“La hiperregulación le ha hecho mucho daño a la escuela colombiana”
En su libro “Un par de zapatos viejos sobre el techo de la escuela”, Carlos de la Hoz Albor recolecta una serie de paisajes del mundo al que se ha dedicado por más de tres décadas: la educación.
Daniela Cristancho
¿De dónde nació la necesidad de escribir su experiencia como maestro y de dejar ese testimonio?
Soy educador, ese es mi espacio vital. La educación se ha narrado a través de los métodos, los programas, de la política, pero rara vez se habla de la parte humana, de esa historiografía íntima que ocurre en ese universo. Creo que hay una mina muy importante de relaciones humanas, de emociones, de conflictos que valen la pena contar. Leí Corazón, de Edmundo d’Amicis, y siempre quise hacer algo como eso, juntar la parte íntima, no desde las teorías de los grandes pedagogos y académicos, sino el día a día, con sus problemáticas, particularidades y, sobre todo, con la vida personal tanto de los maestros como de los estudiantes. La niña que cuando pequeña era lectora, pero poco a poco se va alejando, justamente por la escuela. El maestro que le levanta el ánimo a un niño que ha estado llorando, o el que al terminar la jornada sale un poco desencantado de su profesión cuando había entrado muy ilusionado. También aprovecho para hablar de la vocación del maestro, porque la escuela es un espacio muy decisivo para la sociedad.
Hablemos sobre esta vocación del maestro. ¿En qué momento se dio cuenta de que era la suya?
Estudié el bachillerato en un colegio que debe su nombre a uno de los más grandes pedagogos, Pestalozzi, fundado por el profesor Alberto Assa. Y el colegio en el que estudié la primaria recibía a los practicantes del Instituto Pestalozzi y veía esos cuadernos grandes, sus preparadores de clase. En mi contexto familiar también había maestros, había antecedentes familiares relacionados con la profesión de docente y, por otro lado, creo que para ese entonces era una carrera muy atractiva para los jóvenes. Un maestro es alguien deseoso de compartir aprendizaje y de ayudar un poco a descorrer ese gran velo que es la ignorancia, y eso iba con ese joven de los 80 que era, y por eso decidí serlo. Es una labor que amo con mucha fuerza, pasión e interés. Son más de 30 años en esta profesión.
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En uno de sus textos dice: “Volví a ser el niño tímido al que le sudaban las manos y la voz se le entrecortaba”. ¿Cómo recuerda ese estudiante que fue?
El sistema escolar está lleno de rutinas, de reglas, que a veces agobian al niño o al joven, lo desconocen. En el espacio escolar hay una especie de supervivencia, es un combate permanente. El niño que fui, el joven que fui era más bien tímido, participar en clases era todo un reto. Creo que sigue siendo algo constante, en las aulas sigue habiendo niños a los que les cuesta mucho hablar en público, integrarse o socializar. Afortunadamente, tuve maestros muy pacientes, creativos y empáticos que veían en mí alguien que podía entender y aportar algo. Sobre todo en la lectura, la lectura me salvó la vida cuando en el cuarto grado mi maestra me paseó por todo el colegio y me hizo leer carteles y le gustó mi manera de leer. Eso me hizo sentir que leer, hablar, contar historias podía ser un proyecto de vida. Los maestros que encontré entendieron que tenían que ser una especie de lazarillo que toma de las manos a esos estudiantes que tenían dificultades y los haga trascender.
Es decir, el amor por la literatura lo inculcaron sus maestros de la escuela…
Sí, claro. La lectura como tal en la primaria, con la maestra que mencioné. La literatura en el bachillerato, un profesor que nombro en el libro, que se llama Julio César Castaño. Él lo transportaba a uno cuando él leía. Me hizo pensar “Si esto es ser educador, yo quiero ser educador. Y, si esto es escribir, yo quiero escribir”. Curiosamente, cuando hice mi primera práctica me tocó él nuevamente como profesor. Y los comentarios que él hizo de mis primeras prácticas educativas fueron un respaldo muy grande para enamorarme de la profesión de maestro.
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Las relaciones de autoridad que se dibujan en el salón de clases son un tema que atraviesa todo el libro. Hablemos sobre eso.
Con mucha facilidad se pasa de la autoridad, inspirada por el respeto y la cordialidad, al autoritarismo. He notado que cuando el profesor no es apasionado por su actividad, lo fácil es que se vuelva autoritario, pero cuando el profesor le apasiona su oficio y desea hacer crecer al otro a nuestro ser humano, no. Hay una línea muy delgada. Yo pienso que la autoridad no debe estar circunscrita a reglas ortodoxas y fríamente establecidas en un manual. Las relaciones humanas se escapan a lo que dicen los manuales de convivencia. La función del maestro no es subyugar, es emancipar o liberar a sus estudiantes de las inseguridades.
Entonces hablemos de la libertad como una meta en el salón de clases.
Claro, la libertad debe ser una meta en el salón de clases, en toda institución educativa y en todo el sistema escolar. Yo creo que la hiperregulación le ha hecho mucho daño a la escuela colombiana. Todo está reglamentado. Y la vida no puede por cadenas, correas. Debe darse la libertad, que es lo que realmente permite que cada sea humano logre su plenitud. Si hay alguna enfermedad que le hace daño en la escuela en una hiperregulación y la escuela como institución no ha logrado desprenderse de ella. El espacio escolar permanece, más o menos, con las mismas reglas que hace en 200 años. Hay un edificio, hay uniformes, hay horarios establecidos. Ir acabando poco a poco esa hiperregulación permitiría relaciones más sanas y menos autoritarias.
