Cubanía Son Cali, salsa con ají dulce
La palabra “salsa” aún desata todo tipo de discusiones y crónicas entre los amantes de la leyenda de la música afroantillana. Lo cierto es que hay tantas salsas como países latinoamericanos mezclados en su sonido.
Julia Díaz Santa
Descubrir el ingrediente inédito en una receta familiar puede ser un desafío. Sobre todo, si se trata de una buena salsa o de un sofrito que nos gusta mucho y sorpresivamente presenta una pequeña variación.
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Descubrir el ingrediente inédito en una receta familiar puede ser un desafío. Sobre todo, si se trata de una buena salsa o de un sofrito que nos gusta mucho y sorpresivamente presenta una pequeña variación.
Los latinoamericanos sabemos de eso. No sufrimos por las formas ortodoxas de preparación, gozamos la diversificación y la singularidad. Además, nuestro listado de guisos es menos estricto que el sumario gastronómico que reúne a las que se consideran las cinco o seis salsas madres: bechamel, mayonesa, española, de tomate, holandesa y velouté.
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En vez de preparados de harina y mantequilla, las sustancias latinoamericanas son una maraña de pimientos, ajíes, hierbas y especias sorpresivas. Porque no solo el idioma sino esos guisos han sido y aún son el gran hilo conductor a lo largo del continente.
Un cocinero peruano me dijo un día que en nuestros países hispanohablantes las elaboraciones de las salsas suelen ser muy similares, pero los nombres y las especies son distintas. No es lo mismo un ají inca que un chile maya.
En ese camino de buscar hierbas y pimientos, hace poco fui a la galería de La Alameda en Cali. Aquí le decimos así, galería, a la plaza de mercado. Casi un templo en donde se camina parsimoniosamente, se saluda con la mirada, se ven los detalles y se tocan.
Mientras avanzaba lentamente por ese laberinto de olores, texturas y matices, una música, al fondo, eclipsó toda la experiencia sensitiva. “Cuando yo llego a mi casa / Ella me mima y me abraza / Oye, papito, me dice / ¿Qué quieres comer de papa hoy? / Para empezártelo a hacer”.
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Sonaba duro y en vivo la canción de Benigno Echemendia, famosa en el álbum de la Sonora Ponceña Desde Puerto Rico a Nueva York, del año 72. “Camina y prende el fogón”, fue la frase que me guió hasta el café Trinitario en el que un sexteto de bongó, tres cubano, bajo, congas, trompeta y piano obstaculizaba una de las vías del mercado. La gente bailaba con sus bolsas repletas de pastos y tubérculos en la mano. Cebollas dulces y moradas, cilantro, cimarrón y lima eran el telón de fondo para las canciones de siempre, pero algo distintas. ¿De dónde son estos músicos?, me pregunté. El sonido era familiar y al mismo tiempo no.
Enlacé mi bolsa en el manubrio de una bicicleta que estaba amarrada a otra, recostada en una columna de guadua. Entonces bailé también. Unas mujeres chocoanas hacían coreografía y batían sus pañuelos imaginarios como si estuvieran en el Festival Petronio Álvarez. Mi amiga Aristi grababa con su celular. Más allá, en el puesto de jugos, unas chicas prendían la licuadora y pasaban vasos llenos de fruta en leche para los músicos.
Así estuvimos mientras ellos tocaban. Fueron casi dos horas, o más. Desde “La fiesta de los ratones”, pasando por “Camina como Chencha”, “Guarapo, pimienta y sal” hasta “Cali pachanguero”. Las nubes grises eran elocuentes a través de los espacios del sobre techo, pero a nadie pareció importarle esto. Una cosa extraña en una ciudad como Cali, que tiene fama de habitantes cobardes ante los aguaceros.
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Las butifarras de El Congo, en Catalina de Guiñes, a cincuenta kilómetros de La Habana, inspiraron a Ignacio Piñeiro para componer su famoso “Échale salsita” en 1930. Y aquí seguimos, un siglo después en medio de los sancochos de La Alameda, de los tomates y los ajos, con las mismas elaboraciones, aunque con especies distintas.
Una vez acabado el concierto me acerqué al hombre de las voces y el bongó. Me dijo que se llamaba Eloy David Pérez, que el nombre del grupo era Cubanía Son Cali, como ya había leído en sus camisetas. Me contó que la mayoría de ellos eran venezolanos, como él, quien es el director musical. Que hay un cubano, Sandor Carrillo, trompetista y vocalista. También me dijo que algunos pianistas colombianos tocaron habitualmente con ellos. Una de las últimas canciones que interpretaron se llama “Me voy pa’ Cali” y es uno de los seis temas propios que ya grabaron en un programa que lidera Yuri Buenaventura.
¿Cómo es que Yuri sabía de ellos y yo no?, diría un melómano mancillado. Mientras continuaba hablando con Eloy, recordé a su compatriota Phidias Danilo Escalona, un locutor de radio de los años 60, pieza clave en la historia de cómo el término “salsa” se acuñó para bautizar a un nuevo género musical que simplificó, para la industria, el variopinto panorama de músicas latinas.
Algo así como el Auguste Escoffier, el emperador de los cocineros, quien simplificó las salsas iniciales de su compatriota francés Marie Antonine Carême.
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“Salsa. Único signo infalible de civilización y progreso. Pueblo sin salsas, tiene mil vicios; pueblo de una sola salsa, tiene novecientos noventa y nueve. A salsa inventada y aceptada corresponde vicio renunciado y perdonado”, leo en el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce.
Esa palabra, que aún desata todo tipo de discusiones y crónicas entre los amantes de la leyenda de la música afroantillana, es nuestro sello inconfundible de superioridad y progreso. Salsas no hay sino mil y una.
La charla con Eloy, a la que se sumó Sandor, fue tan amena que al final descubrimos los ingredientes sonoros inéditos, en la receta familiar de su repertorio. El mojo y el ají dulce. El primero es cubano y sirve para bañar la yuca con generoso aceite, cebolla, limón, sal y ajo. El segundo es la variación que hacen los venezolanos de nuestro popular hogao colombiano. “Es lo mismo, los ingredientes son tomate, ajo, cebolla, pimiento, pero nosotros en Venezuela le ponemos ají dulce”, dice Eloy como pensando, por qué no, comerlo con el arroz del pabellón criollo que le espera en casa.
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No es tan fácil conseguir esa variación de ají acá. En La Alameda lo venden, pero una libra vale $8.000 o $10.000. Hablamos de precios y de su vida como inmigrante desde 2016. Vendió mango viche con sal, fue locutor de tiendas, cantó en el transporte masivo... Y ahora está acá, contando que este diciembre no tiene una sola fecha libre con su grupo musical. De las más esperadas es la de La Matraca del Barrio Obrero, santuario de baile que él veía desde afuera, cuando recién llegó a vivir al barrio Sucre en Cali.
En este punto, abandono la escritura porque es hora del almuerzo y voy a calentar un bistec a la criolla, que hice ayer. Como los textos, la comida sabe mejor si se deja reposar de un día para otro. Pero lo cierto es que la entrega al editor es hoy, así que no voy a tener tiempo de reposar estas letras. Prefiero olvidar la angustia para ir hacia uno de mis platos favoritos, esta carne con guiso suelto de tomate, cebolla, ajo y algo más. Ya lo dijo Celia Cruz un día: “La música es el alimento del alma, y yo siempre tengo hambre”.