Álvaro Medina: “Soy un removedor profesional del pasado”
La historia de vida del escritor, historiador y crítico de arte, Álvaro Medina. Esta entrevista hace parte de la serie Memorias conversadas, escrita por Isabel López Giraldo.
Isabel López Giraldo
Álvaro, dígame quién es usted...
Me pone en aprietos definirme, pues nunca he pensado en mí en esos términos. Diría que soy simplemente un escritor, mi vocación es de escritor, de historiador del arte latinoamericano.
¿Dónde están sus orígenes?
Everardo Amarís, mi abuelo, fue un dirigente conservador destacado, pero no el gran cacique, en la política de Plato, Magdalena. Mi abuela, Lutgarda Rivera, quien se hacía llamar Luz, fue una mujer extraordinaria. Murió catorce años después de enviudar. Olga Amarís, mi mamá, fue el ama de casa típica de la época, muy recursiva, nació en Plato, la tierra del Hombre Caimán.
No conocí a mis abuelos paternos, murieron cuando yo tenía dos o tres años. En el año 1910 o quizás 1920, mi abuelo Waldino Medina fue alcalde de Chimichagua, la tierra del Gallo Tuerto y La Piragua. De mi abuela Clementina prácticamente no sé nada. Félix Medina Rosado, mi padre, fue un conservador bastante liberal. Tuvo la suerte de conseguirse una beca para ir a La Habana a estudiar en una escuela que enseñaba a reparar máquinas de oficina de todas las marcas, de sumar, calcular y escribir, el último grito de la tecnología. Trabajó con unos parientes suyos y cualquier día montó su propio taller en el que le fue magníficamente desde el punto de vista económico. Papá sufrió un infarto en el año 1961, luego vinieron cuatro más. El último le trajo la muerte.
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Cuénteme de su casa materna...
Crecí en una familia bastante armoniosa. Mis papás eran bastante liberales. Había disciplina, pero inculcada de una manera tranquila, sin traumas. Fuimos la clase media típica que vive bien, pero que emigra a los Estados Unidos. Esto fue así por un accidente de la vida, no buscando solucionar problemas económicos.
¿Cómo vivió su infancia?
Tuve la suerte, porque en realidad he sido de ciudad, de haber cumplido los cinco años en Plato, Magdalena, que era el pueblo de mi mamá donde mi abuelo tenía una finca ganadera. Andar por el monte en el anca de un caballo o de una mula por estar demasiado pequeño para subirme solo a una bestia de esas, implicaba riesgos. Entonces viví experiencias únicas. Si no hubiera vivido este tiempo en Plato, yo no sabría a fondo lo que es el campo.
En Memorias conversadas usted me compartió cualquier cantidad de aventuras maravillosas en ese lugar, como de película. Pero avancemos para que me cuente del Bogotazo...
Recuerdo la angustia que hubo en mi casa la tarde del 9 de abril de 1948, día en que mataron a Gaitán. Se habla del Bogotazo, pero resulta que también hubo Barranquillazo. En Barranquilla quemaron por completo dos iglesias, el único periódico conservador que había en la ciudad y unos ciento treinta locales comerciales, saqueados previamente.
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¿Cómo vivió su paso por la academia?
Nos educaron bajo la disciplina de respetar horarios. Estudié en el colegio Biffi, de los hermanos cristianos, por escogencia de mi mamá. A mis doce años estudié violín en el conservatorio de música. Aprendí a leer partituras, habilidad que perdí, tomé clases de solfeo, canté en el coro y toqué el violín de tres cuartos de largo que mi madre me compró.
¿En qué momento descubrió su vocación?
La afirmación de mi vocación literaria se produjo cuando estaba en cuarto de bachillerato. A mis catorce años acaricié la idea de ser escritor. En parte porque mi papá tenía una buena biblioteca, y nos inculcó, nos contagió, con el virus de la lectura. Recuerdo que desde los doce años yo leía mucha poesía.
En algún momento me lancé con entusiasmo a escribir versos, no buenos versos, pero versos en todo caso, rimados al estilo de Julio Flores, Guillermo Valencia, Eduardo Castillo. Escribí sonetos imitando a los poetas que admiraba y no tardé en quemarlos.
¿Cómo nació el historiador?
Di un paso más allá cuando además de leer novelas y poemas, me puse a averiguar por los escritores, quise saber quiénes eran, qué recorrido habían hecho. Ahí nació mi vocación de historiador que he volcado sobre todo en las artes plásticas, aunque he hecho unas cuantas incursiones en la historia de la literatura colombiana. Esta inquietud me abrió los ojos sobre qué significa ser escritor y a entender cómo trabaja un escritor.
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¿Cuándo dio el paso a la literatura?
Estando en tercero de bachillerato recibí clases de historia de la literatura universal, clase que a mí me apasionó desde el principio, y me comencé a informar sobre los grandes autores. Me adelanté a leer todo el manual de literatura universal que teníamos en clase.
También se volvió lector de suplementos.
Los domingos recibíamos El Siglo y El Tiempo. Recuerdo que, en determinado momento, cuando lo descubrí, comencé a comprar El Espectador de los domingos. Y mi papá me felicitó por hacerlo. En adelante lo compré siempre. Los suplementos me alimentaron muchísimo desde el punto de vista cultural.
Hablemos de sus primeras publicaciones.
Estudiando en la Universidad comencé a inclinarme por la prosa y a escribir cuentos. Yo había sido durante muchos años un escritor secreto, ni mi familia sabía que yo escribía. En algún momento me decidí a publicar. Los primeros fueron en el mes de mayo o junio de 1960 cuando iba a cumplir diecinueve años. Envié dos cuentos al suplemento de El Magazín Dominical El Espectador, y los publicaron ambos. A los dos meses me publicaron en el suplemento de El Tiempo, entonces me dije: “Soy escritor”. Se alcanzaron a publicar seis o siete cuentos, luego unos textos literarios de poco mérito.
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En su perfil biográfico para mi página usted me contó de su gusto por la política.
La primera vez que copié un texto para repartirlo, tumbamos a Rojas Pinilla. Fue en 1957, cuando cumplí dieciséis años. Mi vocación política ha sido relativa. No soy político militante ni tengo amigos políticos dirigentes, tan solo he conocido algunos, pero no me comunico con ellos para saber intríngulis de lo que pasa detrás de bambalinas, no me interesa esa vida. Ese ambiente no es el mío.
A mi colegio llegó uno de los manifiestos nadaístas, una copia a máquina en papel carbón. Decidí copiarlos para repartirlos clandestinamente en el colegio. Las posiciones de Gonzalo Arango marcaron nuestra generación, eso no se puede desconocer. Al leerlo me sentí muy identificado con sus ideas, también con las de Amilkar Osorio con su literatura urbana y juvenil.
