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Fernando Araújo Vélez: un contradictor idealista

El escritor y periodista fue el editor de El Magazín Cultural de El Espectador hasta el pasado 5 de enero. Este jueves 8 de febrero se realizará un homenaje en la Biblioteca Los Fundadores del Gimnasio Moderno de Bogotá, a las 6 de la tarde. Aquí un texto para celebrar su paso por este periódico.

Laura Camila Arévalo Domínguez
08 de febrero de 2024 - 01:00 p. m.
Fernando Araújo Vélez fue editor de El Magazín Cultural de El Espectador desde 2006, pero entró  trabajar a este diario en 2004.
Fernando Araújo Vélez fue editor de El Magazín Cultural de El Espectador desde 2006, pero entró trabajar a este diario en 2004.
Foto: Oscar Perez
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Fernando Araújo Vélez no sabe en qué año nació. Supone que fue en Cartagena el 24 de diciembre de algún año de la década del 50: sus hermanos y él nacieron entre la intermitencia y el ritmo acelerado que vivió cualquier familia de renombre en el país, así que fueron de aquí para allá en medio de casas y países, a medida que su padre, Alfredo Araújo Grau, se convertía en embajador, ministro o senador, y su mamá, Angelina Vélez, lo custodiaba. Cuando fue necesario el registro de su nacimiento, se sacó en Cartagena, pero como un trámite más: no tiene ni idea de cómo hacerse una carta astral.

Estos movimientos, los de la familia Araújo Vélez, fueron aventuras incómodas, emocionantes o incompresibles. Por ejemplo, con gestos confusos, ahora él recuerda el encuentro y las instrucciones para darle la mano a la reina Isabel. Riéndose a carcajadas, también intenta contar la historia de la vez en la que, siendo muy niño, alguien tocó el timbre de la puerta de su casa, él bajó corriendo y abrió. Era Alfonso López Michelsen, en ese momento presidente de la república, pero nadie se lo había presentado y la instrucción era precisa: no le abra a desconocidos. Así que le cerró la puerta en la cara y regresó gritando para que alguien lo atendiera. Por otro lado, cuando por estos días se acuerda de que su madre tenía guantes de gala y que él se los robaba para imaginarse que era un jinete elegante que luchaba por alguna causa, los ojos se le llenan de brillo.

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Ahora que es adulto, sostiene que su pensamiento no es sabiduría, sino lógica: el conocimiento de la condición humana no es exclusivo de los filósofos, antropólogos, psicólogos o intelectuales. Mucho menos de los sacerdotes. Tampoco de las brujas. Según él, para saber de los seres humanos, de su comportamiento, hay que ser humano. Y hay que sospechar.

Pero para pensarlo, entenderlo y aceptarlo, pasó mucho. Para, entre otras cosas, reconocer que su mamá fue lo que fue por un montón de razones que iban más allá de él y de lo que se pretendía de ella. Él, que se dejó seducir por los Beatles después de que vio una portada de uno de sus discos, dejó que su pelo creciera. Y su familia fue conservadora, así que para ella se peinó distinto y luego salió e hizo lo que quiso. Fue un rebelde al declararle la guerra a lo convencional, aunque ahora sepa que los modales tienen algún sentido y comprenda los códigos de la realeza. Es decir, después de sublevarse, pensó. Podría decirse que ahora es un contradictor idealista.

Entró a la universidad, pero la mandó al traste: nunca creyó en los manuales para crear algo. Sabía que quería escribir, y lo descubrió la primera vez en la que leyó una revista llamada El Gráfico, cualquier día de cualquier semana en cualquier droguería. A causa de una enfermedad que le redujo la fuerza y le aumentó la capacidad de observación, en ese momento ya tenía entrenamiento en el arte de no resignarse a los días planos. Descubrió que nada era tan superficial, que existía la contemplación, que si quería, cada hora de su día podía ser tan sublime como para convertirse en poesía.

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Siempre ha preferido estar histérico. No le gusta la calma. Casi que se arrodilla ante la foto de Tolstói al recordar lo que algún día dijo: “Para vivir honradamente, es necesario desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral”. Y con esa frase del final, es fácil imaginarlo cerrando los puños, apretando los dientes y haciendo un gesto de gol, de campeón. Esa es su plenitud: podría suicidarse por una frase o una canción.

