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La Feria del Libro de Madrid sencillamente tiene algo especial. Y es que tras visitar varios de estos festivales literarios en distintos países, sigo considerando que esta se encuentra indiscutiblemente un escalón por encima de las demás por su simplicidad orgánica y el entendimiento práctico de que son los lectores y no las editoriales los auténticos protagonistas de este tipo de celebraciones. Una ideología que traslada el centro logístico de la organización del despliegue pirotécnico de las grandes casas editoriales a la búsqueda de una experiencia amable con el consumidor que potencie el verdadero propósito de la feria: promover la cultura vendiendo muchos libros en el camino.
La primera decisión estructural en la mesa de diseño es ya una contundente declaración de intenciones sobre lo que se pretende, pues el lugar elegido año tras año para albergar este evento es siempre el Parque de El Retiro, de lejos el más central y concurrido de la ciudad. La entrada, lógicamente, es gratuita por tratarse de un recinto público. Con ello se remueve el primer obstáculo económico a la compra de libros, los cuales ya son suficientemente caros para, encima, gravarlos con una tarifa extra y, adicionalmente y de forma muy subliminal, se fomenta la visita repetitiva, que es uno de los ejes principales de la propuesta madrileña.
Pero ¿por qué es vital que el lector sea capaz de regresar múltiples veces a la Feria del Libro? Porque el auténtico motor de esta curiosamente no son los libros mismos, sino los autógrafos de sus autores. No es de sorprender, entonces, que a lo largo de sus 17 días y en sus 350 casetas haya casi 7.000 sesiones de firma de ejemplares con plumas de todo tipo, desde ganadores internacionalmente reputados hasta booktokers, pues allí radica el factor diferencial que la hace tan espectacular: la vulgarización del escritor que lo transforma en una figura de proximidad, lejos de los reflectores incandescentes y los estrados pomposos. Allí, sentado en una silla plástica cualquiera, atendiendo personalmente a cada comprador de su literatura, como cualquier hijo de vecino.
Este fin de semana, por ejemplo, cualquiera que se dejara caer por allí a la hora del almuerzo podría tener, a pocos metros entre sí, de forma simultánea y con el único peaje de aguantar la fila de rigor, a Sergio del Molino (Alfaguara 2024), Luis Mateo Diez (Cervantes 2023), Eva Baltasar (finalista International Booker 2023), Sonsoles Ónega (Planeta 2023) o Patricio Pron (Alfaguara 2019); varios superventas como Rosa Montero, Luis Landero, Blue Jeans o J.J. Benítez; además de otros cuantos autores de nicho mucho menos publicitados que, sin dejarse amilanar, también presumían de colas de fanáticos que se perdían a lo lejos adentrándose en lo profundo del parque.
Y así, sin complicarse mucho la vida, con un despliegue visualmente modesto, pero comercialmente demoledor, la Feria del Libro de Madrid sigue batiendo récords de ventas y asistencia en cada nueva entrega. ¿Por qué? Porque sus organizadores lo entienden todo, saben lo que los lectores quieren y no escatiman esfuerzos para, una vez más, junio tras junio, dárselo.