Un cuento de “Estamos al borde de un abismo”, obra de Julio Paredes
Uno de los relatos de la antología que acaba de publicar el sello Alfaguara de la obra del fallecido narrador colombiano, uno de los maestros del género.
Julio Paredes * / Especial para El Espectador
Moriah
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Moriah
Había perdido la cuenta del número de veces que habíamos venido con mi papá al monte. Tampoco tenía una sensación clara del avance del tiempo. De los días y las noches que separaban una y otra nueva travesía. Así, no sabría decir si desde la primera vez a esta tarde transcurrían ya varios meses o, incluso, años; dos o tal vez tres, o más. Sin embargo, cada vez que nos internábamos por entre los primeros árboles, llegaba de nuevo el momento en el que la secuencia idéntica de los hechos me hacía creer que nos entrábamos en los mecanismos y accidentes de un sueño repetido. Identificaba entonces las mismas variaciones físicas y acústicas de las veces anteriores, los leves crujidos de las ramas, el posible canto de un pájaro, y volvía a creer que hoy vendría, por fin, el desenlace providencial que le daría sentido a nuestro ascenso. (Más: El escritor español Luis Mateo Díez ganó el Premio Cervantes de las Letras 2023).
Me había acostumbrado a darle a cualquier acontecimiento común la estructura típica de los episodios fantásticos. Mi escasa juventud había estado, desde un comienzo, sometida al rigor diario de medicamentos poderosísimos, a la permanente digestión de un revoltijo de químicos, de un recetario profuso que sin duda me mantenía siempre al borde de las alucinaciones. Además, por encontrarnos siempre en los minutos finales del atardecer, con el resplandor ya débil de los rayos casi horizontales del sol, las formas del escenario que teníamos alrededor, atravesado por un camino de largas curvas, convergían en este engañoso mundo exterior, articulado a la medida de los espejismos y al salto de siluetas entre las sombras y los últimos destellos de luz.
Pensaba en efecto en un sueño, pero la espesura por la que nos adentrábamos, el viento de ráfagas repentinas (un aleteo furioso que no sólo nos enfriaba sino que llegaba como el anuncio de un espíritu irritado), la gruesa franja de rojo encendido que dividía en dos el horizonte a nuestra izquierda, la respiración de mi papá, el ruido firme de sus pisadas, no eran los materiales de un argumento ficticio, piezas simples, truncadas y ensambladas en una sucesión caótica, para encubrir un embuste. Formaban, por el contrario, el catálogo necesario para reforzar el panorama que acompañaba nuestra travesía hacia la promesa del milagro, a la revelación del portento inmenso que, según había afirmado mi papá desde la mañana inicial, encontraríamos en la cima del monte. En mi ilusión, imaginaba desde el comienzo del día la forma de un botín maravilloso, que además de darnos la riqueza nos mostraría el ungüento, o su fórmula secreta, para mitigar y hacer desaparecer el rigor físico que me había inmovilizado por años.
No me pareció raro que mi papá eligiera esta particular tarde de agosto. Había esperado, como en ocasiones anteriores, una fecha con luna llena. Como él, yo sabía también que, semejante a las criaturas protagonistas de tantos relatos que escuché inmóvil y emocionada, bajo el influjo de sus rayos entraría en una melancolía apacible, en una especie de recogimiento pasivo que me ayudaría a perder el miedo y a no pensar en el paso de los minutos. Yo reconocía, por otro lado, que esta leve inconsciencia resultaba cada vez más necesaria para mantener el equilibrio endeble de mi naturaleza y, sin duda, la serenidad de mi papá.
Ya en la oscuridad, mi papá ascendió el tramo final con el mismo esfuerzo pasado y escuché cómo, en ese preciso instante, el ritmo de su respiración aumentaba considerablemente. Aunque yo era un cuerpito que no pesaba nada, recogida en sus brazos como una novia de trapo, las últimas curvas se empinaban de pronto y desembocábamos en un sendero estrecho, de escalones imprecisos, con piedras y raíces que formaban trampas. Flanqueado por un semicírculo de arbustos y matorrales, alcanzábamos el claro que coronaba el monte. Sin soltarme nunca, mi papá buscaba con los ojos el rincón donde acomodaría finalmente mi cuerpo. Con un terror que siempre me parecía repentino, no sabía si el brillo que descubría en su mirada, durante esos segundos en los que intentaba recuperar el aliento, respondía a ese designio impuesto, a ese propósito inconfesable que, por sugerir un desenlace en el fondo atroz, me ponía a temblar. Quizás achacándole de nuevo mis sacudidas al frío, que aumentaba con rapidez, mi papá me apretó con fuerza y me rozó la frente con los labios. Sospechaba que de preguntarle alguna noche sobre las razones de nuestra ascensión recibiría una respuesta imprecisa, sin sentido. Los dos sabíamos que se trataba de una ceremonia que debíamos cumplir en silencio.
