Un ensayo visual sobre la representación del mal (crítica)
Zona de interés (The Zone of Interest), nominada a Mejor Película Internacional en los Premios Óscar 2024, es una cinta de vocación ensayística que regresa a Auschwitz para interpelar el mundo actual.
Sebastián Saldarriaga Gutiérrez
A riesgo de caer en una simplificación, puede decirse que en los lenguajes artísticos hay, por lo menos, dos caminos para representar el Holocausto. Uno banaliza lo sucedido, mostrando repetitiva e impúdicamente el sufrimiento hasta convertirlo en un espectáculo sin sentido. El otro, más que reproducir el pasado, procura la reflexión ética y estética en torno a lo que significa, para nuestro presente, recordar el horror.
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Zona de interés, del director británico Jonathan Glazer, transita esta segunda vía. Se centra en la figura de Rudolf Höss (Christian Friedel), un militar nazi que estuvo al frente del funcionamiento de Auschwitz. Pero —y ahí viene la sorpresa inicial para los espectadores— la historia no se enfoca en el padecimiento de los prisioneros, sino en la vida apacible que Höss ha construido junto con su esposa Hedwig (Sandra Hüller) y sus hijos en una bucólica propiedad que colinda con el campo de concentración.
El paraíso a un paso de distancia de la infamia y la barbarie. Este es el irónico punto de partida por medio del cual Zona de interés reflexiona sobre los principales dilemas en torno al mal y la memoria.
Por ejemplo, como han señalado numerosos críticos, es evidente que sobre el argumento del filme planea el concepto de la ‘banalidad del mal’, acuñado por la filósofa Hannah Arendt tras analizar el juicio del funcionario nazi Adolf Eichmann, condenado por urdir la Solución Final.
No sin razón el nombre de Eichmann es pronunciado en Zona de interés. Höss encarna a la perfección la idea expuesta por Arendt; es un funcionario eficiente que, justificado en el cumplimiento de las órdenes que recibe, hace posible que la máquina de horror opere de manera cada vez más sofisticada.
Por ello, a diferencia de los villanos nazis prototípicos del cine, no vemos a Höss ejerciendo actos directos de violencia u ostentando una crueldad sobrehumana. La mayor parte del tiempo lo encontramos gerenciando con sosiego y disciplina, trabajando desde temprano y hasta bien entrada la noche, a veces riendo con su esposa, otras leyendo cuentos infantiles a sus hijos. También somos testigos de su impotencia frente a decisiones tomadas por sus superiores como relevarlo de su cargo y trasladarlo. El mal, en últimas, se parece más a nosotros de lo que quisiéramos admitir.
A la par de esta expresión de la banalidad del mal, encontramos otra relación bien planteada por Glazer a través de técnicas cinematográficas. Podríamos aproximarnos a ella tomando como pilar la premisa de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”.
He señalado que la arcádica casa de la familia Höss se encuentra justo al lado de Auschwitz. Esto permite que el horror no se soslaye, sino que se sugiera. Así, cuando observamos en primer plano los juegos infantiles, las reuniones familiares o los paseos entre las abundantes especies del jardín, también entrevemos en segundo plano los pabellones del campo, el vapor del tren llegando con nuevos prisioneros o el humo que emana de los cuerpos exterminados en los hornos crematorios.
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De esta manera, y según sucede en el modelo económico global, el sufrimiento desgarrador de unos sostiene la vida perfecta de otros. Para mostrar lo obsceno de esta verdad, Glazer emplea recursos estéticos que revelan una pugna interna en la película. Efectivamente, la realidad familiar constituye el eje principal de la narración; por tal motivo, esta transcurre en su mayoría del modo en que es retratado Höss, con planos simétricos y sobrios y un ritmo voluntariamente parsimonioso. Sin embargo, lo que ocurre en el campo de concentración es tan monstruoso que, en ciertas ocasiones, irrumpe desde el afuera.
Es como si la cinta misma nos confesara que el orden visual planteado es tan ilegítimo que la cara oculta, por momentos, la desborda. Lo hace con gritos lejanos, con sonidos de disparos, con lamentos o con caóticas músicas incidentales que rompen esporádicamente el equilibrio y hasta la indiferencia de los planos.
En esta complejidad del estilo, además de dicha tensión entre lo que se muestra y lo que no, parece encontrarse el centro de una postura afirmativa hacia la memoria. Es necesario cuidarla, trabajarla con esmero como sucede en la inteligente y calculada composición del filme, particularmente en aquella escena que da un salto hacia adelante en el tiempo para llevarnos al museo que es Auschwitz hoy en día.
Recorremos, tal como lucen en la actualidad, los hornos crematorios, las cámaras de gas y los pasillos que conservan las pertenencias de los prisioneros. Pero nada se nos presenta vacío: encontramos allí a las personas encargadas de la limpieza del museo, un trabajo que parece insignificante, pero que hace posible que ese lugar de memoria pueda seguir existiendo y enseñándonos.
Es, quizá, lo que busca Zona de interés. Que hagamos del recuerdo de Auschwitz una memoria cuidada y ejemplar que nos permita identificar y condenar el mal en otros tiempos y espacios. ¿O no es acaso esa injusta vecindad de los Höss y del campo de concentración un recordatorio casi perverso de esa otra zona de interés llamada Gaza, donde está ocurriendo un genocidio mientras escribo estas palabras?
