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¡Changó poderoso / ¡Aliento del fuego! / ¡Luz del relámpago! / ¡Dame tu trueno! / ¡Orisha, fecundo! / Madre del pensamiento / la danza / el canto / la música / préstame tu ritmo / Palabra batiente / Acomoda aquí tu voz tambor / tu ritmo, tu lengua! / Changó, tu pueblo está unido en un solo grito / ¡Gran Manga! / Solo esperamos que nos mantengas unidos como los dedos de tu mano… (Manuel Zapata Olivella, fragmento de “Changó, el gran putas”, 1983).
Edelmira Massa Zapata era bailarina, coreógrafa, docente, pintora, escultora, cinéfila, crítica, tejedora, melómana, amiga, madre y maestra. Era heredera, si se puede decir así, de una nobleza, hecha a pulso, de artistas, intelectuales, pensadores, promotores e innovadores que recopilaron, crearon, investigaron y divulgaron la compleja cultura colombiana para ayudar a comprender de dónde venimos, quiénes somos y qué nos singulariza, pero también colectiviza y complementa como parte de una humanidad mestiza, sincrética, negra, india, blanca, popular, creadora, simple y compleja a la vez.
Es que era hija de Delia y sobrina de Manuel Zapata Olivella, dos pilares fundamentales de la investigación, creación y divulgación de la cultura colombiana en la misma Colombia y el resto del mundo. De hecho, mi padre era amigo del maestro Manuel, el escritor, médico, antropólogo y pensador que era el gran putas de la literatura colombiana y, diría yo, afroamericana, por lo que su nombre no me era extraño, ya que veía desde lejos a toda esa pléyade de cultores de tantas cosas chéveres con profunda admiración. En ese momento, y ya desde hacía rato, incluso antes de la muerte de Delia en 2001 y la de Manuel en 2004, era Edelmira quien capitaneaba todo ese movimiento imparable, además, con mucho swing, bastante desparpajo y tremenda amabilidad, aunque también firmeza, cuando tocaba.
Esto que digo no es cualquier cosa, porque allí en el Palenque de Delia, esa gran casona de la calle 10 con carrera 2, en La Candelaria en Bogotá, donde ella vivió por muchos años, se investigaron, divulgaron, respaldaron y crearon muchas de las expresiones culturales más poderosas de este país, cuya gente se siente muy orgullosa de algunos de sus cultores (aunque a menudo les exige lo que debería exigir a los dirigentes políticos), pero que a veces también los olvida e ignora por pensar en lo urgente, farandulero y coyuntural. Total, en ese camino complejo y a veces sinuoso que viven los artistas y gestores culturales, muchos pensaron el mundo, hicieron coreografías inolvidables, tocaron música de todo tipo, escribieron grandes libros, organizaron rumbas buenísimas, pintaron cuadros bien bacanos, crearon bares legendarios, montaron un par de restaurantes y también gozaron y cambiaron el mundo, a su manera, siempre con una mirada amplia, siempre con un conocimiento profundo de las raíces que vienen de África, el Caribe, Europa, Estados Unidos, Cuba, la costa Caribe, la costa Pacífica, los Andes, Brasil, Jamaica, Haití, Venezuela, Puerto Rico y cualquier otro lugar; siempre con un sentido contemporáneo de los movimientos políticos y sociales que van transformando las cosas, y siempre con la cheveridad necesaria para lograrlo, pues eso será siempre lo más importante de todo (es que es grande ser chévere, decía un filósofo popular que ella admiraba mucho, aunque alguna gente lo olvida).
Eso sí, en el Palenque, todo lo que había, se sentía, encontraba y salía tenía esa onda interesante, pues se trató de un espacio abierto, libre, colorido y también rebelde (algo muy relevante) para la llegada de creadores, artistas, escritores, músicos, cantantes y curiosos por las muchas tradiciones que, cuando se superan los dogmatismos, no chocan, sino que se alimentan y retroalimentan para transformarse en algo potente que hace que surjan cosas nuevas, que no niegan el pasado pues se aprende de él para resignificarlo en un presente que, al ser solo un instante, va transformándose —y transformándonos— para aprender, conocer, disfrutar y enseñar nuevas cosas sobre ser, pensar, vivir, gozar y crear de manera sincrética, compleja y profunda.