Escogió otro árbol alto, con muchas ramas, y, después de tender a un lado del tronco las mantas que había traído, me arropó y puso con cuidado mi cabeza sobre la improvisada almohada. Me gustaba la delicadeza con la que me trataba; la aplicación con la que parecía suavizar la rudeza del entorno. Entonces, como sucedía siempre en la terraza de la casa, cuando, si no caía mucho frío, me dejaba ver las estrellas desde la tumbona, se retiró a un lado y fumó sin afán y pensativo un cigarrillo.
Aunque nunca me parecía del todo triste, no dejaba de imaginar que mi papá reflexionaba en ese fallido azar que nos había unido, en su impotente y solitaria aspiración de ver crecer una niña hermosa, con la fuerza para ponerse en pie y correr hacia su lado. Iluminada quizás por la poderosa luz lunar, comprendí que en este sacrificio secreto y sin palabras mi papá me ofrecía la compasión más dulce. Se acercó de nuevo y, en cuclillas, me pasó la mano varias veces por la cara. Arregló los mechones que me caían en la frente. ¿Sería este el último ademán antes de su despedida? ¿La señal que me daría antes de alejarse, la silueta cada vez más borrosa a medida que descendía, sin mirar hacia atrás, doblada hacia adelante, como el espectro verdadero de mi alma?
El encendedor
A Lucie
—Volvamos otra vez al monte —propuse.
En ese momento Sergio empezaba a lavarme las piernas y los pies. Levantó los ojos, me observó unos segundos con la mirada seria, ensimismada, que traía desde hacía varios días. No dijo nada, hundió la esponja en el agua tibia y le puso un poco más de jabón.
—Podríamos salir temprano. Subir un poquito, nada más. Una vuelta corta —insistí.
Sergio, que sabía moderar mejor que yo cualquier arrebato improbable, comentó que teníamos que aguardar un tiempo. Así ya pudiera sostenerme con el bastón, todavía necesitaba fortalecer los músculos, y, con seguridad, los senderos y los claros allá arriba, por donde antes nos movíamos y pasábamos horas con el ímpetu de dos buenos caminantes, estarían empapados, resbaladizos y todavía fríos.
—¿Cuándo, entonces?
—Esperemos a que el clima se asiente —dijo.
—¿Cuántos días crees? —insistí.
—No sé —dijo, después de pensar un rato—. Diez.
—¿Y me llevas?
—Claro.
Sergio respondió con los ojos atentos al vaivén de la esponja en sus manos; el suave y metódico recorrido con el que parecía acariciarme desde el inicio de los muslos hasta las rodillas, empezando siempre por la pierna izquierda, para después bajar a las pantorrillas y la punta de los pies. Le había impuesto a la rutina un compás preciso, idéntico cada vez, tanto en el baño y los masajes de la mañana como en los de las tardes y las noches. Se trataba de una de las varias tareas impuestas por este nuevo aprendizaje sentimental; un paliativo que tomó el lugar de nuestros anteriores contactos físicos. Con el tiempo, desde cuando volvimos a la casa, Sergio parecía guiar cada uno de sus actos bajo una especie de silencioso tictac mental. Me había dado cuenta, además, de que era el mismo ritmo que seguía en su también reciente jugueteo con la tapita del encendedor, cuando se quedaba un rato solo en el estudio antes de venir a la cama.
—Diez… —repetí.
—Con una semana larga de sol estará bien. Hay que esperar a que el sendero esté seco y podamos caminar sin peligro de que te resbales.
