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Mucho se ha hablado estas últimas semanas de “The Last of Us”, la aclamada adaptación televisiva del videojuego homónimo producida y distribuida por HBO. Aunque la serie se trata de la más reciente adición a un género que roza fuertemente la saturación —el del apocalipsis zombie—, varios elementos le han ganado elogios y atraído grandes audiencias; entre estos, dos se consideran su fuerte gancho inicial.
El primero es su originalidad en cuanto a la procedencia de los zombies —un hongo parasítico llamado “Cordyceps” que transforma a humanos en monstruos caníbales en cuestión de horas— y el segundo, la forma en que se introduce este concepto —a través de una entrevista con un epidemiólogo que, ominosamente, expresa temor de que un hongo con este preciso efecto en insectos pudiera evolucionar para infectar a la humanidad—. Parecerá ciencia ficción, pero lo que detalla el doctor Newman en la primera escena de la serie es real.
Su explicación, sin embargo, deja por fuera algunos detalles de esta fascinante infección; aspectos que este texto busca esclarecer por medio de un sencillo ejercicio imaginativo. Se trata de un breve recuento que no requiere mayor conocimiento de biología, epidemiología ni micología para entender, y que cualquier persona, familiarizada o no con la serie, puede seguir con facilidad. Es más, el lector tal vez incluso identificará en el relato cierta semejanza con otra grave contaminación que estamos presenciando en la vida real. Comencemos.
La infección empieza con una simple espora —imperceptible, microscópica— que surca por los aires. Dejemos volar la imaginación y digamos que, tras ser expulsada, una leve brisa la sacude: la revuelve en un torbellino a pocos metros del piso y, finalmente, la eleva hacia un árbol en el que se encuentra mal ubicada una hormiguita vulnerable. Seamos un poco más creativos con nuestra construcción hipotética y digamos que esa hormiguita tiene nombre y se llama Colombia.
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En el momento preciso, la brisa cambia, o deja de soplar, y la espora desciende sobre nuestra desdichada hormiguita. ¿En dónde? He aquí un detalle que el doctor Newman no cubrió en su explicación: la espora puede entrar y contaminar a su víctima por cualquier parte; es experta en infiltrarse. En este caso, cayó en la pata izquierda —la trasera, la que apunta hacia atrás— y así comienza el macabro espectáculo.
Mientras que en la serie la infección tarda poco en convertir a su huésped en un frenético zombie, el “Cordyceps” en la vida real actúa distinto, sin mordiscos ni bramidos, sino de manera mucho más siniestra y velada. Durante los primeros días, todo parece normal. Un observador casual, primerizo, podría incluso pensar que la tal espora “no es tan grave”, y tildar de exageración lo que preocupados compañeros o incluso expertos advertían al verla aterrizar. La hormiguita tampoco siente nada. De lo que no se percatan ni ella ni su observador es que en su interior está creciendo lentamente una red de raíces que sentarán la base de su perdición.
Pronto, como explica el doctor Newman, el hongo alcanza el cerebro —centro de operaciones, el órgano ejecutivo— y empieza a inundarlo de alucinógenos. Estos químicos alteran por completo la conducta de la hormiguita Colombia: primero, pequeños tics, contracciones, extraños pero tal vez no tan preocupantes; luego, procede a forzarla a actuar de manera realmente errática. Deja de recoger hojas y comida, de construir, olvida su sustento, deja de obrar en beneficio de la colonia y, sobre todo, propio.
El antedicho observador, siendo tal vez muy selectivo con sus memorias y juicio, podría argumentar que “así ha actuado esta hormiga siempre”, o incluso reclamar a quien expresa preocupación el porqué antiguamente no criticaba tal acción o tal otra. En cuanto a la hormiguita, claramente no podemos saber qué piensa, pero no sería descabellado intuir que los químicos en su cabeza la convencen de que todo está bien; que el cambio en su comportamiento es justo y necesario; que el rumbo que está tomando es nuevo y mejor; que ahora es libre. Con tal de cimentar su poder, el hongo dirá lo que sea, la hará creer lo que sea. Eso es, si es que siquiera le permite pensar.