Y así sea una metáfora o, si se quiere, una alegoría de la vida misma y las propias contradicciones que a veces son inevitables, esa gran casa cultural regentada, primero por la legendaria Delia y luego por Edelmira, fue verdaderamente un Palenque, es decir, un territorio libre en el que quienes en algún momento fueron perseguidos, no solo físicamente sino por una mentalidad colonizada y goda que algunos todavía dejan en evidencia, rompieron sus cadenas para ser lo que querían: seres autónomos, emancipados, rebeldes, críticos, poderosos y, vale repetirlo, libres. Por eso, el Palenque de Delia fue también el de Edelmira y es el de Ihan y el de Manuel y el de Rosario y el de Claudia y el mío y el de todo aquel que quisiera aprender, conocer, pensar, sentir (¿sentipensar?) y ampliar las miradas del país, el mundo, el universo, la cultura y, por supuesto, la vida misma. Ese lugar, por cierto, no es necesariamente un espacio físico sino uno espiritual y conceptual que se convirtió también, para mí, en un taller creativo en el que siempre, o casi siempre, estaba Edelmira, con su sonrisa, carcajada contagiosa, actitud sollada; gafas de lentes gruesos, conversación amena, conocimiento profundo y sin alardes de muchas cosas; experiencias vividas, desparpajo y muy buen humor.
Claro que ser hija de Delia, la popular “Yeya”, y sobrina de Manuel no era cualquier cosa, pues se le confería a ella la responsabilidad de seguir el camino de quienes investigaron a fondo, y no desde arriba en una torre de marfil, a la cultura de Colombia, América Latina, el Caribe, África con su amplia diáspora y al mundo en general, pensando, actuando, interactuando, compartiendo con la gente de todas partes y peleando cuando tocaba. Por eso, no estuvo exenta de críticas por parte de quienes esperaban que ella fuera una fotocopia de su madre y su tío, como cabeza de la “Fundación Instituto Folclórico Colombiano Delia Zapata Olivella” y del grupo de danza “El Palenque de Delia”. Pero ella hizo su propio camino y, como sus ancestros, lo hizo con profundo respeto y conocimiento por lo local, pero con una mirada también universal que le permitió sentirse, al mismo tiempo, representante de su cuadra, barrio, aldea, cultura y país, pero también del mundo.
Edelmira era entonces eso, pues era local, pero también universal, lo cual a veces no era tan evidente, pero, si había perspicacia, se notaba de inmediato. Por eso, me gustaba hablar con ella, pues botaba corriente sobre temas que en su voz se adornaban con experiencias personales, reflexiones propias, pero también de Delia, Manuel y Juan (otro de sus tíos bien tesos), y de los muchos cultores con los que compartió su vida, como podrían ser Enrique Grau (quien le decía cariñosamente a Edelmira “diablito frito”), Héctor Rojas Erazo, Paulino Salgado “Batata”, Leonor González Mina, Patricia Ariza, Alfredo González y Totó La Momposina, entre muchos, muchos más. Y ahí la veía dando clases de baile con su grupo de danzas, enseñando, haciendo montajes y presentándose en diferentes lugares del mundo, además con la seriedad del caso, pues se sabía heredera de una importante causa y un legado que no le quedó grande mantener, así los tiempos fueran otros y las circunstancias cambiaran. Era, en definitiva, alguien que sabía muchas cosas y mantenía viva la curiosidad por el mundo y sus procesos permanentes de transformación, lo cual es fundamental para mantenerse joven, pues claramente lo seguía siendo a sus 71 años de vida.
Bailaste con sentimiento / y mucha gente te admira / lo hiciste en todo momento / es tu legado, Edelmira / Lo supieron tus amigos / familiares y orishás / y seguiremos contigo / y con nuestro hermano Ihan
La conocí, creo que una noche de mayo de 2006, cuando hice un toque en el Palenque, donde la vi bailando y botando corriente con algunos de los que llegaban y eran, o parecían ser, varias de sus viejas amistades. Allí, en ese importante escenario, conocí también a su hijo Ihan, un maestro de la percusión tradicional colombiana, pero también un creador y arreglista fantástico que mezcla lo variopinto de la música africana de varios lugares con el soul setentudo afroamericano que, de ahí en adelante, se convirtió en parte de mi combo musical y, sobre todo, de mis amigos del alma. Y también conocí a Gilbert, al “Pantera”, a Nicoyembe, a Myriam, a Pipe, a Karen, a Andrea y a otros grandes maestros, artistas, creadores, cantaores, bailarines, soñadores y curiosos que todavía andan por ahí y, afortunadamente, lo harán por un buen tiempo más (o eso espero).
