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Son las ocho de la noche. Mónica llega a su casa luego de un día arduo de trabajo. Saluda a Rulfo, su gato. Lo abraza contra su pecho y le da un beso en su cabeza antes de que la esquive y salga corriendo, como acostumbra a hacerlo. Se antoja de algo dulce, así que camina hacia la nevera y busca la última rebanada de pastel que sobró del fin de semana. Mientras lo saborea, recuerda con orgullo haber hecho aquel pastel en forma de gato para el cumpleaños de su sobrino. Al preguntarle cómo aprendió a hacer galletas, tortas y alfajores, responde con satisfacción que estudió para combatir el aburrimiento y la tristeza en su vida. Se recuesta en el sofá y al instante llama al gato: “Rulfo, vení y conversamos un rato”. Conforme juega con él, le cuenta sobre su día en El Colombiano —periódico para el cual trabaja desde hace varios años como periodista cultural—, le comenta cómo preparó la sección de la revista, cómo redactó dos artículos para el impreso del periódico y que escribió de nuevo un poema, como siempre, dedicado a Eduardo.
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De nuevo, esboza una sonrisa y le pregunta al gato si quiere acompañarla a la biblioteca. Entra, enciende la luz y saluda con voz enérgica: “Hola, Eduardo. ¿Cómo va todo por aquí? ¿Vos no tenés frío? Yo estoy congelada”. Nadie contesta del otro lado. Es una de esas noches raras en la que le gustaría que alguno de los esferos que reposan en el cofre de siempre se moviera de repente, que algún ruido extraño le confirmara que Eduardo está ahí, escuchándola. Ese pensamiento le resulta inusual, porque todos estos años se ha encargado de advertir que nunca se le debe aparecer de repente sin previo aviso, pero existen noches en las que el silencio pesa más de lo normal, lastima y desespera. En estos casos, como lo hace ahora, se sienta junto a la mesa del escritorio y observa los libros de la biblioteca. De repente, con un tono preocupado, vuelve a preguntar: “¿Eduardo, vos no has visto el libro ‘Poemáquinas’ de Darío Jaramillo Agudelo?”. Su mirada apunta a la foto, a ese mismo retrato de fondo azul que la ha acompañado desde siempre, al hombre a quien pide consejos y al mismo tiempo regaña y le pregunta en tono de reclamo por qué no está allí.
Escudriña cada rincón de la biblioteca hasta que finalmente lo encuentra. Se sienta y suspira con tranquilidad, pues sabe que no se trata de otra obra más. Esta en especial marca un antes y un después en su vida, ya que fue el primer libro de poemas que leyó cuando tenía seis o siete años de edad. A partir de entonces, la poesía se convirtió en un manto que todos los días la abrigaba y protegía del dolor causado por la ausencia de aquel hombre del que tanto hablaba, sin siquiera haberlo conocido. Desde su primer encuentro, la poesía se declaró su amiga. La escritura le ayudó a entender por qué la vida le había negado la oportunidad de crecer sin un padre, pero también le permitió inventarlo con cada verso. Fue a partir de esa antología que se arriesgó a escribir sus primeros poemas, que al principio hablaban de una persona sin nombre, pero que irradiaban una profunda y amarga tristeza.
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La mayoría de sus poemas iban dirigidos a Eduardo Quintero Collazos, su padre, asesinado en la tarde del sábado 2 de julio de 1988, cuando su hija apenas tenía un año y nueve meses de vida. Tres disparos acabaron con la vida de un hijo, esposo, padre y político que estaba convencido de luchar por una causa justa. Después de leerle algunos poemas de aquella antología a Rulfo y Eduardo, sale de la biblioteca para preparar su bebida preferida. Cuando se le pregunta si tiene alguna adicción, ella confiesa: “Podría vivir en una piscina de té con leche o crema de mantequilla con azúcar”. Mira el reloj: son las diez menos cuarto. No tiene prisa, nunca ha podido dormir antes de la medianoche.
