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Paul Auster: entre el azar y la escritura

Paul Auster falleció en su casa New York como consecuencia de un cancer de pulmón. Un texto sobre sus inicios como lector y escritor, su relación con Siri Hustvetd y algunas de las casualidades y tragedias personales que marcaron su obra.

Laura Camila Arévalo Domínguez
01 de mayo de 2024 - 05:36 p. m.
Un recorrido por la vida de Paul Auster a propósito de su muerte a los 77 años.
Un recorrido por la vida de Paul Auster a propósito de su muerte a los 77 años.
Foto: Archivo particular
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Que se escribía para dejar la herida abierta, para pensar en ella, volver a sentir el dolor y mantenerla viva. Eso decía Paul Auster. No creía, como muchos otros, que se escribía para olvidar. Para él, ese era un espacio para resistirse a enterrar los recuerdos o las experiencias. Si era un tema para el papel, era un tema para la memoria. Se preguntó por distintos asuntos como su niñez, su juventud, su labor como escritor, el azar, las casualidades y otros tantos “misterios de la condición humana”, pero no por un interés muy grande por sí mismo, sino por una curiosidad permanente por lo que esas etapas le hicieron sentir. Agradecía las sensaciones compartidas que lograba nombrar para otros. Que le dijeran: “Me pasó lo mismo”, era su definición de éxito: había logrado poner en palabras su humanidad. Había logrado poner en palabras la humanidad de un desconocido.

Paul Auster falleció de un cáncer de pulmón. Estaba en su casa, en New York. Lo acompañaban Siri Hustvedt, su esposa, y Sophie Auster, su hija. Después del diagnóstico, transcurrió un año entre tratamientos y certezas de la propia mortalidad, pero también de la propia capacidad de decidir cómo reflexionar sobre ella y su inminente llegada: “Viendo a Paul he entendido cómo es la elegancia bajo presión. Fuerte y sin queja, con el humor intacto, ha hecho que este tiempo con la enfermedad, que hace ya casi un año que dura, sea bonito, no feo”, contó su esposa el pasado 30 de agosto de 2023, a través de su cuenta de Instagram.

Husdvedt… la escritora. “Una de las inteligencias literarias más grandes que haya conocido”, según lo dijo Auster en la entrevista realizada por el argentino Carlos Ruta, para la Universidad Nacional de San Martín. Husdvedt, su primera lectora, la receptora de sus manuscritos. Su esposa por más de 30 años y la madre de su hija, Sophie Auster. Su colega de oficios y premios (los dos ganaron el Premio Princesa de Asturias). Uno de sus azares mágicos: se conocieron en un recital de poesía en la Universidad de Columbia. Uno de sus temas en privado y en público: no disimuló su complicidad o su amor o su admiración en cada una de las entrevistas en las que se le preguntó por ella.

Husdvedt, su compañera en Cancerland, como nombraron a esa etapa que comenzó cuando el cáncer se adueñó de sus cotidianidades. Su socia, no solo para las lecturas, la escritura y demás momentos aparentemente apacibles, sino para los derrumbes. El escritor supo de tragedias: su nieta, Ruby, murió al lado de su padre, Daniel Auster, por una sobredosis de heroína y fentanilo. A él se le acusó de homicidio “por negligencia”: después de inyectarse una dosis de heroína, se durmió junto a la niña. Cuando despertó, la bebé no respondió. Semanas después, Daniel fue encontrado en una estación de Brooklyn inconsciente. Murió en 2022 por una sobredosis. Tenía 44 años.

Este hijo, de madre (Lydia Davis) y destinos distintos a los de su otra heredera de sus pensamientos, genes y bienes, fue otra de las pérdidas que padeció el escritor: el fallecimiento de su madre, el asesinato de su abuelo por parte de su abuela, que le disparó a su esposo dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial.

Así que supo de tragedias. Pero, como se contó al principio de este texto, no se quedó en ellas. O no en todas. Escribió sobre las que quiso pensar algo más, sobre las que no enterró de tajo para no olvidarlas completamente o para hurgar en ellas un poco más de tiempo y así encontrar algo explicable, no sobre él, o no solamente sobre él, sino sobre lo que implica estar vivo y tener un cerebro humano y dejarse llevar por un conocimiento que, para él, en su país era despreciado.

Durante las últimas entrevistas que le hicieron, habló de Estados Unidos como una “nación “delirante” que “sospechaba” de los intelectuales o de las aspiraciones hacia la complejidad. “Lo que veo es más de lo mismo en lo que respecta a las actividades intelectuales. Hay una tensión en la vida norteamericana. Incluso los historiadores han escrito libros sobre el “anti-intelectualismo norteamericano”, pero es peor ahora: siempre tuvimos muy buenos escritores en los Estados Unidos. En el pasado, teníamos autores que de algún modo u otro tenían presencia en la opinión pública, pero desde hace alrededor de treinta años eso cambió particularmente y los escritores ya no son parte de la conversación nacional. Ni los americanos comunes ni los americanos educados saben hoy quiénes son los escritores y tampoco se les lee demasiado. Adoramos a nuestras estrellas de cine, conocemos a los cantantes pop, pero no tenemos idea de quién está haciendo algo interesante en teatro, la danza sigue siendo algo marginal y escribir poesía o literatura de ficción es algo que le interesa a sólo una pequeña parte del público. Así que los escritores ahora somos marginados”, dijo en una entrevista realizada por el programa de televisión argentino, Libroteca.

Auster, que fue reconocido por obras como La trilogía de Nueva York, El palacio de la luna, 4 3 2 1, Tombuctú, La música del azar, Leviatán, entre muchas otras, fue rechazado por 17 editoriales. De hecho, su obra sobre New York se publicó en Los Ángeles, cuando logró que una editorial no quisiera cambiar el final por ser demasiado “extraño o bizarro”.

En sus inicios, antes de creer que podría escribir una novela, leyó con fervor a Dostoievski y se conmovió con Crimen y castigo: “si una novela logra esto, yo quiero escribir libros, y no solo por placer. Quiero dedicarme a escribir”. Leyó El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Se dedicó a Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, William Faulkner, Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, etc. Y después, entró a la universidad de Columbia en los años 60. Allí, según sus palabras, leyó cantidades “delirantes” de libros, pero jamás fue a una clase de escritura: “No creía en eso, quería dar mi propia lucha sin intervenciones externas”, contó.

Durante años, durante sus veintes, se encontró con temas “demasiado complejos” para su edad, así que “se rindió” y abandonó durante un tiempo la prosa. Se dedicó a la poesía, que para él tenía más posibilidades por su cadencia, sus tiempos, su tono. Después de este entrenamiento involuntario, se convirtió en un escritor de novelas con una presencia poética relevante y evidente. Después de todo, no pudo nunca imaginarse otro camino que el de ser escritor y lector.

“Lo gracioso es que, realmente, la literatura no sirve para nada. No tiene ningún uso práctico. El arte en general no tiene ningún uso práctico. Pero las novelas y la poesía son el único lugar en todo el mundo donde dos personas absolutamente extrañas pueden encontrarse en términos de una total intimidad. Cada lector lee un libro muy diferente. Es una experiencia muy personal, por eso pienso que ingresando en la imaginación de otra persona y colaborando en ella, empiezas a entender mejor tu propia humanidad. Además, si eres sensible al lenguaje, las palabras pueden darte placer, un placer físico”, dijo en la entrevista para Libroteca.

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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