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Una buena ración de mi modesta cultura literaria me la prodigué en librerías de viejo ubicadas en el centro de Barranquilla, si bien he adquirido no pocos libros en puestos de Cartagena, Santa Marta, Bogotá y La Habana, etc. Desde 1980, cuando empecé a comprarme mis libros, aunque todavía con el dinero que para tal fin y sin reparo me daba mi madre, hasta esta mañana del 9 de marzo de 2023, el mejor y más abastecido librovejero de Barranquilla, aparte de Marcos (que se suicidó hace más de 10 años en su local de la calle 35 entre carreras 43 y 44), es Juan Tapia Galeano. El cubo de su compacta librería de dos metros por dos, que se yergue en una de las esquinas del Centro Cívico (calle 38 con carrera 44) cumplirá en junio, “si Dios quiere”, 20 años de estar aquí.
Marzo empieza a nublar el límpido azul del cielo que despejan los alisios del norte desde diciembre y milagrosamente justo hasta el Carnaval de Barranquilla. Nadie quisiera imaginar un sábado de Batalla de Flores bajo uno de nuestros torrenciales aguaceros, cosa que no ha sucedido jamás en más de 100 años. Aunque la brisa sigue revolviendo el incipiente bochorno de la época, refrescando la cabeza a propios y extraños, Tapia está de malas pulgas. Antes de fajarse conmigo en el consabido regateo me ha hecho objeto de altisonantes agresiones que han escandalizado a un académico que ya a mi llegada se encontraba entendiéndose con él. Aunque no es la primera vez, los vendedores estacionarios de la esquina se muestran escandalizados por el elevado tono de su animosidad, pero debo tanto a este hombre caribe de un metro sesenta centímetros, algo aindiado, pantalón azul desteñido y camiseta amarilla, que decidí encajar pasivamente y con la más inalterable tolerancia el grueso calibre de denuestos entre los que “perro” no es el más ofensivo. Al final, yo mismo me felicitaría por no haberme marchado y no contestar la andanada. Me acusaba de irrespeto y de hacerle perder el tiempo, me arrancó violentamente dos libros de las manos, me gritaba “quítate de aquí”, etc. Pero escucharlo, una vez superada la furia y el ruido, intentar explicar las razones de su salida de casillas no solo nos reconcilió y trajo el trato entre nosotros al mejor ambiente de otros días, sino que posibilitaría el bello momento en que nos estrechamos haciéndome sentir que tenía entre mis brazos a un pariente profundo, a un humano. Un hombre trabajado por duros tiempos y duros semejantes. A pesar de sus “12 hijos y 24 nietos de 40 años para abajo. Todos viven en Barranquilla”, a la pregunta que me formulé por las razones de su dolor, me respondí que los hombres estrechados en semejante abrazo en esta esquina compartían por igual no solo la mala suerte en el amor, lo cual es relativamente universal, sino en la amistad. Me dije que probablemente no éramos peores que los otros y que quizá, en caso de habernos descifrado antes, probablemente pudiéramos haber sido el único amigo en el mundo el uno para el otro.
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Afirma con resolución, casi con orgullo, que es de Cartagena de Indias, aunque su madre vino a alumbrarlo en Barranquilla el 28 de febrero del año 1945, “el año en que acabó una guerra”, le dije, “pero no la guerra.” Le pregunto si tuvo alguna formación académica y me responde, ahora sí, sacando pecho, que fue “autodidacta”. De niño, el trato de su madre no fue el mejor, incluyendo formas de reprensión que hoy son tipificadas como punibles. Más adelante insistiría en que no tocase a la señora Galeano Fernández en lo que sea que fuere a hacer sobre él: “Mi mamá es mi mamá”, dice como aniñándose, como si se sintiera regresar a un tiempo pasado que, por el solo hecho de serlo, fuera mejor. “La violencia me ha perseguido. De niño me escapaba de la casa. Pasé 90 días de filo. No me he vuelto un psicópata porque Dios es grande, pero motivos y ganas no me faltan para matar gente. No soy ninguna perita en dulce”, dice en voz alta como imponiendo su propio relato sobre él a los demás vendedores estacionarios, relato que seguramente nadie hasta ahora, a pesar de su mal genio, se habrá tomado en serio
Es hijo único. A su padre debe su destino. Juan Bautista Tapia Labarcé, natural de Ciénaga, “culo sungo”, era librero en la Calle Larga, antiguo mercado público de Cartagena. “El que no conocía a Tapia no era cartagenero. Le debo todo lo que sé. Tenía 18 años al volver del Ejército y salía a comerme el mundo, que era lo que quería mi papá: ‘Si quiere plata, gánesela’. Cuando le declaré que no volvería a vivir en su casa me dio dos cachetadas. Le reclamé que él era mi padre, que yo había superado las pruebas que me había puesto, que iba a desplegar mis alas. Le pedí un ejemplar de cada uno de sus títulos y con estos monté en octubre de 1963 la librería San Francisco, frente al antiguo convento de franciscanos, cerca a los teatros Colón y Cartagena”.
