Un puente entre dos mundos
Del 9 al 30 de noviembre estará abierta la exposición “Fake Plastic Trees” en la galería de arte Paradigma, barrio San Felipe, en asocio con el colectivo de artistas Vértigo Graffiti.
Al fondo se ve un puente. El König Albert de Leipzig. Bajo el puente yace el río congelado por un invierno crudo que le da la coloración al entorno y la impronta a la ciudad. Un cielo blanquecino termina de teñir la escena. Árboles enhiestos posan semidesnudos en ambas orillas del río. Capas de nieve se aprecian aún en la margen derecha. Botellas, latas de spray y ramas desperdigadas, tumbadas por las inclemencias de los vientos germánicos, permanecen atrapadas por el río hecho hielo, junto con algunas cestas en las que quizás se transportaron esas mismas botellas que, agotadas, se encuentran vueltas de cabeza o acostadas e inmóviles en la frigidez de las aguas, como simulando a los parrandistas que, horas antes, consumieron las bebidas espirituosas de esos frascos que pretendían combatir los vientos gélidos de fin de año y calentar los ánimos del que comienza. La fotografía se tomó un primero de enero. En ella se adivinan las licencias del día anterior y casi puede leerse el guayabo de quienes, olvidadizos o vencidos por la fiesta, dejaron botellas y cestas al albur del río cuya congelación detuvo su marcha. Y ese intento por inmortalizar lo fugaz, que es siempre el de la fotografía, contrasta con lo que en lo retratado hay de perdurable: la naturaleza y las intervenciones que en ella ha hecho la mano del hombre. Unas casas cuyas ventanas y puertas permanecen bien cerradas para resguardarse del frío son el único vestigio de vida en una ciudad que todavía no se recupera de la resaca de la víspera. La antigüedad del puente y de las casas que lo circundan contrasta con unos grafitis que dicen del paso reciente de alguno por esos lares.
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Al fondo se ve un puente. El König Albert de Leipzig. Bajo el puente yace el río congelado por un invierno crudo que le da la coloración al entorno y la impronta a la ciudad. Un cielo blanquecino termina de teñir la escena. Árboles enhiestos posan semidesnudos en ambas orillas del río. Capas de nieve se aprecian aún en la margen derecha. Botellas, latas de spray y ramas desperdigadas, tumbadas por las inclemencias de los vientos germánicos, permanecen atrapadas por el río hecho hielo, junto con algunas cestas en las que quizás se transportaron esas mismas botellas que, agotadas, se encuentran vueltas de cabeza o acostadas e inmóviles en la frigidez de las aguas, como simulando a los parrandistas que, horas antes, consumieron las bebidas espirituosas de esos frascos que pretendían combatir los vientos gélidos de fin de año y calentar los ánimos del que comienza. La fotografía se tomó un primero de enero. En ella se adivinan las licencias del día anterior y casi puede leerse el guayabo de quienes, olvidadizos o vencidos por la fiesta, dejaron botellas y cestas al albur del río cuya congelación detuvo su marcha. Y ese intento por inmortalizar lo fugaz, que es siempre el de la fotografía, contrasta con lo que en lo retratado hay de perdurable: la naturaleza y las intervenciones que en ella ha hecho la mano del hombre. Unas casas cuyas ventanas y puertas permanecen bien cerradas para resguardarse del frío son el único vestigio de vida en una ciudad que todavía no se recupera de la resaca de la víspera. La antigüedad del puente y de las casas que lo circundan contrasta con unos grafitis que dicen del paso reciente de alguno por esos lares.
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Es tan solo una de las obras que componen la exposición Fake Plastic Trees, y el puente sirve de alegoría y de camino entre los artistas de muy diversas procedencias que componen la muestra. Una exposición de la Galería de Arte Paradigma en asocio con el colectivo Vértigo Graffiti. La fotografía, que lleva por título el nombre del puente —König Albert Brucke—, fue tomada por Camilo Osorio Suárez, artista colombiano formado en la Escuela de Bellas Artes de París y radicado en Alemania. Una serie de cianotipos sutiles e intervenidos con acuarela de oro, grafito y tinta china completan las obras de este artista.
Entre la fotografía y los cianotipos se aprecian una pintura de Piedad Tarazona y dos esculturas de clítoris de colores tatuados que hacen parte de la serie Suicide Girls. Se refieren a una tribu urbana compuesta sobre todo por mujeres rockeras o góticas que con sus cuerpos llenos de tatuajes y con una estética común reivindican lo femenino en un modo peculiar. Encima de las esculturas puede apreciar el espectador una obra en gran formato de esta misma artista titulada Amor ultravioleta pintada con los tonos del espectro visible, desde el infrarrojo hasta el ultravioleta. Otras esculturas de clítoris y de rosas están diseminadas por todo el espacio de exposición. La pared que enfrenta a Amor ultravioleta acoge obras de Daniel Meziat, artista plástico bogotano con una carrera de más de treinta años. Pinturas horizontales de dos metros exornan la pared, en diálogo con objetos escultóricos como su Homenaje a E. Rubik o su Negación número cinco; pieza que hace parte de su serie titulada Blanco, resultado de la primera crisis pictórica del artista.
