Una atinada flexibilización
El Pulitzer era el último de los cuatro grandes premios narrativos que todavía conservaba una barrera artificial de acceso en torno a la nacionalidad del autor.
Fuad Gonzalo Chacón
Hace cosa de un mes la Universidad de Columbia tomó una de las más trascendentales decisiones en materia literaria de lo que va de año, aunque paradójicamente a muy poca gente pareció importarle. Y es que, tras más de un siglo de historia, la junta directiva del prestigioso Premio Pulitzer daba carpetazo a la regla centenaria que limitaba el criterio de elegibilidad en la categoría de novelas de ficción a autores que contaran con la nacionalidad norteamericana y, por ende, a partir de la primavera de 2024 aceptará manuscritos de escritores con residencia permanente en los Estados Unidos o que tengan allí su hogar principal desde larga data. Una más que necesaria enmienda estatutaria para un galardón creado por un editor originalmente nacido en Hungría.
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Esta reforma no sólo hará que la competencia sea muchísimo más feroz, sino que también abre la puerta a que las voces de los migrantes, tan necesarias como han sido desde siempre para la construcción de la identidad de aquel país, hallen un nuevo espacio en el que les sea reconocida su labor en el desarrollo literario norteamericano. Una población flotante de plumas talentosas con ciudadanías encubiertas que ya venía despuntando destellos de genialidad con algunos sonados ganadores como el dominicano Junot Díaz (“La Maravillosa Vida Breve de Óscar Wao”, 2008), el vietnamita Viet Thanh Nguyen (“El Simpatizante”, 2016) y, más recientemente, el argentino Hernán Díaz (“Fortuna”, 2023).
Esta tendencia modernista no es novedosa en la élite literaria, pues el Pulitzer era el último de los cuatro grandes premios narrativos que todavía conservaba una barrera artificial de acceso en torno a la nacionalidad del autor. Derogaciones progresistas como éstas han permitido acontecimientos tan fabulosos como que un autor senegalés como Mohamed Mbougar Sarr ganara el disputadísimo Goncourt francés en 2021 con “La Más Recóndita Memoria de los Hombres” o que el último laureado del Booker Prizer inglés sea el esrilanqués Shehan Karunatilaka (“The Seven Moons of Maali Almeida”, 2022) y que cinco de los seis finalistas de este año sean oriundos de latitudes distintas a Inglaterra. Todos ellos ejemplos de cómo la diversidad no hace más que enriquecer la relevancia cultural del fallo del jurado.
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Por último está, como no podía ser de otra forma, el factor económico, pues aunque Estados Unidos desde siempre ha sido un atractivo destino migratorio para artistas de toda índole, lo que España para los escritores latinoamericanos, el que ahora la residencia permanente facilite una boleta para la tómbola del Pulitzer será un incentivo jugoso para la creación de nuevos programas de mecenazgo creativo por parte de entidades sin ánimo de lucro y universidades locales o la ampliación y potenciación de los existentes. A partir de ahora, estos tendrán que optimizar los recursos de sus equipos de reclutamiento editorial para capacitarles en la identificación de diamantes en bruto que se escondan en la literatura internacional, particularmente la más exótica y desconocida.
Sin duda alguna, la atinada flexibilización de criterio del Pulitzer le pondrá irremediablemente en la senda hacia la globalización del galardón. Una asignatura pendiente que Joseph Pulitzer seguro aprobaría.
Hace cosa de un mes la Universidad de Columbia tomó una de las más trascendentales decisiones en materia literaria de lo que va de año, aunque paradójicamente a muy poca gente pareció importarle. Y es que, tras más de un siglo de historia, la junta directiva del prestigioso Premio Pulitzer daba carpetazo a la regla centenaria que limitaba el criterio de elegibilidad en la categoría de novelas de ficción a autores que contaran con la nacionalidad norteamericana y, por ende, a partir de la primavera de 2024 aceptará manuscritos de escritores con residencia permanente en los Estados Unidos o que tengan allí su hogar principal desde larga data. Una más que necesaria enmienda estatutaria para un galardón creado por un editor originalmente nacido en Hungría.
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Esta reforma no sólo hará que la competencia sea muchísimo más feroz, sino que también abre la puerta a que las voces de los migrantes, tan necesarias como han sido desde siempre para la construcción de la identidad de aquel país, hallen un nuevo espacio en el que les sea reconocida su labor en el desarrollo literario norteamericano. Una población flotante de plumas talentosas con ciudadanías encubiertas que ya venía despuntando destellos de genialidad con algunos sonados ganadores como el dominicano Junot Díaz (“La Maravillosa Vida Breve de Óscar Wao”, 2008), el vietnamita Viet Thanh Nguyen (“El Simpatizante”, 2016) y, más recientemente, el argentino Hernán Díaz (“Fortuna”, 2023).
Esta tendencia modernista no es novedosa en la élite literaria, pues el Pulitzer era el último de los cuatro grandes premios narrativos que todavía conservaba una barrera artificial de acceso en torno a la nacionalidad del autor. Derogaciones progresistas como éstas han permitido acontecimientos tan fabulosos como que un autor senegalés como Mohamed Mbougar Sarr ganara el disputadísimo Goncourt francés en 2021 con “La Más Recóndita Memoria de los Hombres” o que el último laureado del Booker Prizer inglés sea el esrilanqués Shehan Karunatilaka (“The Seven Moons of Maali Almeida”, 2022) y que cinco de los seis finalistas de este año sean oriundos de latitudes distintas a Inglaterra. Todos ellos ejemplos de cómo la diversidad no hace más que enriquecer la relevancia cultural del fallo del jurado.
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Sin duda alguna, la atinada flexibilización de criterio del Pulitzer le pondrá irremediablemente en la senda hacia la globalización del galardón. Una asignatura pendiente que Joseph Pulitzer seguro aprobaría.