Este texto se publica hoy en este periódico porque Fernando se jubiló. Su último día como editor de El Magazín Cultural de El Espectador fue el 5 de enero. Antes de llegar a esta casa editorial, pasó por medios de comunicación como La Prensa, El Tiempo, Cromos, Calle 22 y la revista Fábula, entre otros. Antes de terminar este tiempo de legalidades y burocracias, sueldos, cesantías y vacaciones, escribió los libros Pena máxima, El fútbol detrás del fútbol, No era fútbol, era fraude; y las novelas Y por favor, miénteme, y Aunque me muera a la izquierda, su más reciente publicación.

Durante su paso por El Espectador, nos demostró su amor por la escritura. Nos lo demostró tanto, que en ocasiones lo dejamos de querer un poco a él: cada palabra fue una elección sagrada y su modificación, por descuido o ignorancia, fueron asuntos tan importantes y profundos como cualquier elección presidencial o declaración de guerra. Nos inculcó el poder de los equipos, de los efectos de juntarse, y nos contó sobre los saldos positivos y negativos de protegerlos o descuidarlos.

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También se contradijo. Él, que repitió hasta el cansancio que la sospecha y la verificación eran vitales en esta profesión y en la vida, apostó por causas y empeños que lo decepcionaron hasta casi tumbarlo. Y de sus caídas se levantó dispuesto a equivocarse más. Fue terco. Fue desesperantemente terco: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”, dijo Bertolt Brecht. Otra de las citas que le sacan su cara de victoria.

Hoy, por estos días y sin importar la silla, se sienta como un rey. Acomoda los codos y descarga algo de peso. Ocupa todo el sitio. A veces fuma y suelta el humo entre las furias y las carcajadas que le sacan los absurdos. Es el consultor de todas las desgracias de quiénes lo rodean, así las desgracias le den risa y sean, para él, cuestiones de fuerza, voluntad o despedidas. Y aunque las ve como debilidades, porque los seres humanos somos débiles, les dedica un gran porcentaje de su tiempo, y con su voz ronca por sabio o por fumador, repite que el amor, o eso que llamamos amor, es tóxico y que detrás de todo hay una gran historia. Que el camino es lo más importante, no la meta, y sugiere no firmar contratos laborales ni conyugales. Que lo más importante siempre será vivir, en vez de ser vividos, y que para eso hay que aceptar el gran desafío de ser libres, así la libertad implique una soledad estruendosa. Que estamos ávidos de aprobación y por eso fingimos, pero que las actuaciones se caen rápido, así que la fuerza debe enfocarse en la esencia, no en la interpretación.

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En su silla de rey, que, repito, no depende de la silla, sino de su postura, cruza las piernas y ataca. Cuando quiere romper la tensión de algún momento, se pone el disfraz de viejo cascarrabias y embiste con un sentido del humor irresistible para quien esté en pie de lucha. Su estrategia es desarmar. Y después de dejar a su interlocutor inerme, pasa a la segunda fase de su plan: conversar para pensar. Su sueño es que la gente piense, busque, descubra, porque la frase de Saramago, esa que dice que “siempre queremos estar del otro lado del puente”, lo obsesiona. Es un patético que se toma todo en serio y asegura que siempre defenderá su máxima de que la vida es sagrada. Como lo dijo Emil Cioran, otro de sus muertos: “Todo pensamiento nos debe llevar a la ruina de una sonrisa”. Ahora habrá tiempo para más de sus pensamientos, sus canciones y sus ruinas.

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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samuel(77552)08 de febrero de 2024 - 04:05 p. m.
Hará mucha falta.
Felipe(45597)08 de febrero de 2024 - 01:20 p. m.
Hermoso y conmovedor perfil, Laura. Con la salida de Araujo se va otro poquito de ese gran diario del que ya casi no queda nada, convertido solo en un cabezote que arrastra siglo y medio de historia. Ahora El Espectador parece una máquina de producir basura digital y superficialidad... Cómo luchó Araujo contra eso... Fue otra de sus batallas perdidas. C.A
  • LETICIA(6ucey)08 de febrero de 2024 - 01:42 p. m.
    Casi de acuerdo
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