Le pregunté por los motivos de su partida de Cartagena. Dice, sin revelarme detalles, que su padre, también librero, sintió el golpe de la competencia. “Yo tenía una mujer embarazada en Ciénaga. Parió en el hospital San Juan de Dios y abandonó el hijo. En el 66 empecé el negocio en Pica-Pica”.
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Tapia Galeano, que ha vivido y trabajado siempre como librero, hasta donde puedo establecer, es el decano del oficio en el Caribe colombiano, sin contar con que lo ha ejercido en Bogotá, Cali, Popayán, Ipiales, Medellín y Bucaramanga, lo que hace de él un tótem de los librovejeros de Colombia.
“Me quedé fijo aquí porque ya la infantería (se palmea las piernas entre los muslos y las rodillas) no funciona. He sido aventurero nato”. Ha decidido dejar la librería.
Con la llegada de la internet, muchos se deshicieron de bibliotecas enteras, a veces regalando los libros a recicladores que recorren la ciudad con sus carros de madera tirados por ellos mismos y aún a veces simplemente los abandonaron en la puerta de la casa para que los recogiera el primero que pasara, lo que habrá incrementado en algún momento notablemente las posibilidades de dotación de los librovejeros. La gente se deshacía de ellos porque ocupaban ya demasiado espacio, porque ahora podían leer el pdf en línea, o simplemente porque los mayores murieron y los hijos y nietos ya no tienen ningún interés en conservar ni menos leer libros físicos. Diríase que ya la ganga terminó.
En Colombia, el índice de lectura, según Lectupedia, del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) y la Cámara Colombiana del Libro en el 2022, es de menos menos de dos libros al año (1,9). Esto, bien mirado, es más bien desconsolador si nos medimos con países como Corea del Norte, donde los adultos leen casi 10 (9,8) al año.
“Ustedes—, se refiere a mí y a sus otros pocos clientes —porque son lectores viejos. Pero cuando vienen los jóvenes vienen es a hacerme perder el tiempo. Yo vivo ajeno al sistema (sic), a este aparatico [señala el celular que sostengo incómodo en la mano izquierda mientras tomo mis notas en los espacios que me deja la hoja de papel ya usada que me encontré en la mochila]. No saben decir ni lo que buscan y me toca hacer de bibliotecario y de librero. Así que estoy hasta la coronilla”, exclama con viva contrariedad.
Siento escalofríos al pensar de qué va a vivir a su edad, sin pensión y con el precario dominio de su temperamento.
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“De la misericordia de Dios. Porque ahora es un negocio ingrato que pasa por una etapa tan difícil debido a internet. Yo pertenecía (sic) a la economía informal. No hay retribución de la sociedad y lo tienen a uno por lo más bajo en la escala. Pero libros, tengo existencias para dos años. No me retiro porque no sea rentable. No se trata de eso”, remata inclinando la cabeza, ya casi completamente blanca, mientras se le quiebra la voz. “Yo estoy en las manos de Dios para que me quite este negocio”.
Me lo dice con tal énfasis que pienso que no puede ser verdad. Ha sido enganchado con tal tenacidad, que aunque lo anhelara con toda su alma, ya no podrá separarse (y el día esté lejano) del oficio de librero, sino el día de su muerte.
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