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[la hermana menor]
Decidimos salir caminando. El recorrido, según Google, no nos llevaría más de unos cuarenta y cuatro minutos a pie. Y el día es espectacular. Avanzamos, pues. Un paso tras otro. Una palabra. Muchas más. Si no es porque perseguimos el expediente de una joven mujer asesinada esto podría confundirse con un paseo de entre semana. (Recomendamos: Feminicidios en Colombia no se detienen).
Ámsterdam es una calle legendaria en la Condesa, una colonia porfiriana establecida en 1905 que todavía luce con gusto sus viejas casonas art decó o art nouveau, ahora intercaladas entre edificios de departamentos con grandes ventanales y roof gardens. La Hipódromo Condesa se llamó así porque la avenida por la que avanzamos esta mañana de mediados de octubre fue, en sus inicios, la pista ovalada donde los caballos de la época competían contra el reloj. Es fácil imaginarlos: las herraduras de sus patas contra la tierra suelta de la pista, el estertor del galope, sus pieles brillantes, las crines erguidas. Uno tras otro, los caballos. Como si su vida dependiera de ello. Los ojos muy abiertos. El aire. El hocico. (Las igualadas le explican: Qué es el feminicidio y por qué es delito).
Ahora, poblada de tantos árboles que impiden el paso de la luz del sol, Ámsterdam es un recorrido obligado para turistas extranjeros y comensales en busca del restaurante de moda. Ovalado y cubierto de ladrillos, el camino es una forma cerrada, una especie de villanelle material que, con las repeticiones de versos al inicio y final de los cinco tercetos y en el cuarteto último, impiden la experiencia de continuidad o la sensación de finitud. Uno siempre da vueltas dentro de un óvalo. Uno siempre es un caballo corriendo por su vida.
Mientras seguimos a pie juntillas las instrucciones del GPS, se escucha más inglés o francés o portugués que español en las calles de la Condesa. Ahí está, sin embargo, el vendedor de cempazuchitles en una de las orillas del Parque México. Y pasa, después, el recolector de papel con su cantaleta de otros tiempos: periódicos viejos, papeles usados que venda. Ahí están los albañiles que, con las espaldas flexionadas y los brazos hacia el suelo, se encargan de las remodelaciones que han hecho de esta colonia un oasis para hípsters y millennials y, en general, para estos regimientos de hombres y mujeres de largas cabelleras brillantes y uñas limpias.
Los perros, amaestrados. Los gatos, espiando desde las ventanas contiguas. El resoplido lejano del caballo. Si viviera en México seguramente no podría darme el lujo de vivir aquí. Pero voy de paso. Aprovecho esta visita de trabajo en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Unam para rastrear el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, donde quedó asentada la orden de aprehensión que se expidió contra Ángel González Ramos por el homicidio de Liliana Rivera Garza, mi hermana.
Mi hermana menor. Mi única hermana.
***
[un violador en tu camino]
El feminicidio no se tipificó en México sino hasta el 14 de junio de 2012, cuando el Código Penal Federal lo incorporó como un delito: “Artículo 325: Comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes de esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se le llamó andaba en malos pasos. Se le llamó ¿para que se viste así? Se le llamó una mujer siempre tiene que darse su lugar. Se le llamó algo debió haber hecho para acabar de esta forma. Se le llamó sus padres la descuidaron. Se le llamó la chica que tomó una mala decisión. Se le llamó, incluso, se lo merecía.
La falta de lenguaje es apabullante. La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena. Por eso, cuando el grupo feminista Las Tesis organizó el performance “Un violador en tu camino” el Día Internacional Contra la Violencia de Género, en el centro de Santiago, Chile, la pieza tuvo tanta resonancia en tantos lados. Y la culpa no era mía / ni dónde estaba / ni cómo vestía.
Se trataba de un lenguaje ya en uso, un lenguaje que diversos grupos de activistas, y diversos grupos de sufrientes, habían puesto a funcionar en juzgados y plazas, en marchas bulliciosas y alrededor de la mesa del comedor, pero que pocas veces antes de ese invierno de 2019 había sonado así. Tan contundente. Tan sin tapujos. Tan verdadero. El patriarcado es un juez / que nos juzga por nacer / y nuestro castigo / es la violencia que ya ves. ¿Sabes que la primera vez que hablé a la Procuraduría para pedir una audiencia me preguntaron a rajatabla qué buscaba?
Sorais fuma con una dedicación a toda prueba. Hay algo de voluptuosidad en la manera en que sostiene el cigarrillo entre los dedos y, luego, en cómo lo acerca a su rostro y lo deposita entre los labios. Hay algo de determinación y otro tanto de disciplina en la manera en que inhala; en la manera en que sostiene el humo en sus pulmones y en cómo lo deja escapar luego de unos segundos dramáticos.
¿Sabes que, de momento, no supe qué contestar? Balbucí. Titubeé. Le digo eso: le digo que balbucí. Que titubeé. Busco el expediente, dije, tartamudeando. El humo en el aire. El aroma de algo muy viejo entre nuestros cuerpos. ¿Sólo eso?, preguntó, extrañada, la voz al otro lado del teléfono. Es feminicidio. / Impunidad para mi asesino. / Es la desaparición. / Es la violación. Entonces me di cuenta, en el transcurso de esa llamada, de lo poco que pedía. No, dije, atajando lo que parecía ser el fin intempestivo de la llamada. No. Busco algo más. El violador eres tú.
Las figuras que forma el humo del tabaco se elevan y, poco a poco, desaparecen en el aire. Busco que se localice al culpable y que el culpable pague por su crimen. Volví a guardar silencio otra vez. Tragué saliva. Busco justicia, dije finalmente. Y lo repetí otra vez, convirtiéndome en eco de tantas otras voces. Lo repetí una vez más, ahora con mayor firmeza, con absoluta claridad. El Estado opresor es un macho violador. Busco justicia. Y la culpa no era de ella / ni dónde estaba / ni cómo vestía. Busco justicia para mi hermana. El violador eres tú.
A veces toma treinta años decir en voz alta, decirlo en voz alta ante un empleado del sistema de justicia, que uno busca justicia. A veces se necesita todo ese tiempo para regresar a Azcapotzalco y sentarse bajo la fronda inaudita de un árbol y escuchar, temblando de miedo, llena de incredulidad, el improbable canto de los pájaros.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Literatura Random House.