Estuve de acuerdo. Supuse que detrás de la advertencia Sergio pensaba también que de ahora en adelante, y mientras yo no volviera a ser la misma mujer ágil de antes, tendría que subirme o cargarme en brazos por algunos tramos del monte, como a una recién casada. Así los médicos nos hubieran asegurado que volvería a moverme con la energía y determinación de siempre, que se trataba de una invalidez transitoria, sabía que Sergio guardaba en silencio, como yo, la certeza de que ese era un paseo que no volveríamos a dar.
*
El malestar al que me sobreponía empezó como un resfriado reticente, en mitad de una noche, días después de una temporada en la costa, casi ya dos años atrás. Avanzó en silencio desde el principio, con una parsimonia irregular pero obstinada, y se transformó en un embiste que me dejó semiinconsciente por varias semanas en el pabellón de cuidados intensivos de una clínica. Me atascó casi todo el cuerpo y tuve que aprender a respirar, a hablar y a caminar de nuevo, como arrastrada sin ninguna consideración a la primera infancia.
Desde hacía más o menos tres meses había entrado en una etapa de mejoría irregular y un tanto engañosa, pues así como venían días durante los que me podía mover con cierta soltura, en otros se me borraba otra vez la sensación de las piernas, quedaba congelada en una única postura o se me llenaba la espalda de frío. Era como si el cuerpo olvidara por momentos que yo aún permanecía en el mundo. Me podía mover por la casa y la calle con ayuda de un bastón, pero nadie había logrado descifrar todavía las causas ni la naturaleza del virus, como tampoco ponerle un nombre preciso para contrarrestarlo. Ninguno de los médicos se atrevió a pronosticar si la infección volvería o no a cercarme con la virulencia del principio. Me sentía rondada por una sombra caprichosa.
Corrí, sin embargo, con la magnífica fortuna de tener a Sergio siempre cerca. Sin él, esta suspensión física habría acabado conmigo. El desconsuelo me tragaba y me desarticulaba, como un inmenso animal que no terminara de saciarse. Así de simple. Cuando la ruta por los hospitales llegó a un callejón sin salida y tuvimos que instalarnos en la casa, Sergio asumió la responsabilidad casi total de cuidarme. Obviamente estuvo de acuerdo en que mi mamá viniera y que Isabel también pasara un par de días para limpiar, pero no quiso que una enfermera lo remplazara. A pesar de la resistencia de casi todos, no discutió la decisión con nadie de la familia. Arregló un contrato nuevo, trasladó todo el trabajo a la casa y nunca reprochó la suerte que nos atrapaba. Aprendió a adelantarse a todos mis deseos y necesidades, ajustándose al abrupto cambio de velocidad en su vida.
Pero era previsible que Sergio se agotara. Empezó a fumar y descubrí entonces que entraba en largas contemplaciones fijas y calladas; un ensimismamiento y una evasión que nunca le había visto. Si estábamos, por ejemplo, conversando en la mesa después de comer, dejaba de hablar y comenzaba a jugar con algún cubierto. Le daba vueltas durante un rato largo, medio paralizado en un gesto de inquietud, el ceño fruncido como si evaluara en silencio una idea problemática. Cuando volvía y levantaba los ojos, me miraba sin parpadear, con una expresión nueva que me asustaba.
Antes, en las noches, se acostaba conmigo al mismo tiempo y esperaba siempre a que yo me durmiera primero, mientras me acariciaba la cabeza y leía cosas en voz alta. Pero ahora, después de los masajes de la noche, me daba un beso en la frente y se iba al estudio. Fue entonces cuando empecé a escuchar el otro tictac que marcaba Sergio, una y otra vez, con la tapa y la llama del encendedor.
Lo imaginaba en la penumbra, suspendido en un vacío para el que yo no tenía ningún nombre, ausente de las cosas que lo rodeaban, absorto frente a ese objeto de porcelana hecho en Japón, con el tamaño para guardar en el bolsillo de un chaleco, y que le regalé para un cumpleaños. Lo único que se me ocurría era que Sergio determinaba así, encendiendo y apagando la llama, una manera secreta de medir el paso de este tiempo disperso.
