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“Mañana te visito”, “esta semana almorzamos”, “nos vemos pronto”. Primero fueron promesas, luego, Laura entendió que sólo eran eufemismos, y es que el amor pesa. Primero, el cuerpo aguanta los kilos de más, pero llega un punto en el que las piernas flaquean y los brazos ceden. Ahí es cuando los almuerzos y las visitas y las ganas de esconderse detrás de los ojos del otro se tornan en polvo, y el polvo es propio de los muertos.
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A pesar de que Iván ya se había rendido al peso, Laura no podía dejar de amarlo. Habían sido años en los que el fantasma que ahora era Iván rondaba por su casa, se había acostado del lado de su cama, le había robado el plátano dulce que dejaba a veces en el plato. El dolor era insoportable, pero el amor lo era aún más, así que Laura había decidido engañarse. “Está ocupado”, “el trabajo lo tiene loco”, “ya tiene una rutina establecida”; pero en el fondo sabía que era una confianza autoimpuesta por decreto. “Ríjase a partir de su publicación”, se habría dicho a sí misma, para así poder vivir en piloto automático, con o sin Iván, con o sin sus rondas por la casa, y su aroma en el lado de la cama que era de ella, con o sin las sobras del plato y de su cariño. Pero los decretos son papeles vetustos y con ácaros que poco a poco se van comiendo las órdenes y las promesas. Se tornan cada vez más ligeros, y el amor pesa. Pesa tanto, que las piernas flaquean y los brazos ceden. Comienza siendo un montón mariposas, para luego tornarse en alas arrumadas, como si de una pila de basura se tratara. Dicen que uno debe purgarse de la basura que lleva dentro, pero Laura sólo veía un montón de alas que podían llegar a levantarse. Ay, pero cuánto pesaban. Ay, pesaban tanto como ese fantasma que ahora arrastraba los pies dejando polvo muerto detrás, ese fantasma que se llamaba Iván.
El fantasma ya no la acercaba a la casa mientras la tomaba de la mano, ya no la besaba hasta quedar sin aliento, ya no le acariciaba el pelo antes de dormir. “Mañana te visito”, “esta semana almorzamos”, “nos vemos pronto”. Eran eufemismos, pero también eran pequeñas oraciones que Laura se repetía en voz alta para tener algo de fe en ese amor que ahora sólo era un fantasma. Y los fantasmas son monstruos, son monstruos como también lo sería un montón de alas más parecido a una pila de basura que de pronto se alza para levantar vuelo. Entonces, Laura no entiende por qué insiste en ese amor que se arrastra, que se esconde de lado de su cama, que le roba el plátano dulce del plato poco a poco, poco a poco hasta dejarla en los huesos.
Y si la dejaba en los huesos, ya no tendría fuerzas para levantar todo ese amor. Las piernas le flaquearían, los brazos cederían y ese amor la aplastaría como también aplastó a Iván, dejando detrás un cadáver que la amaba. Ahora, Iván era un fantasma que levantaba el polvo, mientras ella se abrazaba a la ausencia que descansaba de su lado de la cama. Ahora, sólo quedaba esperar hasta que ese amor se hiciera con el resto de la casa y la dejara en los huesos, a ver si también la aplastaba. Si alguien llegaba a preguntar qué había ocurrido, podrían responder que el amor se había rebelado al papel que la humanidad le había impuesto, para arrebatar una vida.
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