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A riesgo de caer en una simplificación, puede decirse que en los lenguajes artísticos hay, por lo menos, dos caminos para representar el Holocausto. Uno banaliza lo sucedido, mostrando repetitiva e impúdicamente el sufrimiento hasta convertirlo en un espectáculo sin sentido. El otro, más que reproducir el pasado, procura la reflexión ética y estética en torno a lo que significa, para nuestro presente, recordar el horror.
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Zona de interés, del director británico Jonathan Glazer, transita esta segunda vía. Se centra en la figura de Rudolf Höss (Christian Friedel), un militar nazi que estuvo al frente del funcionamiento de Auschwitz. Pero —y ahí viene la sorpresa inicial para los espectadores— la historia no se enfoca en el padecimiento de los prisioneros, sino en la vida apacible que Höss ha construido junto con su esposa Hedwig (Sandra Hüller) y sus hijos en una bucólica propiedad que colinda con el campo de concentración.
El paraíso a un paso de distancia de la infamia y la barbarie. Este es el irónico punto de partida por medio del cual Zona de interés reflexiona sobre los principales dilemas en torno al mal y la memoria.
Por ejemplo, como han señalado numerosos críticos, es evidente que sobre el argumento del filme planea el concepto de la ‘banalidad del mal’, acuñado por la filósofa Hannah Arendt tras analizar el juicio del funcionario nazi Adolf Eichmann, condenado por urdir la Solución Final.
No sin razón el nombre de Eichmann es pronunciado en Zona de interés. Höss encarna a la perfección la idea expuesta por Arendt; es un funcionario eficiente que, justificado en el cumplimiento de las órdenes que recibe, hace posible que la máquina de horror opere de manera cada vez más sofisticada.
Por ello, a diferencia de los villanos nazis prototípicos del cine, no vemos a Höss ejerciendo actos directos de violencia u ostentando una crueldad sobrehumana. La mayor parte del tiempo lo encontramos gerenciando con sosiego y disciplina, trabajando desde temprano y hasta bien entrada la noche, a veces riendo con su esposa, otras leyendo cuentos infantiles a sus hijos. También somos testigos de su impotencia frente a decisiones tomadas por sus superiores como relevarlo de su cargo y trasladarlo. El mal, en últimas, se parece más a nosotros de lo que quisiéramos admitir.
A la par de esta expresión de la banalidad del mal, encontramos otra relación bien planteada por Glazer a través de técnicas cinematográficas. Podríamos aproximarnos a ella tomando como pilar la premisa de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”.
He señalado que la arcádica casa de la familia Höss se encuentra justo al lado de Auschwitz. Esto permite que el horror no se soslaye, sino que se sugiera. Así, cuando observamos en primer plano los juegos infantiles, las reuniones familiares o los paseos entre las abundantes especies del jardín, también entrevemos en segundo plano los pabellones del campo, el vapor del tren llegando con nuevos prisioneros o el humo que emana de los cuerpos exterminados en los hornos crematorios.
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De esta manera, y según sucede en el modelo económico global, el sufrimiento desgarrador de unos sostiene la vida perfecta de otros. Para mostrar lo obsceno de esta verdad, Glazer emplea recursos estéticos que revelan una pugna interna en la película. Efectivamente, la realidad familiar constituye el eje principal de la narración; por tal motivo, esta transcurre en su mayoría del modo en que es retratado Höss, con planos simétricos y sobrios y un ritmo voluntariamente parsimonioso. Sin embargo, lo que ocurre en el campo de concentración es tan monstruoso que, en ciertas ocasiones, irrumpe desde el afuera.
Es como si la cinta misma nos confesara que el orden visual planteado es tan ilegítimo que la cara oculta, por momentos, la desborda. Lo hace con gritos lejanos, con sonidos de disparos, con lamentos o con caóticas músicas incidentales que rompen esporádicamente el equilibrio y hasta la indiferencia de los planos.
En esta complejidad del estilo, además de dicha tensión entre lo que se muestra y lo que no, parece encontrarse el centro de una postura afirmativa hacia la memoria. Es necesario cuidarla, trabajarla con esmero como sucede en la inteligente y calculada composición del filme, particularmente en aquella escena que da un salto hacia adelante en el tiempo para llevarnos al museo que es Auschwitz hoy en día.
Recorremos, tal como lucen en la actualidad, los hornos crematorios, las cámaras de gas y los pasillos que conservan las pertenencias de los prisioneros. Pero nada se nos presenta vacío: encontramos allí a las personas encargadas de la limpieza del museo, un trabajo que parece insignificante, pero que hace posible que ese lugar de memoria pueda seguir existiendo y enseñándonos.
Es, quizá, lo que busca Zona de interés. Que hagamos del recuerdo de Auschwitz una memoria cuidada y ejemplar que nos permita identificar y condenar el mal en otros tiempos y espacios. ¿O no es acaso esa injusta vecindad de los Höss y del campo de concentración un recordatorio casi perverso de esa otra zona de interés llamada Gaza, donde está ocurriendo un genocidio mientras escribo estas palabras?
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