Frente a la fotografía de Osorio Suárez se aprecian las obras de José Rosero. Pinturas de distintos formatos retratan lugares besados por el tiempo. Óleos inquietantes hablan de la caducidad y de lo perecedero; espacios donde reinan la desolación y la ausencia, pero en los que, en todo caso, se adivinan la presencia y la vida. A través de una porcelana rota, de un piso mil veces transitado, de las huellas dejadas en un territorio o en una pared se lee el esfuerzo de la vida por sobreponerse en lo que también quiere ser ruinas y destrucción: una pared desconchada, unas arquitecturas que se vienen abajo, en las que sin embargo crecen musgos y plantas, y flores solitarias como protestando frente a la desidia y frente al abandono nos recuerdan que la vida sabe encontrar su camino en medio de la destrucción y de la muerte.
En otra de las salas, paredes de cinco metros de altura acogen los lienzos de Guillermo Londoño; piezas sutiles, plenas de recogimiento y de silencio que hacen parte de Lo que el ojo no ve, serie en la que este gran artista de la abstracción viene trabajando desde el año 2011. Abstracciones que tienden un puente hacia la figuración, muchas veces sin querer ser figurativas. El artista parte de un primer trazo en el que, en diálogo fecundo con el azar y con el accidente, va transformando la tela con capas superpuestas de color, generando atmósferas veladas que invitan a la contemplación. Dijéranse paisajes imaginados pero posibles que, sin referencia geográfica alguna, va creando la libertad soberana del artista; paisajes que el ojo tal vez no había visto y que la mente bien dispuesta para evocar lee en clave de lugares soñados y hasta vividos, aunque no existan más que en la imaginación de quien pinta o de quien, con su propia biografía, completa el cuadro. Otra pared inmensa de esa misma sala exhibe la obra, siempre sorprendente, de Carlos Salas. Seis telas de gran formato llenan la pared; seis pinturas individuales que hacen parte de una serie titulada Faits d’affects trabajadas con la maestría y con el estilo que caracterizan todas las piezas de este otro gran maestro de la abstracción. Telas en las que cada trazo, pese al desconcierto aparente, está pensado con rigor. Pinturas en las que ni el más mínimo gesto se le deja al azar y en donde hasta la disonancia contribuye a delinear la armonía del conjunto y a definir el final de la obra. Una conversación, pues, entre dos de los mejores pintores abstractos que hoy tiene Colombia y que harán las delicias de entendidos y de profanos, de nacionales y de extranjeros.
Obras del colectivo Vértigo Graffiti completan la sala: un telón de más de cuatro metros de largo hecho para la exposición y piezas individuales de Santiago Castro y de Ricardo Vásquez en las paredes laterales. De Santiago Castro obras que hacen parte de su trabajo sobre las banderas, en el que está incurso desde hace unos cinco años y con el que terminó sus estudios de máster en Valencia, España. Y pinturas de Ricardo en las que se adivinan rostros ocultos por los trazos gruesos del grafiti y del spray.
En la parte posterior del conjunto expositivo puede apreciar el visitante La pecera, una habitación intervenida por el grafitero Pez Barcelona con los colores y los motivos que son habituales para los habitantes de la capital que de cuando en cuando contemplan los grafitis de la ciudad. Dentro de ese universo que propone el artista, el espectador puede apreciar serigrafías y piezas únicas en las paredes laterales, iluminadas por una luz artificial que tiene los colores que componen el mural. La pared central y alguna de las obras expuestas tienen además realidad virtual o aumentada.
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A la salida de la pecera, fotografías de gran formato de Edgar A. Contreras invitan a continuar el recorrido por la exposición hasta el segundo piso. En contraste con los colores vivaces del Pez, las fotografías del salar de Uyuni resaltan los tonos ocres y fríos de estos parajes remotos de los Andes. Frecuencia mineral es el título de esta serie en la que se documenta una de las geografías más insospechadas del mundo. Fotografías que dan cuenta de la precisión técnica y del ojo cuidadoso del artista. En el segundo piso, junto a las fotografías de Contreras, encuentra el visitante piezas únicas y serigrafías de Jean-Paul Zapata, en donde se aprecian dos de los principales motivos de su obra: las calles y las fachadas de Bogotá, con los lugares habituales de todos los barrios de la capital, y el mundo rural con sus junglas coloridas o el retrato feliz de dos hermanas emberás.
Dos obras más de Daniel Meziat se exhiben en la terraza del lugar. Un pequeño espacio, a manera de tienda, como las que se encuentran en todos los museos del mundo, ofrecen obras de pequeño formato de todos los artistas que participan en esta exposición rica y sugerente, que da cuenta del vigor que tienen todas las generaciones de artistas del país y del diálogo fecundo e incesante entre los artistas y las generaciones.