Verdades como balazos
“Un país bañado en sangre”: un brutal ensayo corto en el que Paul Auster cuestiona cómo puede ser posible que unas cuarenta mil personas mueran al año por incidentes relacionados con pistolas.
Fuad Gonzalo Chacón
El detalle que más me sorprendió de Paul Auster aquella noche que lo conocí en el Symphony Space de Nueva York es algo tan absurdo que hasta me da vergüenza contarlo: era tal cual como se le ve en las fotos, y no hablo de su apariencia, sino de la esencia de la persona que evocan sus instantáneas. Si bien, por defecto, la vasta mayoría de escritores no sonríe en los retratos de las solapas de sus libros, supongo yo que por consejo de algún estirado asesor que cree que la literatura seria exige rostros pétreos y adustos, Paul Auster no lo hace porque su mente está tan congestionada con los problemas urgentes de sus amados Estados Unidos que simplemente se le olvida hacerlo.
Por ello, su más reciente texto “Un país bañado en sangre” es el manifiesto de un Paul Auster que no tiene tiempo para tonterías y viene a poner orden mojándose con uno de los temas más polarizadores de la política norteamericana, el control de las armas de fuego. Y así es como, desnudando la intimidad de su propio apellido, a partir del relato de la tarde en que su abuela mató a su abuelo de un disparo, el autor construye un brutal ensayo corto en el que cuestiona cómo puede ser posible que, en una nación tan sofisticada tecnológicamente y a la vanguardia de distintos movimientos sociales, unas cuarenta mil personas mueran al año por incidentes relacionados con pistolas. Un dato tan estremecedor que los editores lo han puesto en la portada de la versión inglesa para acaparar la atención del público.
Ya metido en el barro y arremangado, Paul Auster no se guarda nada y arremete de frente contra los pilares sociales que, agazapados en la sombra de la impunidad, han colaborado activamente a erigir el emporio de las armas en su país. La Asociación Nacional del Rifle con su lobby millonario a candidatos del Partido Republicano, la Corte Suprema con el boquete legal que le desgarraron a la Constitución en 2008 tras su cuestionada decisión en el caso District of Columbia v. Heller y hasta los miembros del Congreso que, hundidos en la parsimonia y la inacción, son incapaces de legislar medidas impopulares de restricción a la libre venta, aunque cada tanto un nuevo tiroteo en una escuela enlute a la ciudadanía. Uno a uno, Paul Auster les esgrime verdades como balazos que dejan en evidencia lo absurdo de la situación.
Posiblemente uno de sus extractos más brillantes sea aquel en el que compara la abundante regulación de seguridad que existe en materia de automóviles contra las exiguas medidas implantadas para evitar que un fusil de asalto o un arma semiautomática termine en las manos equivocadas. Lo que le lleva forzosamente a realizar el funesto conteo de las masacres que han sacudido los noticieros en las últimas décadas. Las cifras totales que obtiene, frías e inertes como las propias víctimas, son sencillamente espeluznantes y nos obligan a preguntarnos cómo es que los poderosos no hacen nada y prefieren mirar para otro lado.
El detalle que más me sorprendió de Paul Auster aquella noche que lo conocí en el Symphony Space de Nueva York es algo tan absurdo que hasta me da vergüenza contarlo: era tal cual como se le ve en las fotos, y no hablo de su apariencia, sino de la esencia de la persona que evocan sus instantáneas. Si bien, por defecto, la vasta mayoría de escritores no sonríe en los retratos de las solapas de sus libros, supongo yo que por consejo de algún estirado asesor que cree que la literatura seria exige rostros pétreos y adustos, Paul Auster no lo hace porque su mente está tan congestionada con los problemas urgentes de sus amados Estados Unidos que simplemente se le olvida hacerlo.
Por ello, su más reciente texto “Un país bañado en sangre” es el manifiesto de un Paul Auster que no tiene tiempo para tonterías y viene a poner orden mojándose con uno de los temas más polarizadores de la política norteamericana, el control de las armas de fuego. Y así es como, desnudando la intimidad de su propio apellido, a partir del relato de la tarde en que su abuela mató a su abuelo de un disparo, el autor construye un brutal ensayo corto en el que cuestiona cómo puede ser posible que, en una nación tan sofisticada tecnológicamente y a la vanguardia de distintos movimientos sociales, unas cuarenta mil personas mueran al año por incidentes relacionados con pistolas. Un dato tan estremecedor que los editores lo han puesto en la portada de la versión inglesa para acaparar la atención del público.
Ya metido en el barro y arremangado, Paul Auster no se guarda nada y arremete de frente contra los pilares sociales que, agazapados en la sombra de la impunidad, han colaborado activamente a erigir el emporio de las armas en su país. La Asociación Nacional del Rifle con su lobby millonario a candidatos del Partido Republicano, la Corte Suprema con el boquete legal que le desgarraron a la Constitución en 2008 tras su cuestionada decisión en el caso District of Columbia v. Heller y hasta los miembros del Congreso que, hundidos en la parsimonia y la inacción, son incapaces de legislar medidas impopulares de restricción a la libre venta, aunque cada tanto un nuevo tiroteo en una escuela enlute a la ciudadanía. Uno a uno, Paul Auster les esgrime verdades como balazos que dejan en evidencia lo absurdo de la situación.
Posiblemente uno de sus extractos más brillantes sea aquel en el que compara la abundante regulación de seguridad que existe en materia de automóviles contra las exiguas medidas implantadas para evitar que un fusil de asalto o un arma semiautomática termine en las manos equivocadas. Lo que le lleva forzosamente a realizar el funesto conteo de las masacres que han sacudido los noticieros en las últimas décadas. Las cifras totales que obtiene, frías e inertes como las propias víctimas, son sencillamente espeluznantes y nos obligan a preguntarnos cómo es que los poderosos no hacen nada y prefieren mirar para otro lado.