Un feminista contra el lenguaje inclusivo

Quiero partir de una aclaración que me parece clave cuando se entra en el acalorado debate que suele implicar el lenguaje inclusivo: estoy totalmente de acuerdo con la noción de que el lenguaje y la manera en que nos expresamos tienen una influencia definitiva sobre nuestras acciones y mentalidad.

Daniel Carreño León
14 de enero de 2019 - 09:58 p. m.
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Después de todo, se trata de una herramienta que le da forma a nuestros pensamientos, es por esto que se nos puede dificultar expresar conceptos para los que los idiomas que manejamos no tienen términos precisos.

Ya con eso establecido es que se entra más tranquilamente en el tema en cuestión: aquel del lenguaje inclusivo. Este fenómeno social ha ido llamando la atención a medida que lo han popularizado movimientos sociales y políticos, y se ha tornado en un tema de discusión global con un gran número de partidarios y detractores. Este tipo de corrientes existe en muchos idiomas a nivel mundial (teniendo gran prominencia en el inglés y el francés), pero para evadir complicaciones innecesarias, el enfoque se mantendrá sobre aquellas que conciernen al mundo de habla hispana.

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El origen de estos movimientos yace en la alegación de que el idioma español perpetúa una inequidad histórica que desde siempre ha dejado a mujeres en una posición inferior a la de los hombres por el hecho de emplear lo que se conoce como un masculino genérico. Aunque pueda sobrar la explicación, esto significa que a grupos compuestos por ambos, mujeres y hombres, se les refiere con pronombres y adjetivos masculinos, razón por la cual decimos que un avión va lleno de pasajeros, así también viajen en este muchas mujeres.

Una de las tempranas alternativas que se idearon para esquivar esta ‘masculinización’ fue la de utilizar el símbolo arroba (@) para reemplazar las terminaciones en ‘o’ y ‘a’ —dado que este visualmente parece una combinación de las dos letras—, así resultando en usos como “hola a tod@s” o “bienvenid@s”. Obviando el problema de legibilidad que esto implica, sus mayores obstáculos son que es inaplicable para sustantivos que no terminan en estas letras y que de todos modos no existe una forma viable de pronunciarlo. Es aquí donde surge la opción más favorecida por movimientos políticos, común ya en países latinoamericanos como Chile y Venezuela, de utilizar ambos géneros simultáneamente: “todas y todos”, “ciudadanos y ciudadanas”, “colombianas y colombianos”, etc.

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Esta iniciativa tiene problemáticas que han llevado a que su inviabilidad sea declarada tanto por aquellos que se oponen al lenguaje inclusivo como por facciones más progresistas del mismo movimiento. Por un lado, se ha tildado el uso de esta ampliación como una movida populista que solo resulta en una sobre-extensión innecesaria y aparatosa que atenta contra la economía del lenguaje e inhibe la lectura de textos, por no mencionar el desperdicio que esto implica en materiales de impresión. El otro lado argumenta que esta solución no es lo suficientemente inclusiva, ya que se limita a un sistema binario que solo entiende dos géneros y por ende discrimina a miembros de la sociedad que no se identifican con el masculino ni con el femenino. En respuesta a esto, nació el infame uso de la letra ‘x’ que, al igual que el arroba que buscaba reemplazar, también hacía de las palabras que la empleaban completamente impronunciables.

Es así que se llegó a la solución más aceptada: la letra ‘e’. Este modelo es el más comprensivo y bien estructurado, proponiendo el reemplazo de las letras ‘a’ y ‘o’ por la ‘e’, y la adición de pronombres o adjetivos que la empleen a sustantivos que no cambian: “ustedes son les más grandes y buenes”, para dar un ejemplo.

Como ya dije, este sistema es el que mejor supera los problemas que los modelos anteriores encuentran en términos de pronunciación o de adaptación a la gran cantidad de palabras que no se adhieren a la alternancia entre ‘a’ y ‘o’. Maneja unas reglas de aplicación relativamente sencillas y no es tan invasivo como el uso del arroba, la ‘x’, o de los dos géneros en cada situación. Dentro de todo, es la propuesta más viable y mejor pensada, pero no deja de sucumbir ante los problemas que hacen del lenguaje inclusivo en general un proyecto inviable y poco útil: su aplicación y su efecto.