¿Cómo tomó su decisión de carrera?
Comencé a estudiar Arquitectura en la Universidad Nacional, escogencia que hice pese a querer estudiar Literatura, pero por el San Benito eterno de que los escritores como los pintores se mueren de hambre, escogí una carrera “rentable”. Fui buen dibujante desde pequeño. En 1960, estudiando en la Nacional, me tocó una huelga larguísima que hicieron únicamente los estudiantes de Arquitectura. Se calculó que podría durar dos semanas. Entonces mi papá, cuando regresé a la casa para las vacaciones de diciembre.
Es en la Nacional donde descubre su amor por las artes...
Una de las cosas que descubrí estudiando las vanguardias arquitectónicas, fue la conexión que éstas tenía con las vanguardias artísticas y que las artes en general me apasionaban, sobre todo la pintura y la escultura, pero también el grabado y el dibujo. Yo no salía de la Luis Ángel Arango, donde me la pasaba leyendo libros de arte, en especial de arte moderno, tendencia que al común de la gente le resultaba un poco misteriosa porque no seguía el canon renacentista de pintar lo que el ojo ve, tal como lo ve, sino que es otra cosa. Leí sobre los impresionistas, Picasso, los pintores abstractos, etcétera. Y aprendí. También empecé a leer a Martha Traba. Yo ni sospechaba que me dedicaría a escribir sobre arte. Yo, simplemente, quería saber.
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¿Qué fue de su vida en Barranquilla?
Comencé a estudiar en la Universidad del Atlántico para seguir con la carrera. Me empleé con una firma de ingenieros, para los que hacía planos, diseños de pequeñas cosas que pedían. Esto fue así hasta que decidí viajar, pero primero me casé. En el entre tanto descubrí La Cueva.
Esa es una historia magnífica. En ella cuenta cómo llegó, cómo interactuó y cómo se hizo tan cercano a personajes magníficos...
Como Álvaro Cepeda Samudio quien acababa de publicar capítulos de La casa grande en la revista Mito. Los leí y puedo decir que es de lo mejor que se ha escrito en América Latina. Tuve conciencia de una cosa: en la Costa había dos escritores de talla, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio.
Terminó siendo su amigo.
También de Alejandro Obregón quien era muy disciplinado, se podía tomar todas las cervezas del mundo, pero a las siete de la mañana del día siguiente estaba en pie, listo para irse a pintar; trabajaba hasta las cuatro de la tarde o cuatro y media cuando, literalmente, colgaba la brocha para irse a La Cueva.
Alfonso Fuenmayor ya nos conocía porque era nuestro profesor de Humanidades en la Universidad del Atlántico. Encontrarnos con él ayudó a consolidar puentes. Alrededor de La Cueva existen muchas opiniones contradictorias que cuento en detalle en tu página como que no se hablaba de política. En el Automático había ambiente de tertulia cultural, literaria, hablaban de los asuntos del día y de la política. Pero en La Cueva no era así.
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Me acerqué más a Alejandro, en parte, porque era más asiduo a La Cueva. Álvaro a veces se perdía por semanas, en parte porque viajaba constantemente, tenía compromisos de tipo publicitario con Cerveza Águila que le obligaban a ir a Bogotá o a Nueva York. En la barra, uno iba teniendo noticias de cada cual.
Por múltiples circunstancias que allí vivió supo de lo que era capaz.
Supe con claridad que yo también podía escribir sobre arte. Publiqué mi primer texto sobre arte en El Heraldo de Barranquilla. Resulta que me casé a los veintitrés años con Delfina Bernal, una pintora alumna del maestro Obregón. Delfina me motivó a que yo escribiera sobre arte, sobre su exposición, que hizo en la galería de La Cueva.
Pero se fue para Nueva York siguiendo los pasos de su familia...
En octubre de 1967 decidí irme también a Nueva York, pues era la ruta que todos iban tomando y allí viví casi seis años. Viajé con Delfina.
Estando allá, a los tres días me vinculé a una firma de ingeniería eléctrica donde permanecí cerca de tres años. Trabajé dibujando planos. La ventaja de dibujar para mí en ese momento era que recibía lo que debía hacer y sabía cómo hacerlo, sin pensar que yo debía decidir sobre nada. Porque, por supuesto, ya tenía absolutamente claro que yo era un escritor, aunque sin libro publicado
Fue usted un autodidacta del arte.
Mi inquietud por las artes plásticas se afianzó en el sentido de que ahora sí tenía grandes museos a la mano, dispuse del dinero para adquirir libros de arte extraordinarios. Me dediqué, sábados y domingos, día completo, a visitar galerías de arte contemporáneo para estar al tanto de lo que ocurría en ese momento, pero también museos. Nos hicimos socios de algunos museos, adquirí muchos libros para estudiarlos, libros sobre arte en general, no únicamente arte contemporáneo.
Recuerdo que tuve una experiencia que me puso a reflexionar mucho y tuvo que ver con mis primeros encuentros con el arte conceptual. Mis conocimientos llegaban hasta el Pop Art, que es fácil de entender y de captar. Por supuesto, tenía claras nociones de lo que era el expresionismo abstracto, el arte geométrico abstracto y el minimalismo. Pero del arte conceptual no, en parte porque surgió precisamente en el año en que salí de Colombia. El Museo de Arte Moderno de Nueva York hizo una exposición que llamó Information sobre arte conceptual, lo que me permitió adquirir una serie de libros y catálogos de exposiciones realizadas previamente.
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Por el otro lado, llegué a Nueva York en pleno boom de la literatura latinoamericana. Yo acababa de leer Cien años de soledad, el detonador máximo del boom. En La Cueva me introdujeron en estos autores. Mis preocupaciones hasta entonces habían girado en torno a Joyce, Kafka, Becket, Ionesco, Robbe-Grillet, Butor.
Hábleme de Papá Rey...
Estos fueron años de aprendizaje en los que me embarqué a escribir mi primera novela, titulada Papá rey. Es la historia de un futbolista que, ya siendo mayorcito, pasa de ser aficionado a ser profesional. Esta novela tiene una característica muy especial, combina imágenes y texto. Pero no como imágenes que ilustran el texto, sino como imágenes substanciales que describen acciones y hay que leerlas.
La presenté al Premio Biblioteca Breve y casi me lo gano, con García Márquez como jurado. Es una novela que sigue inédita por decisión mía, en parte, porque la escribí como una novela experimental y después me propuse revisar los abusos experimentales que yo cometía. Y en eso me he pasado el resto de la vida. En eso he sido cuidadoso y lento. La tengo casi lista, vamos a ver si de pronto entra en etapa de publicación.
Mi actividad en Nueva York se resume en escribir una novela que casi se gana un premio, en aprender como autodidacta la historia del arte y en leer prácticamente a todos los autores del Boom.