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Gozando del control total, para citar al doctor Newman, el “Cordyceps” “le dice adónde ir, qué hacer, la maneja como un titiritero”; la obliga a aislarse, ya que cualquier intervención externa podría frustrar su plan. La hormiguita Colombia se aleja entonces de la colonia, moviéndose con la misma flexibilidad de siempre; a diferencia de los zombies en la serie, su apariencia externa no ha cambiado, pero en su interior el hongo continúa creciendo.
Los músculos que inicialmente cooperaron bajo el engaño de los alucinógenos —quién sabe si esperando algo a cambio— pronto se ven reemplazados a medida que el parásito “sustituye su carne por la propia”. No le basta con llevar las riendas, todo debe asemejarse a él. Se expande, minando las instituciones y facultades, preservando lo estrictamente necesario para moverse a sus anchas y continuar abusando de su nuevo poder: ya no es una simple espora a la deriva, ahora tiene la fuerza de una hormiga, y la manejará a su antojo.
¿Pero para qué este poder? ¿Cuál es el propósito de imperar sobre esta pobre hormiguita? El hongo tiene una única misión instintiva: ejercer el control con total desdén por el organismo que habita; este no es más que un simple vehículo para su beneficio, para su nefasta expansión.
Llegamos entonces al punto en que la explicación del doctor Newman diverge de la realidad para proceder a su premonitoria advertencia sobre la posibilidad de que el “Cordyceps” lograse evolucionar e infectar humanos en vez de insectos. Un punto clave para el desarrollo de la serie, sin duda, pero que deja por fuera la horrorosa culminación del calvario que sufren hormigas como la nuestra.
¿Qué le depara entonces a la pobre Colombia? La fatal finalidad del implacable hongo es conducirla hasta encontrar un espacio donde las condiciones sean perfectas para poder salir. El último acto de nuestra hormiguita consiste en plantarse con fuerza en el lugar elegido; ahí fijada, inmóvil, ha cumplido su cometido, y el invasor termina de devorarla por dentro para trascender la lamentable cáscara de su abusado huésped. El hongo se eleva triunfal sobre el cadáver del esclavo sin el cual jamás habría sido más que una inútil espora descartada, y procede a esparcir miles y miles más que, llevadas por el viento, infectarán nuevas hormigas. La presencia de tan solo un espécimen de “Cordyceps” es capaz de arrasar con colonias enteras.
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Seguramente se compadecerán de nuestra pequeña hormiguita; quienes advirtieron el peligro del hongo no encontrarán solaz en ver confirmada su clarividencia, y el observador incauto sin duda tendrá incontables e intrincados argumentos para excusar la irresponsabilidad de su escepticismo inicial. Dirá que no tenía cómo saberlo, mentirá, se convencerá de que no era esta desgracia lo que apoyaba cuando celebró la conducta autodestructiva de la hormiguita simplemente porque era “momento de un cambio”.
Es ese, en síntesis, el macabro actuar del hongo “Cordyceps”. Ni en la vida real, ni en el mundo de “The Last of Us” existe cura ni tratamiento alguno: la infección es una sentencia de muerte. Aficionados a la serie descubrirán muy pronto —respuesta que seguro ya conocen los adeptos del videojuego— si sus personajes podrán encontrar una vacuna. En cuanto a nosotros, tal vez deberíamos buscarla en lugar de quedarnos inmóviles permitiendo que el hongo siga ejerciendo sin resistencia su mandato devastador. Deberíamos crear la cura que, además de prevenir la infección, logre frenarla y revertirla para librarnos finalmente de su sórdida corrupción, y ojalá ese día triunfal, mientras el mundo celebra la victoria con vacuna en mano, nos acordemos de curar a una hormiguita llamada Colombia.