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¡RIIIIIIIIIIIIIIIING! Suena el primer timbre, en los camerinos los cantantes afinan y las maquilladoras corren de una puerta a otra para dejar listos a los solistas que, en medio de sus nervios, intentan no alterarse. Por los corredores y en dirección al foso de la orquesta, pasan hombres y mujeres vestidos de negro con sus pequeños estuches colgados al hombro. Un “mucha mierda” se escucha al abrir las cortinas naranjas de los camerinos: el dicho para desearle éxito a los artistas. Al fondo de la sala de ensayo se cuela el sonido de las teclas de un piano negro vertical que ayuda a calentar al coro de los niños, quienes por primera vez se montarán en un escenario.
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Yo fui una de ellos. Tenía 15 años cuando participé por primera vez en una ópera: Carmen, de Georges Bizet. La obra, que entre cigarreras, guardias y toreros, cuenta el drama de una hermosa, perspicaz, provocadora, sensual y seductora gitana a la que el amor y la pasión por dos hombres la conduce a una trágica muerte en busca y defensa de su libertad. Resulté allí por escogencia del director del coro en el que estaba. Yo no cantaba ópera ni conocía bien el mundo del teatro musical. Lo lírico me era un poco lejano, pero no ajeno. “Vea, estas son sus partituras” me dijo Agustín Tamayo después de poner sobre la mesa una pila de hojas que contenían letras en francés e inglés debajo de los pentagramas. No entendí nada, solo lo miré:
—Vas a cantar en “Carmen”.
—¿Carmen?
—Sí, la ópera.
Tuve mil dudas en ese momento. No podía rechazarlo, pero escuchar la palabra ‘Ópera’ me generaba confusión: para una adolescente que llevaba no más de un mes cantando en coros, era una noticia difícil de procesar. Era la “Nuevoncita”. La más inexperta (probablemente), pero mi voz y mi edad (no había cumplido 18) fueron lo que, justamente, me llevaron ahí: la compañía lírica encargada de la obra necesitaba un coro de niños. Cuando mis papás supieron, se asombraron, se pusieron felices.
—¡Ay! ¿Cómo así que vas a cantar en “Carmen”?
—Sí, pero no la conozco, tengo que escucharla.
—¡¿Cómo qué no?!— me recriminaron los dos—. Cuando llegue a la casa y la escuche me cuenta si no la conoce.
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Al buscar en YouTube “Ópera Carmen”, lo primero que apareció fue un video de la soprano griega María Callas interpretando la famosa habanera L’amour est un oiseau rebelle. Sin embargo, el mayor asombro fue cuando escuché la Obertura de la obra: no había nacido cuando mis padres, María y Neiro, viajaban de Medellín a Rionegro por las carreteras del Valle de San Nicolás en un Renault 12 rojo escuchando grandes composiciones de la música clásica que guardaban en una USB negra (que hoy, 20 años después, aún existe), entre ellas la Suite No. 1 de Carmen de Bizet “Les Toreadors”.
Según cuenta mi madre, esa música los acompañaba en cada viaje antes, durante y después de su embarazo. Tenía meses cuando ya viajaba arrullada al compás de su melodía. Mientras escuchaba “Carmen” recordé algunos de esos recorridos para visitar a mis abuelos y mi participación en la obra adquirió mucho más valor.
Son las 7:50 p.m. y suena el segundo timbre. Alguien grita ¡COOORO! Salimos del sótano y voy repasando las indicaciones que nos marcaron los directores mientras el punzón en el pecho y la respiración agitada me indican que ya casi es hora de salir a escena. Vamos casi que corriendo hacia las escaleras que llevan del camerino al escenario y, a medida que subo, me cruzo con solistas, coristas, figurantes, regidores, tramoyistas y utileros. Uno, tres, diez, doce, pierdo la cuenta de cuántos escalones he subido cuando ya veo las bambalinas: un lienzo enorme de tela negra impide la vista al escenario y al público que percibo aún acomodándose.
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Por un instante olvido que estoy disfónica, con una tos que me dio esa misma semana del estreno. La magia tras bambalinas me envuelve, veo mujeres con maquillajes llamativos y brillantes claveles rojos que acompañan sus peinados, al igual que hombres vestidos de guardias españoles de Sevilla en 1820. Suena el último timbre, son las 8 en punto del jueves 19 de abril de 2018, el público está en sus butacas, una voz femenina da información y, al terminar, los espectadores aplauden y los músicos de la orquesta se ponen de pie para recibir al director.
El maestro Guerassim Voronkov alza la batuta y comienza la función. Al ritmo de flautas, tubas, violines y platillos suena la obertura que me acompaña desde que estaba en el vientre de mi madre. Entre bastidores vemos cómo se abre el telón. Después de esa primera escena en la que los soldados esperan el próximo cambio de guardia mientras observan a la gente pasearse por la plaza, escuchamos las trompetas con la melodía que nos da la entrada para imitar, inocente y alegremente, a aquellos hombres que aparecen para relevarlos. Mientras cantamos Avec la garde montate me doy cuenta de la magia: las luces, el escenario, la utilería, la puesta en escena, la música, el público. Desde el momento en el que puse un pie sobre esas tablas, supe que eso era lo que más amaba hacer. Que estar en un escenario cantando era mi lugar de luz en el mundo.
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Dice el tenor Miguel Silva que “La ópera es como un bichito que te pica y, una vez que te prende, no la podés dejar nunca más”, y efectivamente. Pasaron las dos funciones de Carmen, me prometí que la próxima vez que pisara ese escenario sería como miembro del Coro de adultos de la Fundación Prolírica de Antioquia. Y así fue. Cuatro años después ya estaba allí. En el 2022 hice parte de la Temporada Internacional de Zarzuela, Opereta y Ópera de Medellín en el Teatro Metropolitano. No solo pisé de nuevo ese escenario, sino que también interpreté a un personaje en La Leyenda del Beso, la famosa zarzuela de Soutullo y Vert, ambientada a las afueras de un castillo señorial en tierras castellanas de los locos años veinte. Fui Margot, una encantadora, inquieta, alegre, curiosa y elegante cazadora amiga del Conde Mario, el cual, en su semejanza con Carmen, tuvo un trágico final al verse envuelto en el triángulo amoroso y el conjuro que poseía Amapola, otra gitana.