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Vivió en un medio espléndido para sus intereses, pero decidió regresar a Colombia.
Cuando sentí que la etapa de Nueva York se había cumplido. Habían pasado casi seis años cuando volví a Barranquilla. Llegué en un buen momento porque a las dos semanas se fundó el suplemento del Diario del Caribe, uno de los que hizo historia en la cultura colombiana de los años setenta y parte de los ochenta. Y me encargaron la misión de reunir material para ser leído y aprobado por el grupo que denominamos Comisión Coordinadora.
Yo estaba en una buena posición para hacerlo porque de alguna manera, a través de mis publicaciones en suplementos y el hecho de haber estado a punto de ganarme el premio de Biblioteca Breve, fuera de haber publicado en la revista Eco, conocía a mis contemporáneos de casi todo el país. Tuve una buena respuesta a nivel nacional, y comencé a recibir colaboraciones de todo tipo.
De Barranquilla a Bogotá...
Llevaba trabajando en esto unos ocho meses, cuando decidí establecerme en Bogotá. Pero continué con el periódico a solicitud de los cinco miembros de la comisión coordinadora. Continué por mucho tiempo y se me facilitaron las cosas porque me encontraba más cerca de los escritores, me los encontraba en la calle. No es fácil acceder a un autor de textos, por lo que debía insistirles. Logramos hacer un suplemento estupendo junto al de Vanguardia Dominical, en Bucaramanga, y Extravagario, en Cali.
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Es aquí donde surge, por lo menos oficialmente porque de muchas formas ya lo era, el crítico y el historiador de arte.
Germán Vargas Cantillo, a quien había conocido en La Cueva, acababa de asumir la dirección de Radio Nacional cuando yo llegué a Bogotá. Decidió organizar una serie de programas culturales y entonces me llamó. En suplemento de El Caribe, había publicado varios artículos sobre el tema que Germán había leído, así que me dijo que yo era el colaborador que él buscaba. Es ahí cuando realmente comienza mi carrera como crítico e historiador de arte. Mi sección se tituló “Orientación Plástica”.
Un acontecimiento importante se dio en el año 1975 cuando Celia de Birbragher fundó la revista Arte en Colombia que actualmente se llama Art Nexus, la tercera revista especializada y concentrada en el quehacer de los artistas colombianos que se fundó en el país.
Así fue modelando su destino.
Como me di a conocer por el programa, me llamaron de la Tadeo a dictar clases de Historia del Arte. Allí estuve un par de años durante los cuales estalló una huelga de protesta.
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Estando en la Tadeo, Germán Rubiano Caballero, director de Artes Plásticas de la Nacional, me invitó a dictar clases en la Nacional. Allí fundé la primera cátedra de Historia del Arte Colombiano, que no existía, y, más adelante, Historia del Arte Latinoamericano, que tampoco existía.
Esta historia es magnífica. Recuérdeme lo que le dijo Dicken Castro...
Recuerdo aquí que hacía quince años había sido su alumno. Una de las cosas que me dijo, ya muy cerca a terminar mi ciclo de las conferencias a las que asistió, fue: “Pero tú tienes una documentación que es impresionante. ¿De dónde la has sacado?”. / Pues investigando en la biblioteca y leyendo prensa colombiana de hace cien años. / “Extraordinario. Tienes que ponerte a escribir de todos esos temas”. / Esa es mi intención”, le dije. En conclusión, me animó a escribir.
Y dictó clases oficialmente en la Nacional.
Sí, porque las conferencias que dicté durante dos semestres seguidos fueron una especie de abrebocas. En determinado momento se me ocurrió que había que fundar la cátedra de arte colombiano. Se lo propuse a Germán Rubiano Caballero y él me dijo: “Claro, ahora que estamos sacando lo de Salvat, eso hay que hacerlo”.
En la creación de mis cátedras tuvo mucho que ver mi experiencia en Nueva York. Había observado que existían en los Estados Unidos y Europa, dedicadas a los artistas del respectivo país. En Colombia, no. Hoy, a nivel de postgrado, es uno de los temas fundamentales. Actualmente se dictan en prácticamente todas las facultades de arte.
Usted vivió de la docencia muchos años y publicó un número importante de artículos en revistas académicas y en revistas especializadas. Después de seis años tomó otra decisión en su vida.
Decidí viajar a París pues quería ampliar mis conocimientos sobre arte en los grandes museos. Pedí una licencia que me concedieron por dos años en la Universidad Nacional.
Conté con la buena suerte de que me dieran el contacto de Juan Salgado, un señor bastante mayor de quien tuve una buena amistad. Juan había hecho crítica de arte en los años cuarenta en Colombia, se había educado en la Francia de los años veinte, había vuelto al país y luego, por circunstancias de la violencia y de la vida política tan agitada en Colombia, regresó a Francia donde se quedó hasta la muerte. Juan Salgado vivía de hacer traducciones, y me vinculó a esa actividad.
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Estando en Paris se presentó a un concurso de la editorial de la UNESCO...
Requerían de un editor y preparador de copias, para la etapa anterior a la de enviar un libro a las imprentas de antes, las de linotipos. Pasé, quedé vinculado en 1980 y trabajé durante casi trece años hasta cuando llegó la era de los computadores, pues este era un trabajo manual. Como tengo la ventaja de ser disciplinado, yo trabajaba doce y hasta catorce horas diarias, leyendo. Al estar obligado a leer sobre todos los temas, adquirí un interés bastante fuerte en las ciencias sociales y las ciencias exactas.
Como me ocurriera en Nueva York, en París me encontré nuevamente en la situación de que podía tener a la mano una libreta en la que anotar mis ideas. Si bien este trabajo fue rutinario, me aportó muchísimo, me permitió acumular una serie de insumos sobre lo que sería mi propia obra. En los escritores, leer forma parte del proceso de escribir.
Mientras estaba en París, el resultado de la cátedra de la Nacional se reflejó en un libro que escribió y publicó bajo el título de Procesos del Arte en Colombia.
Cuando hice crítica de arte en la Radio Nacional, invitado por Germán Vargas, había sido muy crítico del Museo de Arte Moderno, por su manera de hacer las exposiciones y toda una serie de otras cosas. Esto generó un distanciamiento con los que trabajaban allí, que eran Eduardo Serrano y Beatriz González, pero curiosamente no con Gloria Zea a quien no conocía. A Gloria la había visto un par de veces, pero deduzco que nunca hubo distanciamiento con ella porque cuando me publicaron el libro, Procesos del Arte en Colombia, Gloria era la directora de Colcultura y Juan Gustavo Cobo Borda el director de la editorial.