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¿De dónde nació la necesidad de escribir su experiencia como maestro y de dejar ese testimonio?
Soy educador, ese es mi espacio vital. La educación se ha narrado a través de los métodos, los programas, de la política, pero rara vez se habla de la parte humana, de esa historiografía íntima que ocurre en ese universo. Creo que hay una mina muy importante de relaciones humanas, de emociones, de conflictos que valen la pena contar. Leí Corazón, de Edmundo d’Amicis, y siempre quise hacer algo como eso, juntar la parte íntima, no desde las teorías de los grandes pedagogos y académicos, sino el día a día, con sus problemáticas, particularidades y, sobre todo, con la vida personal tanto de los maestros como de los estudiantes. La niña que cuando pequeña era lectora, pero poco a poco se va alejando, justamente por la escuela. El maestro que le levanta el ánimo a un niño que ha estado llorando, o el que al terminar la jornada sale un poco desencantado de su profesión cuando había entrado muy ilusionado. También aprovecho para hablar de la vocación del maestro, porque la escuela es un espacio muy decisivo para la sociedad.
Hablemos sobre esta vocación del maestro. ¿En qué momento se dio cuenta de que era la suya?
Estudié el bachillerato en un colegio que debe su nombre a uno de los más grandes pedagogos, Pestalozzi, fundado por el profesor Alberto Assa. Y el colegio en el que estudié la primaria recibía a los practicantes del Instituto Pestalozzi y veía esos cuadernos grandes, sus preparadores de clase. En mi contexto familiar también había maestros, había antecedentes familiares relacionados con la profesión de docente y, por otro lado, creo que para ese entonces era una carrera muy atractiva para los jóvenes. Un maestro es alguien deseoso de compartir aprendizaje y de ayudar un poco a descorrer ese gran velo que es la ignorancia, y eso iba con ese joven de los 80 que era, y por eso decidí serlo. Es una labor que amo con mucha fuerza, pasión e interés. Son más de 30 años en esta profesión.
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En uno de sus textos dice: “Volví a ser el niño tímido al que le sudaban las manos y la voz se le entrecortaba”. ¿Cómo recuerda ese estudiante que fue?
El sistema escolar está lleno de rutinas, de reglas, que a veces agobian al niño o al joven, lo desconocen. En el espacio escolar hay una especie de supervivencia, es un combate permanente. El niño que fui, el joven que fui era más bien tímido, participar en clases era todo un reto. Creo que sigue siendo algo constante, en las aulas sigue habiendo niños a los que les cuesta mucho hablar en público, integrarse o socializar. Afortunadamente, tuve maestros muy pacientes, creativos y empáticos que veían en mí alguien que podía entender y aportar algo. Sobre todo en la lectura, la lectura me salvó la vida cuando en el cuarto grado mi maestra me paseó por todo el colegio y me hizo leer carteles y le gustó mi manera de leer. Eso me hizo sentir que leer, hablar, contar historias podía ser un proyecto de vida. Los maestros que encontré entendieron que tenían que ser una especie de lazarillo que toma de las manos a esos estudiantes que tenían dificultades y los haga trascender.
Es decir, el amor por la literatura lo inculcaron sus maestros de la escuela…
Sí, claro. La lectura como tal en la primaria, con la maestra que mencioné. La literatura en el bachillerato, un profesor que nombro en el libro, que se llama Julio César Castaño. Él lo transportaba a uno cuando él leía. Me hizo pensar “Si esto es ser educador, yo quiero ser educador. Y, si esto es escribir, yo quiero escribir”. Curiosamente, cuando hice mi primera práctica me tocó él nuevamente como profesor. Y los comentarios que él hizo de mis primeras prácticas educativas fueron un respaldo muy grande para enamorarme de la profesión de maestro.
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Las relaciones de autoridad que se dibujan en el salón de clases son un tema que atraviesa todo el libro. Hablemos sobre eso.
Con mucha facilidad se pasa de la autoridad, inspirada por el respeto y la cordialidad, al autoritarismo. He notado que cuando el profesor no es apasionado por su actividad, lo fácil es que se vuelva autoritario, pero cuando el profesor le apasiona su oficio y desea hacer crecer al otro a nuestro ser humano, no. Hay una línea muy delgada. Yo pienso que la autoridad no debe estar circunscrita a reglas ortodoxas y fríamente establecidas en un manual. Las relaciones humanas se escapan a lo que dicen los manuales de convivencia. La función del maestro no es subyugar, es emancipar o liberar a sus estudiantes de las inseguridades.
Entonces hablemos de la libertad como una meta en el salón de clases.
Claro, la libertad debe ser una meta en el salón de clases, en toda institución educativa y en todo el sistema escolar. Yo creo que la hiperregulación le ha hecho mucho daño a la escuela colombiana. Todo está reglamentado. Y la vida no puede por cadenas, correas. Debe darse la libertad, que es lo que realmente permite que cada sea humano logre su plenitud. Si hay alguna enfermedad que le hace daño en la escuela en una hiperregulación y la escuela como institución no ha logrado desprenderse de ella. El espacio escolar permanece, más o menos, con las mismas reglas que hace en 200 años. Hay un edificio, hay uniformes, hay horarios establecidos. Ir acabando poco a poco esa hiperregulación permitiría relaciones más sanas y menos autoritarias.
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