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Durante una y otra y otra década habían quedado como en el aire los remotos tiempos del telegrafista y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, e incluso, el mismo olvido que por años los había cubierto. Sin embargo, con el pasar de los años, aquel pasado se volvió literatura, palabra escrita y palabra dicha, creación, invento, realidad, testimonio y un largo etcétera, desde los recuerdos y los relatos que Gabriel García Márquez dejó sobre ellos, con distintos nombres y en diferentes lugares, pero sobre ellos y con ellos. Entonces, el viejo Gabriel García y doña Luisa Santiaga Márquez retornaron cada tanto, como si fueran parte de una novela.
Se hicieron carne, alegría y dolor, nostalgia y esperanza e historia, sin que importara mucho si aquella historia era real o no, o apenas una parte de la realidad. A fin de cuentas, como lo escribió García Márquez, “la historia no es tanto lo que ocurrió, sino lo que se escribió sobre ella”. La última vez que las historias del telegrafista y Luisa Santiaga volvieron a aparecer fue el día 17 de abril del año de 2014, a las 2 y 45 de la tarde, un jueves santo de cielo encapotado, como casi todos los jueves santos. Reaparecieron apenas la radio, las agencias de noticias, las páginas web, los noticieros y el rumor de la gente anunciaron que Gabriel García Márquez acababa de fallecer en Ciudad de México.
Hacía varios días que corría el rumor de que agonizaba. En más de una ocasión, algún intrépido vende humo lanzó la bomba de su muerte, pero nadie la confirmaba. García Márquez era una vez más, y en sí mismo, una novela. Era aquel realismo mágico con el que tanto lo habían señalado. Era Macondo, era Aureliano Buendía y todos los Buendía de Cien años de soledad, y era aquella historia que se hizo verdad de tanto repetirse, según la cual un día de enero, en plenos años 60, le mostró el manuscrito a su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio y él le dijo unas semanas más tarde que eso era “costumbrismo, puro costumbrismo”, pero pasado un tiempo, un tiempito, como dijo, fue a buscarlo a su casa para revolearle las hojas en la cara.
Sin embargo, se lo topó antes de llegar. Cepeda Samudio iba manejando su camioneta de platón, y García Márquez lo llamó. Cuando estuvo seguro de que lo había visto y de que lo iba a oír, le gritó que sí, que Cien años de soledad era costumbrismo, “pero costumbrismo del bueno, como el de Faulkner”. Cuando sus hijos y su esposa, Mercedes Barcha, confirmaron la noticia de su muerte, García Márquez fue él y sus historias. Se hizo inmortal. Así, con el título de “Inmortal”, salió la edición que circuló en la noche de aquel jueves santo de El Espectador, y que comenzó a hacerse y se hizo y se terminó de escribir, de diseñar y de editar entre dudas y carreras, en medio del griterío, de las prisas y el frenesí de los periodistas, diseñadores y fotógrafos del Magazín, y del periódico.
También, entre la incesante búsqueda de archivos de decenas de reporteros de otros diarios y de noticieros que llegaron hasta la sala de redacción a indagar, a preguntar, con sus cámaras, sus libretas, sus libros y anotaciones. No había tiempo ni para un tinto. Menos, para un cigarrillo. Desde el archivo, Ofelia Muñoz y Carlos Rosas, los archivistas, vomitaban fotos y viejas ediciones del periódico: el primer capítulo de Cien años de soledad, que fue publicado por El Magazín en exclusiva, y que ese día fue bajado de las vitrinas de la entrada al diario porque había que hacerle tomas, tomas y más tomas. Fotos. Había que tocarlo, olerlo. A fin de cuentas, era la historia. La gran historia de García Márquez, y de paso, de El Espectador.
Poco a poco los distintos escritorios comenzaron a llenarse de viejos ejemplares y de fotografías. El primer cuento de García Márquez, “La Tercera resignación” (13 de septiembre de 1947), que se iniciaba con un -Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió- haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte (…). Sus crónicas desde Europa, y sobre Europa. Su texto sobre Hiroshima, y las entregas de Relato de un náufrago, su primera crónica en El Espectador, que fue titulada originalmente en 1955 como “La Odisea del Náufrago Sobreviviente del ‘A.R.C. Caldas’”, así, con mayúsculas en algunas palabras, como se acostumbraba en los periódicos por allá en los años 40 y 50 del siglo XX.
El reloj corría. Tic, tac, tic, tac. A cada minuto que pasaba se escuchaba el timbre del ascensor, que llegaba y bajaba y volvía a subir, y luego, más gente, más voces, más cámaras, más preguntas y respuestas. La hora del cierre, de todos los cierres, estaba encima. Los noticieros transmitían en vivo, igual que la radio, y los impresos anunciaban que en unas horas saldrían con sus respectivos especiales. En la web, todo era García Márquez. De buenas a primeras, no había más temas en el mundo. Los Cien años de soledad comenzaron a volverse siglos de soledad, de interrogantes y de supuestas respuestas, pues en algunos momentos no importaban la veracidad o la verdad, importaban las palabras. Decir, escribir, producir.
Cualquiera era una buena fuente, siempre y cuando quisiera y pudiera responder. Cualquiera era especialista en García Márquez, siempre y cuando estuviera en El Espectador y se viera que estaba El Espectador. Cualquiera, también, podría decir con el tiempo que estuvo en aquella sala de redacción el día que murió Gabriel García Márquez, y que hizo parte de la separata de 32 páginas que comenzó a multiplicarse por las calles de las principales ciudades de Colombia desde las siete y media de la noche.