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Procesos del Arte en Colombia tiene tres partes. La primera es puramente histórica, el arte colombiano de 1999 a 1928, perfectamente documentado citando noticias, comentarios, críticas y entrevistas de prensa. La segunda recoge documentos sobre la historia del arte colombiano, a lo largo de cien años. Son catorce o quince artículos. La última son monografías de artistas que a mí me interesaban: Obregón, Botero, Roda, Pedro Alcántara, Maripaz Jaramillo, Antonio Barrera y otros. Se trataba de los artículos que yo había estado publicando en la revista Arte en Colombia. Juan Gustavo me dio tres meses para completar lo que me faltaba y cumplí el compromiso a tiempo.
Cuando el libro salió publicado, mis amigos Luis Caballero, Saturnino Ramírez y Emma Reyes organizaron una fiesta para celebrarlo.
Y lo volvieron a recibir en la Nacional.
A mi regreso de Paris me vinculé con relativa inmediatez a la Universidad Nacional, paso que a la mayoría le toma muchísimo tiempo o nunca logra. Si bien había contado con una licencia de dos años, cumplido ese tiempo tuve que renunciar para que nombraran un profesor en propiedad. Volví cuando se produjo una vacante con la jubilación del propio Germán Rubiano Caballero, abrieron concurso de méritos, me presenté, gané y pude reintegrarme a la academia.
Regresó con otra obra de autoría El arte colombiano de los años 20 y 30.
Lo escribí mientras estuve en Europa. Se trata de una generación que de cierta manera está maldita. Me refiero a los muralistas, que han tenido poco aprecio. Toca reconocer que su calidad es discutible, su producción un poco dispareja, pero tienen mérito y obras extraordinarias. Presenté el libro al concurso de historia de Colcultura y me dieron el segundo premio en el año 1995. Fue publicado por Colcultura, pero cuando Gloria Zea ya no era la directora. En 1998 recibí una llamada de Gloria para decirme: “Leí tu libro y quiero proponerte que hagamos una exposición sobre ese tema”. Por supuesto, la exposición se hizo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá y se tituló Colombia en el umbral de la modernidad. Tuvo mucho éxito y publicamos un buen catálogo.
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Fue curador del Museo de Arte Moderno.
Lo fui por invitación de Gloria Zea. Hasta ese momento la curadora había sido Carmen María Jaramillo, a quien yo conocía desde chiquita. Me tomó por sorpresa, porque no sabía que ella había renunciado. Tuve que decidir en ese instante aunque pensando en que, si al cabo de tres meses no me gustaba el trabajo, renunciaría. Me dio dos semanas para comenzar y hacer el empalme con Carmelita.
Fui el curador del Museo de Arte Moderno de Bogotá durante tres años largos, hubiera seguido, pero renuncié porque me dio un infarto cardíaco. No grave, por fortuna, casi a la misma edad en que mi papá sufrió el primero: el mío a los cincuenta y nueve y el de mi papá a los sesenta y dos años. Me implantaron un stent y en la etapa postinfarto me puse a pensar que me estaba exigiendo mucho al trabajar en dos lugares al tiempo, pues yo seguía dando mis clases en la Universidad Nacional. Entonces decidí renunciar al Museo.
Su más reciente novela es Sol Marchito. Le confieso que estoy fascinada leyéndola...
Ocurre que Sol marchito, que acabo de publicar en Planeta, me tomó cuarenta y tres años escribirla. Comencé un poco antes de irme a Paris, pero la interrumpía para escribir sobre arte. En el interregno escribí doce libros de arte bastante voluminosos y centenares de artículos en revistas especializadas y académicas.
Sol marchito fue una novela en la que avanzaba e interrumpía. Adopté un método para poder controlar los hechos, y fue ponerle fecha de cierre a las intervenciones que le hacía. Yo mismo me sorprendía cuando la retomaba y veía la fecha de la última vez que la había estado trabajando. Descubría que había pasado año y medio o algo más, que lo adelantado me había tomado dos o tres semanas no más.
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Al tratarse de una novela histórica que ocurre a finales del siglo XIX, en la medida en que escribía se me presentaba la necesidad de investigar más sobre algún hecho en particular, lo que generaba nuevos retrasos, pues estaba viviendo en París y no tenía una biblioteca cerca ni contaba entonces con servicio de Internet.
También resulta que yo me empeciné en querer sacar adelante, en paralelo, dos personajes, pero finalmente llegué a la conclusión de que eso no era posible porque saldría un texto de mil doscientas páginas. Sol marchito tiene más de quinientas. Entonces decidí separar el tema del personaje paralelo y desarrollarlo en una segunda novela. Realmente tengo material para tres, aunque todo está bastante desbaratado por ahora y me toca armar otro rompecabezas. Parte del proceso, quizás el más arduo, está en el tener que identificar lo que se llama basura, para eliminarla.
Imposible no hablar de su familia...
He tenido varios matrimonios, el primero fue con Delfina Bernal a quien conocí a través de Alejandro Obregón en Barranquilla, en la escuela donde yo estudié violín.
Como a Delfina los amigos le decían Del, se me ocurrió bautizar a nuestra hija Deldelp, con p al final, aunque muda, para darle carácter. Deldelp nació en Nueva York, vino a Colombia pequeñita y regresó a los Estados Unidos para vivir en California desde donde trabaja como relacionista pública de fundaciones que le obligan a viajar para conseguir fondos para causas sociales. Tiene una hija, mi única nieta, a la que tuvo la originalidad de ponerle mi apellido materno como nombre de pila. En el ordenamiento sajón, se llama Amarís Medina Kelly.
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Me divorcié y me volví a casar con Gilma Suárez. Gabriela nació en Bogotá con una diferencia de ocho años con respecto a Deldelp. La llevamos de seis meses a Paris, donde vivió hasta los casi catorce años. Tiene una bellísima voz, estudió en la escuela de los coros de Radio France International – RFI. Estudió en el Conservatorio de París y en el de Estrasburgo, pero desistió de hacer carrera. Actualmente trabaja para una fundación de Nueva York, consiguiendo fondos para la música. Está casada con David Wilson, profesor universitario de medio audiovisuales y magnífica persona.
Me volví a divorciar y me volví a casar con Tatiana Granados con quien tuve a mi único hijo varón. Nicolás nació en Bogotá en 1999, terminó el bachillerato, comenzó a estudiar cine en la Tadeo, pero no se identificó con ese mundo y ahora está definiendo su futuro.
Actualmente estoy casado con Doris Mayorga, artista plástica a quien conocí en el mundo del arte. Llevamos veintidós años de armoniosa y grata convivencia.
Lo invito a que cerremos nuestra conversación, nuevamente invitando a leer su perfil biográfico en Memorias conversadas...
Esta es la primera vez que resumo mi vida al ritmo de preguntas inesperadas que mueven muchas emociones, al tener que recordar episodios olvidados. Soy historiador, un removedor profesional del pasado, pero de episodios ajenos a mí y de épocas que yo ni siquiera viví. Este ha sido un ejercicio interesante que me ha puesto a pensar.