No quise preguntarle nada. Decidí que lo tendrían cansado no sólo el lento y accidentado proceso de mi recuperación, sino también la temporada de tormentas que azotó durante días y sin descanso la ciudad, con un frío húmedo que se nos metía en los huesos y nos obligaba a permanecer encerrados en la casa. Por eso, cuando escuché en la televisión que las lluvias se alejarían finalmente y se aproximaban días secos y despejados, aproveché la oportunidad para pedirle a Sergio que volviéramos a subir al monte. Esperaba además que con la luz del sol viniera un desahogo simultáneo para él.
*
Nunca pude dejar de pensar en esos recorridos por el monte. Ni siquiera durante el largo periodo de quietud absoluta, con brazos, pecho y piernas como de piedra, además del brusco revoltijo de medicamentos intravenosos que me sumergían en una especie de frontera cerebral inalcanzable para todos los que me vigilaban ansiosos, incluso para Sergio. Adormecida en ese limbo, mentalmente entraba y salía, con una facilidad insólita, de los senderos del monte, los mismos que antes recorríamos con Sergio, desde hacía algunos años, varias madrugadas a la semana.
Plantada en la cama de la clínica, podía moverme y avanzar sin tropiezos por los trayectos que me eran tan familiares. Medía con la mirada el entorno del bosque, seguía con exactitud la disposición de los árboles, incluso percibía los olores y la frescura del viento o la sombra de un pájaro. Todo pasaba de nuevo por mi cabeza con las variaciones físicas y acústicas de una alucinación, como si protagonizara un episodio fantástico, recurrente como ningún otro de los de mi vida diaria.
Cuando inicié el proceso gradual de despertar y volver al mundo, descubrí que lo único que podía recordar del periodo de letargo eran estos fantasmales retornos al monte. A lo mejor, imaginé después ya instalada en la casa, todo se debía al efecto secundario de los fármacos. Como fuera, ahora lo único que necesitaba hacer era internarme otra vez y lo más pronto posible por los recovecos que formaban los urapanes y los eucaliptos allá arriba, al oriente de la ciudad, en los márgenes donde, presentía, podría recibir el efecto terapéutico, o milagroso, que aún me faltaba.
Mientras pasaron los días del cálculo propuesto por Sergio para intentar una primera entrada al monte, el sol se instaló con fuerza y decisión sobre Bogotá. El pronóstico de la televisión se cumplía con exactitud. Entonces, cada vez que Sergio descorría las cortinas del cuarto, podía ver por la ventana la luz sobre las montañas, el azul intenso del cielo, la transparencia del aire que anunciaban la entrada a las tardes calurosas que por aquí llamábamos el verano. Nunca había vivido más allá de las afueras de Bogotá, pero sospechaba que no habría otro lugar donde las montañas absorbieran por momentos un resplandor semejante.
Después del mediodía, el viento barría las pocas nubes que de vez en cuando flotaban arriba dispersas, la temperatura aumentaba y las cosas dentro de la casa guardaban el calor por horas. Bajo esta nueva claridad, incluso las habitaciones parecieron cambiar de tono y volumen, como si el mundo a nuestro alrededor se trasladara lentamente hacia un hemisferio lejano o a otros metros de altitud.
Sergio decidió, desde el segundo día de sol, que yo debía salir al jardín de atrás un rato después del desayuno, pues por las mañanas aún me despertaba con un entumecimiento fuerte.
—El calor te puede ayudar —dijo.
—Sí… como a los lagartos.
—Te podría hacer los masajes afuera —dijo.
—Sí… sería perfecto.
*
Esta mañana muy temprano, lo escuché sacar la tumbona, las dos sillas plegables y la mesa que llevaban tiempo arrumadas en un rincón del garaje. Lo oí barrer las tablas de la terraza y pensé que preparaba un escenario transitorio, sucedáneo de las visitas al monte. Y me acomodó afuera en la tumbona, con dos almohadas y una manta para ponerme encima, después de los masajes.
—¿No crees que deberíamos contratar otra vez a alguien para que me ayudara con la terapia? —pregunté cuando terminó.
Era una propuesta que le había planteado a Sergio ya en varias oportunidades.
—Sabes que quiero y me gusta hacerlo.
—¿No estás cansado?
Tardó un momento en contestar y pensé que entraba en otra de las ausencias recientes.
—Lo digo por el tiempo, por tu trabajo.
—No tengo afán.
—¿Te falta mucho? —pregunté.