Empezando por la aplicación, se debe tener en cuenta que, si bien los idiomas actúan como organismos vivientes que se transforman y adaptan con el tiempo, adoptando nuevos términos y expresiones mientras dejan atrás otros que caen en desuso, esta evolución es una que tiene como fin mejorar la comunicación, el entendimiento, y por ende tiende naturalmente a la simplificación. Es esa la razón por la que instituciones reguladoras del idioma como la Real Academia Española terminan por reconocer nuevos significados para ciertas palabras o eliminan diacríticos y otras reglas que ya no se consideran fundamentales y en vez generan dificultades para quienes lo hablan. Estas entidades no buscan imponer el cómo se debe hablar, sino establecer una serie de reglas que ayuden a organizar y entender el lenguaje común en su tarea comunicativa. Es por eso que hasta ahora se han negado a ceder ante la propuesta del lenguaje inclusivo.

Hasta en su modalidad mejor pensada y menos disruptiva —la del uso de la e—, el lenguaje inclusivo pretende modificar el idioma en su totalidad y cambiar una gran mayoría de los sustantivos, pronombres y adjetivos, como mínimo. Esto implica una transformación de miles de palabras que se utilizan a diario, por no decir del cien por ciento de las frases que construimos. Un cambio así, más allá de ser increíblemente complejo, es completamente artificial y va en contra de esta tendencia natural hacia la simplificación. El actual modelo binario de géneros con un masculino genérico es algo que ocurrió naturalmente a lo largo de los siglos en los que se desarrolló el idioma español y no se dio a causa de una preferencia premeditada por el género masculino. Todas las lenguas romances modernas evolucionaron del latín clásico, un idioma que contaba con un género neutro en adición al masculino y femenino, y aún así fue este el que desapareció con el paso del tiempo en todos los casos.

Es el concepto del género neutro el que nos lleva al segundo problema base del lenguaje inclusivo: el de su efecto. La idea de que existe una preferencia por un género masculino sobre el femenino, y que es esta la raíz del machismo y la discriminación en la sociedad, ignora una realidad clave. El género en un idioma no está ligado a qué tan machista o discriminatoria es la cultura o sociedad que lo habla; el machismo es una desgracia global totalmente independiente del lenguaje. Dos idiomas modernos que todavía cuentan con un género neutro, el griego y el alemán, pertenecen a países con niveles de machismo muy distintos, pero muy prominentes en su ámbito social.

Es cuando observamos el caso de idiomas sin género que se evidencia con más claridad la falta de conexión entre géneros lingüísticos y sociedades inclusivas. El chino y el japonés son dos idiomas que nunca han tenido ningún concepto de género y que aún así pertenecen a culturas muy tradicionales con estrictos roles de género que se mantienen vigentes en pleno Siglo XXI. El inglés es otro idioma que desconoce los géneros lingüísticos y continúa teniendo estructuras y tendencias sociales fuertemente machistas (vale mencionar que el pronombre colectivo “y’all”, preferido por los promotores del lenguaje inclusivo en Estados Unidos, es nativo de estados sureños, los más conservadores y menos inclusivos de este país). Por último se presenta el ejemplo del suajili: un idioma africano completamente neutral en términos de género y oficial en Kenia, Uganda y Tanzania, tres países con altos índices de mutilación genital femenina.

Mi oposición al lenguaje inclusivo no es a causa de un purismo lingüístico, sino porque no se trata de una solución real. En palabras de la uruguaya María Emilia Pérez Santarcieri: “el lenguaje inclusivo no hará que le dejen de preguntar a mujeres en entrevistas de trabajo si planean quedar embarazadas”; son paños de agua tibia, una pseudo-solución —facilista y simplista— que hace mucho ruido pero no soluciona nada porque no ataca la raíz del problema. Para acabar con el machismo, con la discriminación, se necesita una educación fuertemente enfocada en valores como la conciencia social, la tolerancia, el respeto y la igualdad. Hay que entender que el machismo en la sociedad va mucho más allá de un masculino genérico y que decir “colombianos y colombianas” no hará que a las mujeres se les deje de pegar, violar o matar. La lucha por el lenguaje inclusivo puede ser una causa noble, bien intencionada, pero ante ojos que ven con urgencia la necesidad de acabar con el machismo, con la desigualdad de género y con la discriminación, es una ridícula pérdida de tiempo y esfuerzo que aporta poco y distrae de los verdaderos problemas.

Retomando la aclaración con la que inicié este texto, el idioma sí tiene una influencia sobre nuestras acciones y pensamientos, y sí es posible cambiar la mentalidad a través de un mejor empleo de este. Lo que se requieren son soluciones más contundentes, mejor pensadas y fundamentadas que, sí, implican un mayor esfuerzo, pero también resultan en mayores beneficios para la sociedad. Empecemos a tener conciencia de cómo empleamos el idioma y cambiemos la forma en que usamos las palabras, en lugar de pretender cambiar las palabras en sí. Es entonces que veremos un verdadero cambio en la sociedad.

Por Daniel Carreño León

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