Álvaro, dígame quién es usted...
Me pone en aprietos definirme, pues nunca he pensado en mí en esos términos. Diría que soy simplemente un escritor, mi vocación es de escritor, de historiador del arte latinoamericano.
¿Dónde están sus orígenes?
Everardo Amarís, mi abuelo, fue un dirigente conservador destacado, pero no el gran cacique, en la política de Plato, Magdalena. Mi abuela, Lutgarda Rivera, quien se hacía llamar Luz, fue una mujer extraordinaria. Murió catorce años después de enviudar. Olga Amarís, mi mamá, fue el ama de casa típica de la época, muy recursiva, nació en Plato, la tierra del Hombre Caimán.
No conocí a mis abuelos paternos, murieron cuando yo tenía dos o tres años. En el año 1910 o quizás 1920, mi abuelo Waldino Medina fue alcalde de Chimichagua, la tierra del Gallo Tuerto y La Piragua. De mi abuela Clementina prácticamente no sé nada. Félix Medina Rosado, mi padre, fue un conservador bastante liberal. Tuvo la suerte de conseguirse una beca para ir a La Habana a estudiar en una escuela que enseñaba a reparar máquinas de oficina de todas las marcas, de sumar, calcular y escribir, el último grito de la tecnología. Trabajó con unos parientes suyos y cualquier día montó su propio taller en el que le fue magníficamente desde el punto de vista económico. Papá sufrió un infarto en el año 1961, luego vinieron cuatro más. El último le trajo la muerte.
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Crecí en una familia bastante armoniosa. Mis papás eran bastante liberales. Había disciplina, pero inculcada de una manera tranquila, sin traumas. Fuimos la clase media típica que vive bien, pero que emigra a los Estados Unidos. Esto fue así por un accidente de la vida, no buscando solucionar problemas económicos.
¿Cómo vivió su infancia?
Tuve la suerte, porque en realidad he sido de ciudad, de haber cumplido los cinco años en Plato, Magdalena, que era el pueblo de mi mamá donde mi abuelo tenía una finca ganadera. Andar por el monte en el anca de un caballo o de una mula por estar demasiado pequeño para subirme solo a una bestia de esas, implicaba riesgos. Entonces viví experiencias únicas. Si no hubiera vivido este tiempo en Plato, yo no sabría a fondo lo que es el campo.
En Memorias conversadas usted me compartió cualquier cantidad de aventuras maravillosas en ese lugar, como de película. Pero avancemos para que me cuente del Bogotazo...
Recuerdo la angustia que hubo en mi casa la tarde del 9 de abril de 1948, día en que mataron a Gaitán. Se habla del Bogotazo, pero resulta que también hubo Barranquillazo. En Barranquilla quemaron por completo dos iglesias, el único periódico conservador que había en la ciudad y unos ciento treinta locales comerciales, saqueados previamente.
Podría interesarle escuchar: Juan Gabriel Vásquez y Catalina González para conocer la poesía (pódcast)
¿Cómo vivió su paso por la academia?
Nos educaron bajo la disciplina de respetar horarios. Estudié en el colegio Biffi, de los hermanos cristianos, por escogencia de mi mamá. A mis doce años estudié violín en el conservatorio de música. Aprendí a leer partituras, habilidad que perdí, tomé clases de solfeo, canté en el coro y toqué el violín de tres cuartos de largo que mi madre me compró.
¿En qué momento descubrió su vocación?
La afirmación de mi vocación literaria se produjo cuando estaba en cuarto de bachillerato. A mis catorce años acaricié la idea de ser escritor. En parte porque mi papá tenía una buena biblioteca, y nos inculcó, nos contagió, con el virus de la lectura. Recuerdo que desde los doce años yo leía mucha poesía.
En algún momento me lancé con entusiasmo a escribir versos, no buenos versos, pero versos en todo caso, rimados al estilo de Julio Flores, Guillermo Valencia, Eduardo Castillo. Escribí sonetos imitando a los poetas que admiraba y no tardé en quemarlos.
¿Cómo nació el historiador?
Di un paso más allá cuando además de leer novelas y poemas, me puse a averiguar por los escritores, quise saber quiénes eran, qué recorrido habían hecho. Ahí nació mi vocación de historiador que he volcado sobre todo en las artes plásticas, aunque he hecho unas cuantas incursiones en la historia de la literatura colombiana. Esta inquietud me abrió los ojos sobre qué significa ser escritor y a entender cómo trabaja un escritor.
Podría interesarle leer: De Rembrandt a Khalo: las obras inéditas que salieron a la luz
¿Cuándo dio el paso a la literatura?
Estando en tercero de bachillerato recibí clases de historia de la literatura universal, clase que a mí me apasionó desde el principio, y me comencé a informar sobre los grandes autores. Me adelanté a leer todo el manual de literatura universal que teníamos en clase.
También se volvió lector de suplementos.
Los domingos recibíamos El Siglo y El Tiempo. Recuerdo que, en determinado momento, cuando lo descubrí, comencé a comprar El Espectador de los domingos. Y mi papá me felicitó por hacerlo. En adelante lo compré siempre. Los suplementos me alimentaron muchísimo desde el punto de vista cultural.
Hablemos de sus primeras publicaciones.
Estudiando en la Universidad comencé a inclinarme por la prosa y a escribir cuentos. Yo había sido durante muchos años un escritor secreto, ni mi familia sabía que yo escribía. En algún momento me decidí a publicar. Los primeros fueron en el mes de mayo o junio de 1960 cuando iba a cumplir diecinueve años. Envié dos cuentos al suplemento de El Magazín Dominical El Espectador, y los publicaron ambos. A los dos meses me publicaron en el suplemento de El Tiempo, entonces me dije: “Soy escritor”. Se alcanzaron a publicar seis o siete cuentos, luego unos textos literarios de poco mérito.
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En su perfil biográfico para mi página usted me contó de su gusto por la política.
La primera vez que copié un texto para repartirlo, tumbamos a Rojas Pinilla. Fue en 1957, cuando cumplí dieciséis años. Mi vocación política ha sido relativa. No soy político militante ni tengo amigos políticos dirigentes, tan solo he conocido algunos, pero no me comunico con ellos para saber intríngulis de lo que pasa detrás de bambalinas, no me interesa esa vida. Ese ambiente no es el mío.
A mi colegio llegó uno de los manifiestos nadaístas, una copia a máquina en papel carbón. Decidí copiarlos para repartirlos clandestinamente en el colegio. Las posiciones de Gonzalo Arango marcaron nuestra generación, eso no se puede desconocer. Al leerlo me sentí muy identificado con sus ideas, también con las de Amilkar Osorio con su literatura urbana y juvenil.
¿Cómo tomó su decisión de carrera?