—Como cincuenta páginas.
—¿Vas a terminar a tiempo?
—No sé. Tendría que terminar esta semana… Igual no importa.
—¿Estás contento?
—Sí…
—Me gusta mucho lo que me has leído.
Sergio acababa de servirse otra taza de café, se sentó y puso el paquete de cigarrillos y el encendedor sobre la mesa. Sentí que me subía un escalofrío por los brazos.
—Si te da mucho calor me dices.
—Está lindo el jardín —comenté.
—¿Quieres algo más de comer? ¿Una manzana?—preguntó.
—No… Más tarde.
—¿Estás bien? ¿Están bien las almohadas?
—Sí. Este calorcito está delicioso. Sube cuando quieras.
—Me tomo el café y subo.
—¿Qué hora es?
—Las nueve y cuarto.
—Puedes fumar si quieres.
—Sí, ahora.
El saúco en una de las esquinas estaba florecido; con seguridad los nuevos fríos nocturnos le secarían pronto parte de las hojas. Desde la primera semana que nos instalamos en esta casa, Sergio aparecía todo el tiempo con alguna planta nueva; muchas eran de flores y las esparcía y movía de un lado a otro del jardín, como si compusiera con los verdes, los amarillos y los otros colores un cuadro para apreciar desde la sala y las ventanas del segundo piso.
Miré el perfil de Sergio. Tenía el cigarrillo entre los labios, apagado. Entonces levantó el mechero, lo encendió y vigiló por segundos el vaivén de la llama.
—¿Pasa algo? —decidí preguntar.
Se volteó a mirarme y, aunque parecía sorprendido, sonrió.
—No.
—¿Hoy es martes o miércoles? —pregunté.
—Miércoles.
Mi mamá vendría al final de la tarde. Cerré los ojos. Por entre los párpados vi un resplandor rojo.
—¿Quieres leerme un rato?
—Sí, si quieres —respondió, poniéndose de pie.
—¿Me traes agua, por favor?
Me entretuve con los ruidos que venían de las casas vecinas. Desde niña me había gustado seguir con atención ese conjunto de señales privadas, repetidas a las mismas horas: los pitidos de una olla a presión, la música que salía de algún radio, las voces esporádicas de mujeres y niños. Eran anuncios elementales pero inconfundibles de que la vida no se detenía.
Cuando volvió, me ayudó a beber un par de sorbos del vaso. Traía unas hojas.
—¿Qué más ha pasado? —pregunté.
—Ya sabes, es una biografía extensa, con muchos detalles…
Sergio encendió el primero de sus dos cigarrillos de la mañana y, entre cortos sorbos de café, expulsó el humo sin afán hacia las ramas del saúco. Yo lo observaba inmóvil, en silencio, como un verdadero reptil. Le buscaba los ojos, ansiosa por verificar su brillo. Sentía el calor entrándome por las piernas, desplegándose a un ritmo parejo hasta el extremo de los dedos, igual que un suero por las venas. Me reacomodé y escuché a Sergio. Leía siempre con una cadencia pausada y una entonación minuciosa. Con seguridad imaginaría que la debilidad corporal me afectaba también la atención. Yo simplemente me dejaba arrastrar, como en un arrullo.
El protagonista del libro acababa de sumergirse en una especie de crisis creativa. En su pretensión de nombrar las nubes y reconocer la verdad entre los perfiles de las sombras, de guiarse por siluetas arbitrarias siempre dispersándose, criaturas que nadie nunca volvería a ver por segunda vez, había perdido el rumbo. Aunque me costaba trabajo entender el propósito de clasificar esas formas fragmentarias, a merced de todos los vientos y en constante destrucción, me dio por pensar que en estos últimos meses mi cuerpo y la voluntad de Sergio estaban armados sobre una mecánica igual de frágil.
Abrí los ojos con un salto.
—¿Me dormí?
—Sí —dijo Sergio.
—¿Mucho tiempo?
—No, un par de minutos.
—Perdóname.
Sergio me acarició la cara, trató de sonreír, pero apenas hizo una mueca con la boca. Se trataba de una escena frecuente en nuestra vida nueva. Dentro de poco, quise decirle, estaría lista para acometer agarrada de su mano las rampas del bosque.
