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A principios de mayo, se retiró el crucifijo que acompañó a la Sala Plena de la Corte Constitucional durante 25 años.
Al comienzo, parecía que el retiro del crucifijo sólo se conseguiría mediante una batalla jurídica. En 2016, un empleado de la Corte remitió una petición, solicitando proteger los derechos fundamentales de los funcionarios que profesaban una religión distinta a la católica. la Corte rechazó las pretensiones, pues, más que un símbolo religioso, el crucifijo era una obra de arte con un valor histórico y cultural, al haber sido hecho por uno de los mejores artesanos colombianos del momento.
La explicación no cayó bien entre quienes luego realizaron un plantón frente al tribunal, pidiendo que se abriera la posibilidad para que en la Sala Plena existieran símbolos de otras religiones. Así, se respetaría la figura del Estado laico y la libertad de cultos establecida en la Constitución. De nuevo, la respuesta de la Sala fue negativa.
El debate se reanudó en 2022, cuando la Corte Suprema de Justicia resolvió una acción de tutela, mediante la Sentencia STC6749-2022, con las mismas pretensiones. Una vez más, se precisó que “la presencia de ‘símbolos religiosos’, en sí mismos no son problemática en términos de derechos humanos, siempre que pueda atribuírsele, de manera clara y evidente, un contenido secular ‘significativo’ y ‘predominante’ -entre otros: valor cultural, o tradicional, o histórico-; sin que ello comporte una práctica de preferencia de las autoridades estatales por una religión o un credo particular”. Por esa razón, aquella alta corte no observó que fuera necesario retirar el crucifijo, en aras de proteger el derecho a la libertad de cultos
Finalmente, una remodelación del Palacio de Justicia obligó a retirar el Cristo, a la cual le siguió un intenso debate entre los magistrados, esta vez, sobre si debían regresar el crucifijo a su sitio. Eventualmente, en vista de los distintos puntos de vista y el hecho de que dentro del Palacio no hay un lugar de culto, decidieron donarlo. A la larga, se dio esta cruzada jurídica porque, detrás del crucifijo, hay más que sólo un debate jurídico sobre la libertad de cultos y el Estado laico que intenta ser Colombia.
La religión –más allá de los dioses, los cirios y los deseos de llegar al Paraíso para escapar de un infierno que no necesita de llamas–, es una fuente de construcción identitaria y cultural. En especial en Latinoamérica, el catolicismo tuvo una presencia fundacional en el surgimiento de las naciones, que fue llenando de símbolos y ritos propios de una identidad ciudadana.
En Colombia, la religión como construcción de la identidad está en la romanización de las relaciones que antes se centraba en la Corona española y que luego resultó en los concordatos que todavía sobreviven. La religión está en la devoción, las ceremonias rituales, las procesiones, las romerías de peregrino y el alborozo colectivo que rodean a las fiestas patronales en el país. Está en las leyendas sobre apariciones de la Virgen y Jesucristo en ríos, quebradas, lagunas y piedras que ahora presiden misas desde santuarios de cristal.
La religión está en las reapropiaciones antihegemónicas de pueblos indígenas y rituales, como los nasa, que han recogido diversas manifestaciones sagradas que materializan su imaginario religioso, creando una cosmovisión ecléctica que se construye a través de la recreación de ritos aborígenes, el fortalecimiento de su espiritualidad ancestral y autoafirmación como pueblo, nutrida, irónicamente, por la influencia de la religión cristiana.
Está en las comunidades negras que también han adecuado y ampliado su imaginario religioso haciendo de un territorio por civilizar un territorio de resistencia e identitario. Está en su Cristo vuelto el Santo Ecce homo; en el baile y la música que conecta ríos, afluentes y regiones, mezclando lo sagrado y lo profano en nuevas reinterpretaciones de la religión.
También está en una comunidad que se vio envuelta en un combate entre guerrilla y paramilitares. En la iglesia en la que se refugiaron, pensando que los arcos eran altos y las columnas suficientemente fuertes para mantener la claridad de las naves. Está en la protección que les evocó el templo, en el espacio que era sagrado, en la inviolabilidad que los cubriría y que luego ya no lo hizo.
Está en la Constitución de un Estado laico, cuyo preámbulo, sin embargo, invoca la protección de Dios para asegurarle a la Nación una vida justa y pacífica. Y está incluso en la jurisprudencia de una Corte que ya no tendrá un crucifijo para acompañar sus debates, y que concluyó que la moral cristiana era la moral general del país, pues “la moral es una, pero sus manifestaciones cambian en razón de la diversidad de las sociedades en el espacio y en el tiempo”.
Cuando los magistrados justificaron la presencia del crucifijo en la Sala Plena con que era una obra de arte con un valor histórico y cultural, quizá, en el fondo y de manera inconsciente, quisieron decir que los colombianos somos hijos de un mito que se nos ha metido en la carne, que nos ha modelado y hecho a su imagen y semejanza. Irremediablemente, estamos hechos de apariciones en ríos y piedras, de deseos de escapar de balas que nunca se han dejado de escuchar en esta tierra tan agobiada y doliente, de danzas que invocan espíritus que todavía caminan por entre los vivos, de lágrimas de sangre que caían para acompañar a quienes querían emanciparse de una corona que, al parecer, mantiene su influencia. Estamos hechos de Mapiripanes que aún están buscando el refugio que se suponía invencible, siempre de la mano de Dios.
Colombia es un Estado laico que respeta y protege la libertad de cultos, oh sí, y también es el país cuyo mito fundacional sobrevivirá mientras tengamos que invocar un poder sobrenatural para sobrevivir a tanto realismo trágico. El cristo de madera en la Sala Plena de la Corte Constitucional era, entonces, la huella de un pasado que nos ha hecho suyo, como solo los dioses lo harían con muñecos de arcilla.