Comencé a estudiar Arquitectura en la Universidad Nacional, escogencia que hice pese a querer estudiar Literatura, pero por el San Benito eterno de que los escritores como los pintores se mueren de hambre, escogí una carrera “rentable”. Fui buen dibujante desde pequeño. En 1960, estudiando en la Nacional, me tocó una huelga larguísima que hicieron únicamente los estudiantes de Arquitectura. Se calculó que podría durar dos semanas. Entonces mi papá, cuando regresé a la casa para las vacaciones de diciembre.
Es en la Nacional donde descubre su amor por las artes...
Una de las cosas que descubrí estudiando las vanguardias arquitectónicas, fue la conexión que éstas tenía con las vanguardias artísticas y que las artes en general me apasionaban, sobre todo la pintura y la escultura, pero también el grabado y el dibujo. Yo no salía de la Luis Ángel Arango, donde me la pasaba leyendo libros de arte, en especial de arte moderno, tendencia que al común de la gente le resultaba un poco misteriosa porque no seguía el canon renacentista de pintar lo que el ojo ve, tal como lo ve, sino que es otra cosa. Leí sobre los impresionistas, Picasso, los pintores abstractos, etcétera. Y aprendí. También empecé a leer a Martha Traba. Yo ni sospechaba que me dedicaría a escribir sobre arte. Yo, simplemente, quería saber.
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¿Qué fue de su vida en Barranquilla?
Comencé a estudiar en la Universidad del Atlántico para seguir con la carrera. Me empleé con una firma de ingenieros, para los que hacía planos, diseños de pequeñas cosas que pedían. Esto fue así hasta que decidí viajar, pero primero me casé. En el entre tanto descubrí La Cueva.
Esa es una historia magnífica. En ella cuenta cómo llegó, cómo interactuó y cómo se hizo tan cercano a personajes magníficos...
Como Álvaro Cepeda Samudio quien acababa de publicar capítulos de La casa grande en la revista Mito. Los leí y puedo decir que es de lo mejor que se ha escrito en América Latina. Tuve conciencia de una cosa: en la Costa había dos escritores de talla, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio.
Terminó siendo su amigo.
También de Alejandro Obregón quien era muy disciplinado, se podía tomar todas las cervezas del mundo, pero a las siete de la mañana del día siguiente estaba en pie, listo para irse a pintar; trabajaba hasta las cuatro de la tarde o cuatro y media cuando, literalmente, colgaba la brocha para irse a La Cueva.
Alfonso Fuenmayor ya nos conocía porque era nuestro profesor de Humanidades en la Universidad del Atlántico. Encontrarnos con él ayudó a consolidar puentes. Alrededor de La Cueva existen muchas opiniones contradictorias que cuento en detalle en tu página como que no se hablaba de política. En el Automático había ambiente de tertulia cultural, literaria, hablaban de los asuntos del día y de la política. Pero en La Cueva no era así.
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Me acerqué más a Alejandro, en parte, porque era más asiduo a La Cueva. Álvaro a veces se perdía por semanas, en parte porque viajaba constantemente, tenía compromisos de tipo publicitario con Cerveza Águila que le obligaban a ir a Bogotá o a Nueva York. En la barra, uno iba teniendo noticias de cada cual.
Por múltiples circunstancias que allí vivió supo de lo que era capaz.
Supe con claridad que yo también podía escribir sobre arte. Publiqué mi primer texto sobre arte en El Heraldo de Barranquilla. Resulta que me casé a los veintitrés años con Delfina Bernal, una pintora alumna del maestro Obregón. Delfina me motivó a que yo escribiera sobre arte, sobre su exposición, que hizo en la galería de La Cueva.
Pero se fue para Nueva York siguiendo los pasos de su familia...
En octubre de 1967 decidí irme también a Nueva York, pues era la ruta que todos iban tomando y allí viví casi seis años. Viajé con Delfina.
Estando allá, a los tres días me vinculé a una firma de ingeniería eléctrica donde permanecí cerca de tres años. Trabajé dibujando planos. La ventaja de dibujar para mí en ese momento era que recibía lo que debía hacer y sabía cómo hacerlo, sin pensar que yo debía decidir sobre nada. Porque, por supuesto, ya tenía absolutamente claro que yo era un escritor, aunque sin libro publicado
Fue usted un autodidacta del arte.
Mi inquietud por las artes plásticas se afianzó en el sentido de que ahora sí tenía grandes museos a la mano, dispuse del dinero para adquirir libros de arte extraordinarios. Me dediqué, sábados y domingos, día completo, a visitar galerías de arte contemporáneo para estar al tanto de lo que ocurría en ese momento, pero también museos. Nos hicimos socios de algunos museos, adquirí muchos libros para estudiarlos, libros sobre arte en general, no únicamente arte contemporáneo.
Recuerdo que tuve una experiencia que me puso a reflexionar mucho y tuvo que ver con mis primeros encuentros con el arte conceptual. Mis conocimientos llegaban hasta el Pop Art, que es fácil de entender y de captar. Por supuesto, tenía claras nociones de lo que era el expresionismo abstracto, el arte geométrico abstracto y el minimalismo. Pero del arte conceptual no, en parte porque surgió precisamente en el año en que salí de Colombia. El Museo de Arte Moderno de Nueva York hizo una exposición que llamó Information sobre arte conceptual, lo que me permitió adquirir una serie de libros y catálogos de exposiciones realizadas previamente.
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Por el otro lado, llegué a Nueva York en pleno boom de la literatura latinoamericana. Yo acababa de leer Cien años de soledad, el detonador máximo del boom. En La Cueva me introdujeron en estos autores. Mis preocupaciones hasta entonces habían girado en torno a Joyce, Kafka, Becket, Ionesco, Robbe-Grillet, Butor.
Hábleme de Papá Rey...
Estos fueron años de aprendizaje en los que me embarqué a escribir mi primera novela, titulada Papá rey. Es la historia de un futbolista que, ya siendo mayorcito, pasa de ser aficionado a ser profesional. Esta novela tiene una característica muy especial, combina imágenes y texto. Pero no como imágenes que ilustran el texto, sino como imágenes substanciales que describen acciones y hay que leerlas.
La presenté al Premio Biblioteca Breve y casi me lo gano, con García Márquez como jurado. Es una novela que sigue inédita por decisión mía, en parte, porque la escribí como una novela experimental y después me propuse revisar los abusos experimentales que yo cometía. Y en eso me he pasado el resto de la vida. En eso he sido cuidadoso y lento. La tengo casi lista, vamos a ver si de pronto entra en etapa de publicación.
Mi actividad en Nueva York se resume en escribir una novela que casi se gana un premio, en aprender como autodidacta la historia del arte y en leer prácticamente a todos los autores del Boom.
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Vivió en un medio espléndido para sus intereses, pero decidió regresar a Colombia.