*
Los días avanzaron bajo la misma pauta, con muy pocas variantes. Sergio, por otro lado, modificó también sus horarios con la nueva presencia del sol, como cualquier cuerpo celeste. Empezó a trabajar desde más temprano en las mañanas. En el jardín, entre las nueve y las diez, después de consumir el primer cigarrillo, se levantaba, me daba un beso en la frente y regresaba al estudio en el segundo piso, mientras yo me calentaba abajo. Aparecía de nuevo cuando las ramas de los árboles me hacían sombra y reacomodaba la tumbona, persiguiendo los rayos del sol. Yo sabía que podía verme desde la ventana del cuarto, pues siempre estaba ahí en el momento preciso. A veces, después de almuerzo, en las tardes cuando venía mi mamá o la señora que nos ayudaba, Sergio salía a dar una vuelta para comprar cosas de mercado, pagar cuentas o alquilar una película. Luego me daba los últimos masajes en la espalda y las piernas, apagaba la luz después de leerme y se iba al estudio o a la sala. Y yo, mientras aguardaba a que me llegara el sueño, escuchaba de pronto el clic repetido del encendedor y se me aceleraba el corazón.
*
Finalmente se cumplieron los días acordados, y como Sergio no comentaba nada sobre mi propuesta de volver al monte, le pregunté:
—Amor, ¿cuándo salimos?
Estábamos en el jardín y Sergio se preparaba para reanudar la lectura.
—Este sábado. Dos días más —contestó sin dudar y agregó que podríamos intentar una primera excursión a media mañana.
Subiríamos con tranquilidad, al paso que yo necesitara. Incluso podríamos preparar un pícnic y sentarnos por ahí, en uno de los claros del bosque.
—¿Qué dices?
—¿Lo prometes?
—Veremos cómo está el camino y hasta dónde puedes llegar.
—Si empezamos otra vez con juicio, podrás dejar de fumar.
Sergio sonrió y sentí que se me despertaba un entusiasmo infantil. Le apreté la mano y le aseguré que no iba a tener que cargar conmigo.
*
Esa mañana de sábado el cielo mostró desde muy temprano un azul de una intensidad magnífica. Como antes, Sergio dejó el carro a un par de calles de la entrada al sendero que tomábamos. Yo quise llevar un morral pequeño a la espalda con un par de botellas de agua. Por ser fin de semana y porque ya era casi mediodía, había más gente y algunos conocidos nos saludaron con sorpresa. Una mujer mayor, que venía ya de salida y con quien a veces solía bajar, me felicitó por el regreso y me dio ánimos.
Desde el principio nos acompañó un viento con ráfagas repentinas, un aleteo furioso que dispersaba en el aire las hojas y hacía cambiar las sombras todo el tiempo. Caminábamos despacio, sin hablar. Sergio siguiéndome los pasos, tomándome de vez en cuando del brazo para rebasar una piedra grande o cambiar de costado en el sendero. Había algo de humedad entre las piedras, pero yo avanzaba segura, sin tropezarme ni perder el balance. Igual, fue una marcha corta y cuando Sergio descubrió que yo perdía un poco el aliento, buscamos el primer claro.
Bajo el abrigo de los árboles había desaparecido del todo el rumor de las calles abajo. Tampoco volvimos a oír ninguna voz humana, ningún canto de pájaros. La única presencia real eran los embistes irregulares del viento entre las ramas y, mientras esperaba recostada en un tronco a que Sergio acomodara las cosas, miré hacia arriba y se me ocurrió de pronto que eran las bocanadas que lanzaba un espíritu irritado, el anuncio previo de su llegada. Estábamos en un semicírculo flanqueado por arbustos y matorrales. El cielo mantenía ese potente azul que parecía aumentar las extensiones de todo alrededor. Comimos también en silencio. Las piernas me dolían mucho más de lo previsto. También me había dado cuenta de que el pecho se me cerraba, reduciéndome el aire, y me costaba hablar. Pero no quise decirle nada a Sergio. No habíamos ascendido tantos metros, me dije. Tendría sólo que esperar. Sin embargo, al rato le pedí a Sergio que me ayudara a recostarme un momento.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Creo que me tomé el vino muy rápido —le dije.
Sergio tendió las mantas que había traído en un borde donde caía el sol y, después de improvisar una almohada con los morrales y un saco al lado de un tronco, me arropó con extremo cuidado.