Desde esa noche también me hice amigo de ella, lo cual, cuando la amistad trasciende, parece ser eterna, por siempre y para siempre. Por eso, me convertí en un visitante asiduo del Palenque y de los otros lugares en los que ella interactuaba, participaba y se movía, y me sentí de verdad parte de esa casa al ser siempre bienvenido y con toda la confianza para aparecer a cualquier hora.
Levántate, mulata
Edelmira Massa Zapata nació en Cartagena de Indias, el 11 de abril de 1953. Era hija de Bruno Massa, un italiano que contaba, según dicen, con mucho estilo y que, tanto en esa época como ahora, podía tramar a propios y extraños, y de la folclorista, escultora, bailarina coreógrafa y divulgadora Delia Zapata Olivella, la ya en ese entonces venerada líder cultural, artista e intelectual colombiana. La unión de sus padres no duró mucho tiempo, pues Delia nunca quiso ser el ama de casa tradicional que su esposo esperaba (que rápidamente encontró otros destinos y otra familia), ya que sentía la necesidad de recorrer un camino propio para investigar, divulgar y crear cultura en Colombia.
En parte por eso, Edelmira, su hija, fue llevada de Cartagena a la en ese entonces aún más fría Bogotá a estudiar interna en el colegio “Nuestra Señora del Rosario”, mientras su madre recorría, primero el país y luego el mundo, para mostrarle a su hija, y a toda Colombia, lo que había descubierto, compartido, vivido y creado. Y es que esa curiosidad surgió desde el principio, pues, por la casa de Delia en el entonces popular barrio Getsemaní de Cartagena, pasaron los grandes creadores de la música, la danza, la literatura y la plástica del Caribe colombiano, quienes iban a peregrinar a donde ella y su hermano Manuel, los cuales, en ese mismo proceso, investigaban con curiosidad, rigor y, sobre todo, gusto las expresiones folclóricas y populares de estos confines del mundo para llevarlas después a otros lugares en giras que se volvieron legendarias por la Unión Soviética, China, Estados Unidos, Francia, Alemania, Cuba, Brasil, Haití, España, Ecuador y medio planeta más. Eran tiempos, por cierto, en que los afrodescendientes tenían que enfrentarse con mucha firmeza al racismo explícito que campeaba en muchos lugares, y más en sitios donde era poco común verlos (como le pasó a Edelmira cuando estuvo interna en Bogotá, en una experiencia que definitivamente no fue fácil, aunque dice una de sus compañeras que era arrolladora), lo cual, si bien todavía existe, ha ido menguando, así algunos no lo quieran.
En esas, Edelmira fue creciendo y, como también lo hizo Delia, entró a estudiar Bellas Artes en la Universidad Nacional de Colombia, donde hizo grandes amistades entre estudiantes y docentes que, según su amigo el artista Alfredo González, giraban en torno a ella como las abejas con la miel. Y lo llevó a cabo, a pesar de haber quedado embarazada desde el primer semestre de la carrera y al poco tiempo separarse de Jorge “Giorgio” Betancur, un barranquillero y médico siquiatra bastante “pinchao”, que es el padre de su hijo Ihan. Y, así pareciera en ese entonces irresponsable (o al menos aventurada) su decisión de volar libre, vista desde hoy parece lógica, porque ella también tenía muchas más cosas para vivir, hacer, investigar, crear y compartir, y por eso no se habría conformado con ser simplemente “la esposa del médico”. Claro que, como me dijo una de sus alumnas, también alguna vez contó que, si hubiera sabido que todos los hombres eran iguales, tal vez se hubiera quedado con “Giorgio”, de quien siguió siendo una gran amiga.
Total, entre todas esas aventuras que marcaron su camino lleno de curiosidad por el mundo y la gente que lo habita y transforma, Edelmira fue actriz de varios montajes teatrales (incluso fue una de las “Ursulas” en un obra inspirada en el universo de “Cien años de Soledad” con el teatro La Candelaria), bailarina clásica con la docente Priscilla Welton (con la oposición de su mamá, quien le dijo que arrancar danza clásica a los 25 años era un error, aunque ella siguió adelante), prolífica pintora de obras con bastante estilo y colorido, y, por supuesto, bailarina, coreógrafa y maestra de danza folclórica, con una técnica original que recogió la tradición y las enseñanzas de su madre, pero con un estilo propio que hoy siguen cientos de bailarines de muchas épocas. También fue escritora, pues publicó el “Manual de Danzas Folclóricas de la Costa Atlántica de Colombia”, que organizó parte del trabajo hecho durante más de medio siglo por Delia Zapata Olivella, investigando los procesos culturales de este país, y en general reivindicando unas tradiciones que en algún momento habían sido vistas como símbolos de atraso, pero que empezaron a ser asumidas como motivo de orgullo, en gran parte gracias a ella.
