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Esa imagen de principios del siglo XX ilustra bien lo que fueron dos siglos de egiptología, según los expertos: por un lado, el salvador occidental que parece descubrir en solitario los tesoros; del otro, los egipcios, ausentes en la historia de la revelación de los secretos de los faraones. La egiptología, nacida en la época colonial, creó “desigualdades estructurales” que aún “resuenan hoy”, subraya la británica Christina Riggs, egiptóloga de la universidad de Durham.
En un momento en que el mundo celebra el bicentenario del descifrado de la piedra Roseta por el francés Jean-François Champollion y el centenario del descubrimiento de la tumba del niño-faraón Tutankamón por Carter, en Egipto cada vez más voces piden que se valore la contribución de los propios egipcios en estas exploraciones.
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Para ellos es una forma de reapropiarse de su historia, al mismo nivel que la preservación del patrimonio de su país o la restitución de tesoros considerados “robados” por los occidentales. Los egipcios que excavaron “hicieron todo el trabajo” pero “fueron olvidados”, lamenta Abdel Hamid Daramali, jefe de excavación en Qurna (sur) donde dice que nació sobre la tumba de un escriba.
“Es como si nadie hubiera tratado de entender el antiguo Egipto antes” de Champollion en 1822, agrega la investigadora Heba Abdel Gawad, especialista en herencia egipcia.
“Anónimos”
En la famosa foto, “el egipcio, sin nombre, podría ser Husein Abu Awad o Husein Ahmed Said”, especula Riggs. Estos dos hombres fueron, junto con Ahmed Gerigar y Gad Hasan, pilares fundamentales del equipo de Carter durante casi una década, pero ningún experto hoy en día puede poner nombre a los rostros fotografiados.
“Los egipcios permanecieron en la sombra, anónimos y transparentes en el relato de su historia”, resume la historiadora. Sin embargo, un nombre sí destacó: el de los Abdel Rasul. Principalmente Husein quien pasa por ser quien descubrió involuntariamente, siendo niño, la famosa tumba el 4 de noviembre de 1922 en la orilla occidental del Nilo, en la necrópolis de Tebas (hoy, Luxor) en Qurna.
Las versiones varían entre que tropezó con ella, que fue su burro o que se le cayó una jarra de agua que dejó al descubierto una piedra. La mitología local también dice que sus antepasados Ahmed y Mohamed descubrieron en 1871 las 50 momias de Deir el-Bahari, incluida la de Ramsés II. El sobrino nieto de Husein, Sayed Abdel Rasul se echa a reír con estas historias.
¿Tiene “realmente sentido” creer que un niño con una jarra de agua podría hacer tal descubrimiento?, pregunta. De todos modos, “si alguien guardó archivos, no fuimos nosotros”, agrega. Christina Riggs señala que en las escasas ocasiones en las que los descubrimientos se atribuyen a egipcios, siempre se trata de “niños”, o de “ladrones de tumbas”, cuando no sus “animales”.
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“La arqueología es sobre todo geografía”, dice la investigadora Heba Abdel Gawad. Y en ese ámbito, los agricultores locales tienen ventaja: “conocen el terreno y su relieve”, y pueden decir, “en función de las capas, sedimentarias si hay objetos enterrados”.
Es así como, de generación en generación, el trabajo de excavación se transmitió en Qurna, donde habitan los Abdel Rasul, y en Qift, al norte de Luxor, donde en los años 1880 los habitantes fueron formados en arqueología por el británico William Flinders Petrie. El bisabuelo de Mostafa Abdo Sadek fue uno de ellos. A principios del siglo XX se instaló unos 600 kilómetros al norte de Qift para excavar la necrópolis de Saqqara, cerca de las pirámides de Giza.
Él, sus hijos y sus nietos han ayudado durante un siglo a desentrañar los misterios de decenas de tumbas, cuenta el nieto, arqueólogo de renombre instalado en Saqqara. Pese a ello, “han sido discriminados”, prosigue Mostafa Abdo Sadek, blandiendo fotos de sus antepasados cuyos nombres siguen sin figurar en los libros de historia.
“Hijos de Tutankamón”
“Los egipcios fueron borrados del relato histórico debido a la ocupación cultural de Egipto de los últimos 200 años”, afirma Monica Hanna, decana del Colegio de Arqueología de Asuán. Hay que tener en cuenta “el contexto histórico y social del Egipto bajo ocupación británica”, matiza Fatma Keshk, conferenciante del Instituto de Arqueología Oriental del Cairo.
A mediados del siglo XX, en un momento de creciente anticolonialismo, la herencia faraónica sirvió para hacer vibrar la cuerda nacionalista. La batalla cultural se volvió entonces política. “Somos los hijos de Tutankamón”, cantó la diva Mounira el Mahdeya en 1922, año del descubrimiento de la tumba del niño-faraón en el Valle de los Reyes y de la independencia de Egipto.
A golpe de campañas que se burlaban del dominio de los extranjeros sobre el patrimonio nacional, El Cairo logró el mismo año poner fin al sistema colonial de reparto que garantizaba a los occidentales la mitad de las piezas desenterradas a cambio de la financiación de las excavaciones.