Regresa a la biblioteca y se percata del sueño profundo en el que se encuentra Rulfo. Le acaricia y luego toma una de sus agendas y empieza a dibujar edificios. Mientras delinea sus trazos, le llegan todos los recuerdos de la primera vez que se atrevió a preguntarle a su mamá por Eduardo. Cualquier detalle lo anotaba en su agenda y, luego de unos días, lo convertía en poema. También recuerda la emoción tan grande que le produjo enterarse de que, igual que ella, su papá siempre usaba el reloj en la mano derecha. Por su parte, ella muchas veces intentó llevarlo en la mano izquierda y no era capaz de dar la hora. Asimismo, recuerda los viajes a Riosucio, Caldas —el lugar de su nacimiento—. Fue, en muchas ocasiones, con la intención de obtener más información sobre Eduardo, y fue a través de los testimonios de quienes lo conocieron que descubrió, mucho tiempo atrás, antes de que la muerte lo sorprendiera, que su padre había tenido una librería a la que bautizó con el nombre de “La Pola”. Esa librería había sido, hasta el momento, la única de aquel municipio.
Al recordar aquello se siente orgullosa. Cuántas veces escuchó decir, tanto de familiares como de amigos, “Mónica, dejá a tu muerto tranquilo, no lo atormentés más”, pero ella tenía miles de razones para inventarlo, revivirlo, para tenerlo presente en cada poema que leía de Idea Vilariño, y en los libros que suele dejar sobre la mesita de noche. Ella lo tuvo presente en la adolescencia, cuando se atrevió a subirse a la cama y cantar a grito herido la canción de la “potra zaina”. Lo tuvo siempre en mente en cada cumpleaños, por lo que, en cada momento de su vida, luchó por recordarlo, por hablar con él, aunque fuera mirando la foto durante horas en esa biblioteca. Olvidarlo nunca fue una opción. La poesía logró mantenerlo vivo en cada imagen, en cada verso y en cada métrica. Está pensando en esto cuando un ruido irrumpe el silencio de la biblioteca. Es tan aterrador que Rulfo se despierta de inmediato. La puerta del estudio comienza a moverse sola, por lo que Mónica, con voz temblorosa, dice “¿Eduardo, sos vos?” Tan pronto como pronuncia estas palabras, la puerta se cierra de un solo golpe.
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Se levanta de la silla y con coraje vuelve a preguntar: “¿Eduardo, estás ahí?”. Luego, un silencio abrumador invade la biblioteca. Sin recibir respuesta, Mónica se sienta e indaga sobre lo sucedido. Se pregunta si realmente fue Eduardo quien le respondió justo en ese momento, si su padre había cruzado el límite que ella le recomendó que no hiciera. En medio de ese silencio agobiante, se pregunta si en verdad era lo que ella había querido, si en medio de sus advertencias y miedos, no se ocultaba el deseo de que se manifestara, incluso, en medio de la situación más mínima de su vida cotidiana. Entonces, intenta verbalizarlo, pero no puede, así que coge la agenda que se encuentra encima de su escritorio y se arriesga a escribir un poema, pero sus pensamientos resultan ser tan opresivos que la llevan a garabatear líneas y trazos que no la conducen a nada. Vuelve a buscar en su biblioteca el libro que lanzó en homenaje a su padre, “Tal vez a las cinco”, rebusca en las páginas del libro hasta que encuentra la respuesta en la página 36: “Hay noches / Eduardo / en que busco / desesperadamente / su nombre entre mis cobijas... Hay noches / y días / y horas / Eduardo / en que quisiera / saber de usted. Hola, le digo a la foto. / Y espero”.
Sigue a la espera de la confirmación de que su padre está tras aquel duro golpe, de esa puerta meciéndose de lado a lado, tras el silencio latente cada vez que ella intenta cuestionar aquel hombre de la foto. El desasosiego la consume de tal manera que termina por comprender que no era así. Entonces, pasa las páginas del libro, una y otra vez hasta que se detiene en la página doce: “En un osario de treinta por treinta, / y de fondo no sé. / No hay nada más que un nombre / y una fecha que envejece... / De tu cuerpo no queda nada. / El fémur quizá / que ya no sirve”.
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Observa el libro y lo aprieta contra su pecho, le da las gracias a él, a Eduardo, por haberla inspirado y por protegerla durante todos estos años. Inventarlo durante treinta y cuatro años ha sido una de sus convicciones más genuinas, escribirle versos y, de esta manera, eternizarlo por medio de la poesía. Camina hacia la foto que siempre ha estado en la esquina de la biblioteca, sonríe, mira nuevamente los ojos de la foto y se anima a leer en voz alta uno de sus poemas favoritos que reposan en aquella antología poética: “Un día/ le agradeceré a la muerte/ tu muerte. / Si no fuera por ella/ la vida sería un mar lleno de sal. / Agradeceré que te haya llevado consigo/ convertido en mi invento”.