Claro que Edelmira también se encontró con momentos difíciles, serias dificultades por sacar adelante a su grupo que, a veces, poco se presentaba; crisis personales y familiares; grandes rivalidades, como la que su grupo tenía con el ballet de Sonia Osorio, pese a tener estilos e intenciones muy diferentes; artistas irresponsables que la dejaron botada en alguna ocasión importante, burócratas que no le daban el valor que sus propuestas merecían y un sector de la sociedad al que no le interesaban esos caminos con esas reflexiones, perspectivas y miradas del mundo.
No obstante, luego de luchar, divulgar y enseñar por todas partes, Edelmira se consolidó como una figura trascendente de las expresiones de origen afro en Colombia, pero no solo eso, pues siempre reivindicó la riqueza que aporta el mestizaje y su diversa mezcla cultural y étnica, ya que se reconocía, de manera natural, en su ascendencia indígena, española, italiana y afro. Esto quiere decir que se identificaba en la complejidad del mundo, sin fundamentalismos y militancias, representando la continuidad natural de una tradición de importantes cultores, pues estuvo ahí cerquita de los duros aprendiendo, investigando, creando, compartiendo, rumbeando, enseñando, soñando, amando y “compincheando”, incluso desde el vientre de su madre hasta su muerte 71 años después, día en que no pudo cumplirle la cita a su amiga Claudia para ir al Museo de Arte Moderno y luego ver una película española en la Cinemateca de Bogotá.
Edelmira, la gran putas
Todo esto deja ver que no se ha ido alguien convencional, sino una maestra en todo sentido; alguien con profundo conocimiento de la tradición cultural de este país, pero inmersa en las realidades sociales y políticas que se vivieron en todo momento, y que se apasionó por enseñar lo que sabía, no solo para comprender el importante legado que atesoraba, sino porque lo disfrutaba sabiendo que hacer lo que a uno le gusta siempre será bueno para el espíritu. Además, como esas personas que han estado acostumbradas a vivir el mundo con pasión, libertad y curiosidad, contaba con tremendas amistades, ya que era querida, admirada y hasta venerada por personajes de todo tipo, entre músicos, pintores, intelectuales, actores, escultores, curiosos, estudiantes, investigadores y uno que otro político que, así no parezca, también podía tener su corazoncito.
Fanática del cine, la danza, la música, la buena conversa, la gente talentosa, la gente simple; irónica, sarcástica, mamadora de gallo y recochera, era una persona gozona de la vida y de botar corriente con los demás. Por eso, muchas veces contaba anécdotas de su vida, recordando a Delia, a Manuel, a su abuelo Antonio María, a sus clases de bellas artes en la Universidad Nacional, a sus amigos, a la rebeldía setentuda universitaria, al fervor revolucionario en Colombia y otros lugares del mundo. Y me gustaba picarle la lengua para que hablara de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, la epopeya de Mandela en Suráfrica, los caminos de Bob Marley y Peter Tosh; el espíritu siempre joven de Miles Davis, las anécdotas de Fela Kuti, la fuerza de James Brown y Prince (y hasta de Myles Cyrus, cuya canción “Flowers” entonaba a viva voz); el activismo con mucho swing de Miriam Makeba y Harry Belafonte; el arraigo popular de Ismael Rivera, Héctor Lavoe, Benny Moré, Daniel Santos y Rafael Cortijo; la maestría para cantar de Totó, La Negra Grande, La Niña Emilia y Celia Cruz; la sabrosura de figurones del vallenato como Alfredo Gutiérrez, Alejandro Durán y Diomedes Díaz; la mirada avanzada de otros magos del acordeón como Aníbal Velásquez, Andrés Landero y Lisandro Meza; la impronta de los tesos colombianos, como Joe Arroyo, Jairo Varela, Fruko y Alexis Lozano; la música sincrética de los chachos del latin soul como Pucho Brown o Joe Bataan; la sofisticación y profundidad de las afrosambas de Baden Powell y Vinicius de Moraes (y en el Palenque las oí por primera vez); la magia de los cumbiamberos de todas las épocas, la producción de los grandes artistas plásticos que tanto admiraba, la puesta en marcha de proyectos, a veces truncos, a veces exitosos, que sus ancestros intentaron tantas veces; sus muchas amistades famosas, los grandes artistas desconocidos por el gran público, la gente que se encontraba en la calle y le sacaba una sonrisa (y quiero creer que yo era uno de esos)…
Y en esas contaba anécdotas de su vida, como esa de cuando era muy joven y le dijeron en una calle de Getsemaní que era fea, por lo que su tío Manuel, quien era su principal compinche y gozaba llevándosela a todas partes, incluso a Haití y Trinidad y Tobago, decidió enseñarle a caminar de manera mucho más sensual. O las veces en que se iba por la carrera quinta en Bogotá a oír música colombiana en “La Teja Corrida”, donde tocaban varios amigos de ella, o a salsear en “El Goce Pagano” y se encontraban con Pascual, un personaje que parecía sacado de una novela de los años cuarenta, pues nadie bailaba como él, nadie se vestía como él, nadie tenía un afro como el de él y nadie caminaba como él, con un swing, una elegancia y una sensualidad inolvidable.