*
El frío me despertó. Oí el paso rápido de un pájaro, con un chillido que no identifiqué y se perdió entre los árboles. Después, como si viniera del fondo de un escenario, oí los ladridos irregulares de un perro. Pensé que en realidad se trataba de un eco y me recordaron de inmediato una canción que le gustaba escuchar a Sergio, hace tiempo. Tuve que esperar un rato antes de poder empezar a moverme. La luz del sol había bajado bastante y me sentí más cansada que antes. No podía calcular qué hora era. Logré incorporarme, sosteniéndome en un codo, y busqué a Sergio.
En el claro no había nadie. Recosté de nuevo la cabeza y empecé a respirar con un ritmo controlado. Pasaron varios minutos de un silencio que me pareció irreal. Asustada, creí que el desarreglo me afectaba también el oído. Vi la luna por entre las hojas arriba. En la noche brillaría con fuerza sobre estas montañas. Muchas veces había imaginado, como les sucedía a los protagonistas de tantos relatos leídos por Sergio, que bajo el influjo de sus rayos yo también entraba en una melancolía apacible, en una especie de recogimiento que me ayudaba a mantener el equilibrio de mi naturaleza endeble. Me senté y recosté la espalda contra el tronco a mi lado. Me arropé con la manta y esperé. ¿Se habría confundido de ruta? Tal vez por llevar tantos días sin adentrarnos por estas lomas Sergio había perdido la orientación.
Seguí respirando de forma pausada, abrazada a las piernas. Cuando la oscuridad empezó a llegar, me repetí que lo peor sería dejarme arrastrar por el pánico. Entonces, de repente, con un leve giro de los ojos, vi la silueta a mi derecha, medio oculta entre los troncos de algunos árboles, donde se iniciaba el descenso del sendero. Por la quietud del cuerpo y la cara ligeramente levantada, se me cruzó la imagen de alguien esperando la resonancia de una voz, la revelación de un portento que le diera un vuelco a este designio impuesto. Miré fijamente el perfil de Sergio. El clic de la tapita del encendedor era casi imperceptible, pero distinguí otra vez el compás que me hacía atropellar el corazón. También vi el resplandor de la chispa y, a veces, la luz intermitente de una llama. Sentí que entendería si Sergio decidiera abandonarme en ese rincón. Al fin y al cabo, la vida alegre y valiosa de antes se había transformado en un remedo borroso que no sabíamos cuánto más iba a durar.
Transcurrió otro rato antes de que Sergio se volteara a mirarme. Se acercó de nuevo y, en cuclillas, me pasó la mano varias veces por la cara. Los ojos le brillaban y eran los de alguien que no sabía cómo terminar de despedirse, de abandonar el sacrificio y escapar al fallido azar de ser la sombra y la protección de otro.
Tuvo que levantarme y cargarme. Cuando empezamos a descender, los rayos del sol caían oblicuos contra la montaña, iluminando apenas la copa de los árboles. Las pisadas de Sergio producían un ruido firme sobre las hojas y la tierra. Colgada de su cuello, recogida en sus brazos como una noviecita de trapo, escuchaba contra su pecho la respiración entrecortada. Estaba segura de que volveríamos al monte y cuando, por fin, yo acometiera, con el empeño casi animal que me impulsó siempre, los senderos estrechos, armados sobre escalones imprecisos, con piedras repentinas y ocultas que formaban trampas a cada paso, le haría saber a Sergio que su compasión no sólo era la más arriesgada sino también la más dulce.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Julio Paredes tradujo más de veinte títulos, entre ficción y ensayo. Fue director editorial de libros de referencia —enciclopedias y diccionarios temáticos— para Editorial Norma entre 1995 y 1999, y coordinador editorial del programa Libro al viento, entre 2006 y 2012, para la Alcaldía Mayor de Bogotá. Fue profesor de cátedra en la Universidad de los Andes y en la Universidad Javeriana. Trabajó como tutor en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y en el programa de creación de la Universidad Central. Entre 2011 y 2013 fue director editorial del Instituto Caro y Cuervo. Desde 2013, hasta su temprano fallecimiento, fue el editor general de la Universidad de los Andes. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y árabe.