Cuando sentí que la etapa de Nueva York se había cumplido. Habían pasado casi seis años cuando volví a Barranquilla. Llegué en un buen momento porque a las dos semanas se fundó el suplemento del Diario del Caribe, uno de los que hizo historia en la cultura colombiana de los años setenta y parte de los ochenta. Y me encargaron la misión de reunir material para ser leído y aprobado por el grupo que denominamos Comisión Coordinadora.
Yo estaba en una buena posición para hacerlo porque de alguna manera, a través de mis publicaciones en suplementos y el hecho de haber estado a punto de ganarme el premio de Biblioteca Breve, fuera de haber publicado en la revista Eco, conocía a mis contemporáneos de casi todo el país. Tuve una buena respuesta a nivel nacional, y comencé a recibir colaboraciones de todo tipo.
De Barranquilla a Bogotá...
Llevaba trabajando en esto unos ocho meses, cuando decidí establecerme en Bogotá. Pero continué con el periódico a solicitud de los cinco miembros de la comisión coordinadora. Continué por mucho tiempo y se me facilitaron las cosas porque me encontraba más cerca de los escritores, me los encontraba en la calle. No es fácil acceder a un autor de textos, por lo que debía insistirles. Logramos hacer un suplemento estupendo junto al de Vanguardia Dominical, en Bucaramanga, y Extravagario, en Cali.
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Es aquí donde surge, por lo menos oficialmente porque de muchas formas ya lo era, el crítico y el historiador de arte.
Germán Vargas Cantillo, a quien había conocido en La Cueva, acababa de asumir la dirección de Radio Nacional cuando yo llegué a Bogotá. Decidió organizar una serie de programas culturales y entonces me llamó. En suplemento de El Caribe, había publicado varios artículos sobre el tema que Germán había leído, así que me dijo que yo era el colaborador que él buscaba. Es ahí cuando realmente comienza mi carrera como crítico e historiador de arte. Mi sección se tituló “Orientación Plástica”.
Un acontecimiento importante se dio en el año 1975 cuando Celia de Birbragher fundó la revista Arte en Colombia que actualmente se llama Art Nexus, la tercera revista especializada y concentrada en el quehacer de los artistas colombianos que se fundó en el país.
Así fue modelando su destino.
Como me di a conocer por el programa, me llamaron de la Tadeo a dictar clases de Historia del Arte. Allí estuve un par de años durante los cuales estalló una huelga de protesta.
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Estando en la Tadeo, Germán Rubiano Caballero, director de Artes Plásticas de la Nacional, me invitó a dictar clases en la Nacional. Allí fundé la primera cátedra de Historia del Arte Colombiano, que no existía, y, más adelante, Historia del Arte Latinoamericano, que tampoco existía.
Esta historia es magnífica. Recuérdeme lo que le dijo Dicken Castro...
Recuerdo aquí que hacía quince años había sido su alumno. Una de las cosas que me dijo, ya muy cerca a terminar mi ciclo de las conferencias a las que asistió, fue: “Pero tú tienes una documentación que es impresionante. ¿De dónde la has sacado?”. / Pues investigando en la biblioteca y leyendo prensa colombiana de hace cien años. / “Extraordinario. Tienes que ponerte a escribir de todos esos temas”. / Esa es mi intención”, le dije. En conclusión, me animó a escribir.
Y dictó clases oficialmente en la Nacional.
Sí, porque las conferencias que dicté durante dos semestres seguidos fueron una especie de abrebocas. En determinado momento se me ocurrió que había que fundar la cátedra de arte colombiano. Se lo propuse a Germán Rubiano Caballero y él me dijo: “Claro, ahora que estamos sacando lo de Salvat, eso hay que hacerlo”.
En la creación de mis cátedras tuvo mucho que ver mi experiencia en Nueva York. Había observado que existían en los Estados Unidos y Europa, dedicadas a los artistas del respectivo país. En Colombia, no. Hoy, a nivel de postgrado, es uno de los temas fundamentales. Actualmente se dictan en prácticamente todas las facultades de arte.
Usted vivió de la docencia muchos años y publicó un número importante de artículos en revistas académicas y en revistas especializadas. Después de seis años tomó otra decisión en su vida.
Decidí viajar a París pues quería ampliar mis conocimientos sobre arte en los grandes museos. Pedí una licencia que me concedieron por dos años en la Universidad Nacional.
Conté con la buena suerte de que me dieran el contacto de Juan Salgado, un señor bastante mayor de quien tuve una buena amistad. Juan había hecho crítica de arte en los años cuarenta en Colombia, se había educado en la Francia de los años veinte, había vuelto al país y luego, por circunstancias de la violencia y de la vida política tan agitada en Colombia, regresó a Francia donde se quedó hasta la muerte. Juan Salgado vivía de hacer traducciones, y me vinculó a esa actividad.
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Estando en Paris se presentó a un concurso de la editorial de la UNESCO...
Requerían de un editor y preparador de copias, para la etapa anterior a la de enviar un libro a las imprentas de antes, las de linotipos. Pasé, quedé vinculado en 1980 y trabajé durante casi trece años hasta cuando llegó la era de los computadores, pues este era un trabajo manual. Como tengo la ventaja de ser disciplinado, yo trabajaba doce y hasta catorce horas diarias, leyendo. Al estar obligado a leer sobre todos los temas, adquirí un interés bastante fuerte en las ciencias sociales y las ciencias exactas.
Como me ocurriera en Nueva York, en París me encontré nuevamente en la situación de que podía tener a la mano una libreta en la que anotar mis ideas. Si bien este trabajo fue rutinario, me aportó muchísimo, me permitió acumular una serie de insumos sobre lo que sería mi propia obra. En los escritores, leer forma parte del proceso de escribir.
Mientras estaba en París, el resultado de la cátedra de la Nacional se reflejó en un libro que escribió y publicó bajo el título de Procesos del Arte en Colombia.
Cuando hice crítica de arte en la Radio Nacional, invitado por Germán Vargas, había sido muy crítico del Museo de Arte Moderno, por su manera de hacer las exposiciones y toda una serie de otras cosas. Esto generó un distanciamiento con los que trabajaban allí, que eran Eduardo Serrano y Beatriz González, pero curiosamente no con Gloria Zea a quien no conocía. A Gloria la había visto un par de veces, pero deduzco que nunca hubo distanciamiento con ella porque cuando me publicaron el libro, Procesos del Arte en Colombia, Gloria era la directora de Colcultura y Juan Gustavo Cobo Borda el director de la editorial.