También recordaba los viajes por todo el mundo que Delia y Manuel hicieron para dar a conocer la música colombiana, contando la historia, entre mito y realidad, de cuando fueron a la ciudad prohibida en China y vieron a una flauta milenaria expuesta que nadie había tocado en cientos de años, pues ya no sabían cómo hacerlo, pero que el flautista de millo del grupo agarró y empezó a tocar como si lo hubiera hecho por siempre, recibiendo el aplauso de toda la concurrencia y quedándose allá por muchos años.
Y, como era mi amiga, me acompañó en varios momentos gratos donde la vi más de una vez bailando, por ejemplo, en “Galería Café-Libro” o en “Casa de Citas”, a veces con muletas, pues en los últimos años un problema de cadera le había dificultado su movilidad, aunque andaba feliz porque la iban a operar a mediados de julio y esperaba “quedar perfectamente”.
El caso es que Edelmira, la gran Edelmira, murió en la tarde del viernes 21 de junio de 2024, casi entrando la noche. Según contó su hijo Ihan, había dicho en la mañana que el día era espléndido y que estaba feliz, tal vez porque estaba viviendo un momento muy grato de su existencia, con su grupo de danza activo y viajando por el mundo (había ido a Estados Unidos hace un par de meses), contando con el respaldo de gestores culturales que reconocían el valor de su propuesta, enseñando permanentemente y asistiendo a obras de teatro, yendo a presentaciones artísticas, leyendo libros chéveres, tejiendo bufandas coloridas, viendo películas de todo tipo y conversando con la gente que le podía seguir enseñando cosas o, al menos, darle un momento agradable. Y se fue prácticamente en los brazos de su hijo, quien nos escribió que ella se liberó al cosmos, por lo que ahora bailaría con las estrellas, marchándose con tranquilidad y una apacible sonrisa.
Toda la gente del Palenque / y todos en la ciudad / tu rostro siempre sonriente / no lo vamos a olvidar / Tu camino fue maestro / así siempre fue tu vida / y que también sea el nuestro / adiós, amiga Edelmira
Edelmira fue digna heredera de sus ancestros de todas las épocas, como su madre Delia y su tío Manuel, pero también transitó un camino propio que, ojalá, otros puedan seguir con el mismo entusiasmo para que se abran nuevos horizontes, pues de eso se trata el legado de los grandes maestros. Por eso, muchos la despedimos en el Palenque como a ella le hubiera gustado, en un lumbalú que tuvo baile, canto, camaradería, alegría y nostalgia. También me queda el consuelo de que la última vez que la vi le canté una canción llamada “Experiencias vividas” que la hizo sonreír.
Feliz viaje al infinito, bella y querida Edelmira, maestra de maestras, que aquí seguiremos por un buen rato creando todo lo que se nos pueda ocurrir. Gracias por todo y muchos saludos a Delia, a Manuel y a todos los orishas que siempre te acompañaron para que nos hicieras la vida más interesante, sabia y, por supuesto, mucho más grata.
* Petrit Baquero es escritor, politólogo, historiador, músico y melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La nueva guerra verde (Planeta, 2017).