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Pero entonces, el antiguo Egipto fue disociado del moderno y a partir de entonces quedó “considerado como una civilización universal” en un mundo que en ese momento “se resumía en Occidente”, analiza Abdel Gawad. Tutankamón permaneció en Egipto, pero el país “perdió los archivos de las excavaciones”, una herramienta esencial para cualquier publicación universitaria, en beneficio de la colección privada Carter, relata Hanna.
“Todavía estábamos colonizados, nos dejaron los objetos pero nos quitaron la capacidad de producir conocimiento sobre Tutankamón”, dice. Y cuando la nieta de Howard Carter decidió donar esos archivos poco después de la muerte del arqueólogo británico, en 1939, eligió la Universidad de Oxford en lugar de Egipto.
Esa universidad es la que, paradójicamente, celebra en la actualidad una exposición llamada “Tutankamón: excavación en los archivos” para destacar a los “egipcios a menudo olvidados de los equipos arqueológicos”.
Una aldea arrasada
En Qurna, Ahmed Abdel Rady, de 73 años, se acuerda de que, siendo niño, encontró la cabeza de una momia en un hueco de su casa instalada sobre la necrópolis de Tebas, donde creció. “Mi madre estalló en lágrimas, suplicándome que tratara a esa ‘reina’ con respeto”, explica, recordando divertido que al mismo tiempo la mujer guardaba las cebollas y ajos en un sarcófago de granito.
En la actualidad, el pueblo no es más que ruinas donde, entre tumbas y templos, los colosos de Memnón, construidos hace más de 3.400 años, parecen velar por los muertos y los vivos. En 1998, las grúas llegaron para destruir las pequeñas casas de barro y ladrillo de los 10.000 residentes locales, bajo las que reposan tumbas de entre el 1500 y el 1200 antes de Cristo.
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Cuatro habitantes que se negaban a ser desalojados murieron en enfrentamientos con la policía. Los habitantes protestaron tanto contra la demolición de su aldea precisamente por su profundo vínculo con la herencia faraónica, asegura Abdel Hamid Daramali. Pero la batalla por la historia también es a costa de los egipcios, incluso a pesar de las críticas de la Unesco en ese momento.
“Había que hacerlo” para proteger el patrimonio, insiste el entonces ministro de Antigüedades, Zahi Hawass. En 2008, casi todas las casas fueron arrasadas y sus habitantes, reubicados lejos de su medio de vida en torno a los sitios arqueológicos y las tierras de su ganado. Según Monica Hanna, fue su reputación como “ladrones de tumbas” lo que llevó a las autoridades a convertir Luxor en un “museo al aire libre”.
Sayed Abdel Rasul sufre por ello desde que, hace años, varios miembros de su familia fueron descubiertos vendiendo piezas arqueológicas de tapadillo. “Los franceses, los británicos, todos robaban”, dice su sobrino Ahmed. O “¿quién contó a los habitantes de Qurna que podían ganar dinero vendiendo piezas faraónicas?”.
“Botín de guerra”
A lo largo de los siglos, han salido de Egipto un número incalculable de antigüedades. Algunas, como el Obelisco de Luxor de París o el Templo de Debod de Madrid, fueron regalos de las autoridades egipcias a países amigos. Otras fueron enviadas a los museos europeos en el marco del sistema de reparto colonial. Y cientos de miles salieron del país de contrabando para alimentar “colecciones privadas en todo el mundo”, dice la investigadora Abdel Gawad.
En una nueva cruzada, el exministro Hawass lanzó en octubre una petición para que se restituyan la piedra de Rosetta y el zodiaco de Dendera. Hawass ya sumó 78.000 firmas y quiere lanzar otra petición por el busto de Nefertiti. Las tres piezas han sido objeto de controversia desde hace décadas.
La piedra de Rosetta, una estela grabada en el año 196 a. C. en griego antiguo, egipcio demótico y jeroglíficos, está expuesta desde 1802 en el Museo Británico de Londres con el cartel “tomada en Egipto en 1801 por el ejército británico”. Un portavoz del Museo Británico asegura que se trata de un “regalo diplomático”. Pero para Abdel Gawad, no es más que “un botín de guerra”.
El busto de Nefertiti aterrizó en el Neues Museum de Berlín mediante el reparto colonial, afirma Alemania. Para Hawass, esa escultura, pintada en 1340 a. C., y que los arqueólogos alemanes se llevaron en 1912, “salió ilegalmente de Egipto”. El zodiaco de Dendera llegó a París cuando, en 1820, el prefecto Sébastien Louis Saulnier envió un equipo para que arrancara con explosivos ese bajorrelieve de un templo del sur de Egipto.
Es una representación de la bóveda celeste de más de 2,5 metros de ancho y de alto, y está colgada del techo del Louvre desde 1922. En Dendera, en cambio, hay una copia de escayola. “Esto es un crimen”, denuncia Hanna. Según ella, lo que en su momento era aceptable, ya no puede ser “compatible con la ética del siglo XXI”.
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