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Procesos del Arte en Colombia tiene tres partes. La primera es puramente histórica, el arte colombiano de 1999 a 1928, perfectamente documentado citando noticias, comentarios, críticas y entrevistas de prensa. La segunda recoge documentos sobre la historia del arte colombiano, a lo largo de cien años. Son catorce o quince artículos. La última son monografías de artistas que a mí me interesaban: Obregón, Botero, Roda, Pedro Alcántara, Maripaz Jaramillo, Antonio Barrera y otros. Se trataba de los artículos que yo había estado publicando en la revista Arte en Colombia. Juan Gustavo me dio tres meses para completar lo que me faltaba y cumplí el compromiso a tiempo.
Cuando el libro salió publicado, mis amigos Luis Caballero, Saturnino Ramírez y Emma Reyes organizaron una fiesta para celebrarlo.
Y lo volvieron a recibir en la Nacional.
A mi regreso de Paris me vinculé con relativa inmediatez a la Universidad Nacional, paso que a la mayoría le toma muchísimo tiempo o nunca logra. Si bien había contado con una licencia de dos años, cumplido ese tiempo tuve que renunciar para que nombraran un profesor en propiedad. Volví cuando se produjo una vacante con la jubilación del propio Germán Rubiano Caballero, abrieron concurso de méritos, me presenté, gané y pude reintegrarme a la academia.
Regresó con otra obra de autoría El arte colombiano de los años 20 y 30.
Lo escribí mientras estuve en Europa. Se trata de una generación que de cierta manera está maldita. Me refiero a los muralistas, que han tenido poco aprecio. Toca reconocer que su calidad es discutible, su producción un poco dispareja, pero tienen mérito y obras extraordinarias. Presenté el libro al concurso de historia de Colcultura y me dieron el segundo premio en el año 1995. Fue publicado por Colcultura, pero cuando Gloria Zea ya no era la directora. En 1998 recibí una llamada de Gloria para decirme: “Leí tu libro y quiero proponerte que hagamos una exposición sobre ese tema”. Por supuesto, la exposición se hizo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá y se tituló Colombia en el umbral de la modernidad. Tuvo mucho éxito y publicamos un buen catálogo.
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Fue curador del Museo de Arte Moderno.
Lo fui por invitación de Gloria Zea. Hasta ese momento la curadora había sido Carmen María Jaramillo, a quien yo conocía desde chiquita. Me tomó por sorpresa, porque no sabía que ella había renunciado. Tuve que decidir en ese instante aunque pensando en que, si al cabo de tres meses no me gustaba el trabajo, renunciaría. Me dio dos semanas para comenzar y hacer el empalme con Carmelita.
Fui el curador del Museo de Arte Moderno de Bogotá durante tres años largos, hubiera seguido, pero renuncié porque me dio un infarto cardíaco. No grave, por fortuna, casi a la misma edad en que mi papá sufrió el primero: el mío a los cincuenta y nueve y el de mi papá a los sesenta y dos años. Me implantaron un stent y en la etapa postinfarto me puse a pensar que me estaba exigiendo mucho al trabajar en dos lugares al tiempo, pues yo seguía dando mis clases en la Universidad Nacional. Entonces decidí renunciar al Museo.
Su más reciente novela es Sol Marchito. Le confieso que estoy fascinada leyéndola...
Ocurre que Sol marchito, que acabo de publicar en Planeta, me tomó cuarenta y tres años escribirla. Comencé un poco antes de irme a Paris, pero la interrumpía para escribir sobre arte. En el interregno escribí doce libros de arte bastante voluminosos y centenares de artículos en revistas especializadas y académicas.
Sol marchito fue una novela en la que avanzaba e interrumpía. Adopté un método para poder controlar los hechos, y fue ponerle fecha de cierre a las intervenciones que le hacía. Yo mismo me sorprendía cuando la retomaba y veía la fecha de la última vez que la había estado trabajando. Descubría que había pasado año y medio o algo más, que lo adelantado me había tomado dos o tres semanas no más.
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Al tratarse de una novela histórica que ocurre a finales del siglo XIX, en la medida en que escribía se me presentaba la necesidad de investigar más sobre algún hecho en particular, lo que generaba nuevos retrasos, pues estaba viviendo en París y no tenía una biblioteca cerca ni contaba entonces con servicio de Internet.
También resulta que yo me empeciné en querer sacar adelante, en paralelo, dos personajes, pero finalmente llegué a la conclusión de que eso no era posible porque saldría un texto de mil doscientas páginas. Sol marchito tiene más de quinientas. Entonces decidí separar el tema del personaje paralelo y desarrollarlo en una segunda novela. Realmente tengo material para tres, aunque todo está bastante desbaratado por ahora y me toca armar otro rompecabezas. Parte del proceso, quizás el más arduo, está en el tener que identificar lo que se llama basura, para eliminarla.
Imposible no hablar de su familia...
He tenido varios matrimonios, el primero fue con Delfina Bernal a quien conocí a través de Alejandro Obregón en Barranquilla, en la escuela donde yo estudié violín.
Como a Delfina los amigos le decían Del, se me ocurrió bautizar a nuestra hija Deldelp, con p al final, aunque muda, para darle carácter. Deldelp nació en Nueva York, vino a Colombia pequeñita y regresó a los Estados Unidos para vivir en California desde donde trabaja como relacionista pública de fundaciones que le obligan a viajar para conseguir fondos para causas sociales. Tiene una hija, mi única nieta, a la que tuvo la originalidad de ponerle mi apellido materno como nombre de pila. En el ordenamiento sajón, se llama Amarís Medina Kelly.
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Me divorcié y me volví a casar con Gilma Suárez. Gabriela nació en Bogotá con una diferencia de ocho años con respecto a Deldelp. La llevamos de seis meses a Paris, donde vivió hasta los casi catorce años. Tiene una bellísima voz, estudió en la escuela de los coros de Radio France International – RFI. Estudió en el Conservatorio de París y en el de Estrasburgo, pero desistió de hacer carrera. Actualmente trabaja para una fundación de Nueva York, consiguiendo fondos para la música. Está casada con David Wilson, profesor universitario de medio audiovisuales y magnífica persona.
Me volví a divorciar y me volví a casar con Tatiana Granados con quien tuve a mi único hijo varón. Nicolás nació en Bogotá en 1999, terminó el bachillerato, comenzó a estudiar cine en la Tadeo, pero no se identificó con ese mundo y ahora está definiendo su futuro.
Actualmente estoy casado con Doris Mayorga, artista plástica a quien conocí en el mundo del arte. Llevamos veintidós años de armoniosa y grata convivencia.
Lo invito a que cerremos nuestra conversación, nuevamente invitando a leer su perfil biográfico en Memorias conversadas...
Esta es la primera vez que resumo mi vida al ritmo de preguntas inesperadas que mueven muchas emociones, al tener que recordar episodios olvidados. Soy historiador, un removedor profesional del pasado, pero de episodios ajenos a mí y de épocas que yo ni siquiera viví. Este ha sido un ejercicio interesante que me ha puesto a pensar.