios de enero en que partió de su piso de Chelsea para adentrarse en la gris penumbra de la niebla londinense.

                                                                                                                                  * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

                                                                                                                                  Por Ian Fleming * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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